La curvatura de la córnea

31 octubre 2021

Malabrocca el pícaro de la bicicleta

 



La primera maratón olímpica femenina fue en Los Ángeles´84 y la atleta Joan Benoit se llevó el reconocimiento de todo el estadio como la primera ganadora de la prueba. Gabriela Andersen de 39 años entró en el Memorial Sports Arena veinte minutos más tarde, lo hizo tambaleándose, con la gorra ladeada, deshidratada y desorientada. Se negó a recibir asistencia médica y, ante un púbico maravillado, dio toda la vuelta a la pista para desplomarse cuando cruzó la línea de meta. Sin lugar a dudas fue la atleta más aplaudida de aquellos juegos olímpicos. El público mostraba su reconocimiento a alguien que se entrega hasta el final con independencia del puesto que ocupaba en la clasificación porque el mérito estaba en superar los límites personales. Grabiela Andersen se convirtió en una heroína.

El ciclista Malabrocca ya había experimentado la sensación del reconocimiento del público en el Giro de 1946 cuando se clasificó el último de la competición, y se convirtió en un héroe popular al que el pueblo aplaudía porque lo importante era pedalear hasta el final. El puesto era lo de menos. La diferencia entre Gabriela Andersen y Luigi Malabrocca fue que el italiano comprendió muy pronto la idiosincrasia de un negocio en el que sus emolumentos aumentaban si llegaba el último y así, muy pronto planificó sus carreras para terminar en  el último lugar. Pasó de la épica del héroe a la travesura del pícaro.

El Gato Negro presentó en el Teatro del Mercado de Zaragoza la obra Malabrocca, una versión teatral inspirada en la novela Maglia Nera de Matteo Caccia que, traducida y adaptada por Rafa Blanca, nos cuenta las aventuras y desventuras de un ciclista para convertirse en el eterno perdedor al que los espectadores adoran.

La narración de la picaresca tradicionalmente es responsabilidad de Juglares y trovadores como los interpretes más adecuados para captar la atención del auditorio y será por eso que, en cuando Rafa Blanca se presentó sobre el escenario, arqueó las cejas, abrió los ojos, encogió los hombros y sonrió, sentí que comenzaba el juego de contar historias, la hora de los romances de ciego y así el actor, en lugar de apuntar con un bastón sobre las viñetas que ilustran la historia, se pertrechó con un sombrero, unas gafas y  par de maletas como elementos para saltar de un capítulo al siguiente, de personaje a otro, auto tunear las cuerdas vocales para conseguir voces diferentes y componer escenas multitudinarias, el arte de la interpretación a la vista de todos, sin trampa ni cartón, si acaso con la ayuda de un espacio sonoro y unos audiovisuales tan sencillos como eficaces y que aportaban densidad a una narración que se percibía clara, diáfana, con un magnetismo que atrapaba. La aparente sencillez de quien cuenta anécdotas en clave de humor, sin embargo dejaba espacio para mostrar el contexto histórico en el que se desarrollaba la historia, un país devastado por la guerra de carreteras destrozadas y sin combustible donde la bicicleta se convirtió en el medio de transporte de las gentes populares, que veían en el esfuerzo de los ciclistas la metáfora de sus vidas.

La responsabilidad de llevar hacia adelante toda la arquitectura teatral del texto, la interpretación y la coordinación con los efectos técnicos recae en la excelente cadencia del pedaleo de Rafa Blanca y sin embargo, cuando el humor tapizaba todo el ambiente, la función tuvo un momento para detenerse, Blanca se bajó del carrusel de personajes y, desde los ojos quien sabe si del actor o del hombre, contó la gesta de las gestas de la historia del ciclismo mundial y fue ahí, cuando el desenlace fue recibido por los espectadores con una abrumador silencio, cuando noté el pinchazo de la emoción.

Malabrocca es una función en la que se destila la esencia del teatro, la importancia de la voz desentraña una narración aliñada del buen gusto en candilejas, canciones y sonidos para convertir la tragedia de la vida en esa proteína del humor que te obliga a cambiar de piñón para ascender la montaña de la reflexión.


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28 octubre 2021

Lázaro sabe muy bien porque nadie quiere ser camionero

 

Lázaro Bérmejo tiene 51 años y lleva 24 recorriendo las carreteras y autopistas europeas a 90 kilómetros por hora. Lázaro salió el lunes de Murcia con un cargamento de 24.000 kilos de uva en dirección a Hundtingdon en Reino Unido donde tiene que llegar el viernes. El porte tiene un valor de 46.000 euros. Dos días después de la partida llega al área de servicio de Beaugency-Messas en el interior de Francia, en realidad podría haber parado en cualquier otra área de servicio porque todas son iguales, la decisión es simple: Pilla de paso. Como cualquier otra noche se prepara para pasar la noche al lado de otro camión. Comprueba los cierres del remolque, las ruedas y el tacógrafo. No ve a nadie. El resto de los camioneros ya duermen o descansan en sus cabinas. Lázaro cena algo de lo que tiene en la nevera, se sube al colchón y conecta el ordenador para ver Breaking Bad. Si hay suerte se dormirá pronto, últimamente le cuesta mucho descansar por la noche. No ha hablado con nadie y los recuerdos acuden. El día que se le congeló el gasoil, la noche que descubrieron a un inmigrante escondido entre las ruedas y todas las horas pasadas fuera de casa. La ausencia en los cumpleaños de los zagales, estar casado aunque parezca que no lo estás, las Navidades y Nocheviejas que ha pasado en áreas de servicio como en la que pasa la noche. Y la soledad, ese taladro que percute una y otra vez en el pensamiento y que le interroga ¿Has disfrutado de la vida y de la familia? Todo se diluye cuando piensa en la suerte que tiene porque nunca le han robado.

El amanecer es frío cuando Lázaro se lava la cara en los baños del área de servicio. Se toma un café. No come nada. No habla con nadie. Tiene cara de sueño cuando decide ponerse en marcha. Son la ocho de la mañana porque quiere atravesar las circunvalaciones de Paris sobre las diez y evitar el atasco diario. Lázaro nunca ha estado en París y la Torre Eiffel solo es una silueta lejana cuando la música de Raphael se hace cargo de la cabina. A veces habla por la emisora con sus compañeros en ruta, escucha las noticias deportivas en la radio o habla por teléfono con su mujer. Durante muchas horas conduce en silencio siguiendo las instrucciones del navegador.

Lázaro llega a Calais y después de usar el Eurotúnel pasa la aduana de Reino Unido. Odia las carreteras inglesas y apura las horas para llegar lo más cerca posible de su destino final. En el aparcamiento del Cambrigde Service es un lugar inhóspito y desértico pese a los doscientos camiones bajo la noche cerrada. Lázaro no habla con nadie. Se da una ducha. Hay un Burger King pero Lázaro vuelve a cenar algo de su nevera, colchón y Breaking Bad.

Lázaro ha llegado a su destino antes del amanecer. Dicen que Huntingdon es una ciudad bonita pero Lázaro solo conoce sus rotondas y naves industriales. Hoy ha tenido suerte y a las 10 de la mañana ya ha descargado. La empresa de 500 camiones para la que trabaja le ordena que vuelva a Calais de vacío para encontrarse con un compañero que transporta unas flores desde Holanda que tienen que llegar a Valencia en dos días enlazando relevos entre tres camiones frigoríficos que serán coordinados desde la base de logística y operaciones.

De nuevo las odiosas carreteras inglesas hasta llegar a un aparcamiento donde se encontrará con un compañero al que no conoce para intercambiar los remolques, el suyo volverá a Holanda a por más flores y Lázaro se dirigirá dirección sur a todo lo que le deja el tacógrafo. Para apurar las nueve horas permitidas conduce de noche y, como no encuentra un área de servicio, se detiene en un apartadero. Un lugar en ninguna parte. Son las nueve de la noche y se acuesta. Lázaro está en el kilómetro 22.7 de la N-10 y cada vez que un camión lo sobrepasa siente como su cabina tabletea.

Lázaro se lava la cara con agua de un bidón. Se hace un café. No come nada. A las siete de la mañana ya está en ruta. La niebla adorna la noche. El encuentro con su compañero para intercambiar el remolque se tiene que producir lo más al sur posible. Es sábado y Lázaro ya ha cumplido seis días seguidos de trabajo y tiene que detenerse a descansar durante 24 horas en un área de servicio al sur de Burdeos donde se duchará, tomará algún café, cocinará algo en el hornillo lateral del camión y verá más capítulos de Breaking Bad. No hablará con nadie hasta que desde la base le indiquen el próximo destino. Un nuevo ciclo de seis días que entonces lo dejará en casa durante dos días libres para volver a empezar. Lázaro cobra 3.000 euros netos al mes.

(Un relato a partir de un reportaje escrito por Antonio Jiménez Barca

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16 octubre 2021

Memoria y recreacionismo

 

Julián Casanova nos recuerda que la memoria colectiva de las sociedades está muy conectada con las tradiciones que se transmiten a través de los legados culturales y que en las naciones europeas, esos legados están repletos de objetos simbólicos que sirven para transmitir a las nuevas generaciones el conocimiento sobre conflictos pasados. Por eso es importante estudiar las herramientas del recuerdo y como se construyen las memorias que Jay Winter denominó “teatros de la memoria”. Con este escenario, continúa Casanova, las memorias se cruzan y toman múltiples direcciones hasta conseguir lo que varios autores denominan “guerras de memorias” y que caracterizan a las sociedades marcadas por las cicatrices de guerras civiles, genocidios y autoritarismo. Por eso es tan importante escapar de la tendencia revisionista y del término “trauma colectivo” que se utiliza para meter en el mismo saco a todas las formas de sufrimiento e igualar a las víctimas sin tener en cuenta que “en el análisis histórico no puede cancelarse una forma de terror invocando a otra”

Casanova advierte que estas nuevas historiografías revisionistas se están generando por todo el continente europeo, y España no es una excepción cuando los relatos y las memorias de la Guerra Civil y de la dictadura se han manifestado como un campo de batalla cultural y político. “Esta revisión ultraderechista del pasado es una forma extrema de nacionalismo etnicista y anticomunista /…/ los ecos de pasados fracturados y memorias cruzadas en un presente dividido”.

Daniel Gascón define muy bien esta situación cuando afirma que “nuestra relación con el pasado es recreacionista. Una visión estetizante suspende la realidad y la sustituye por una fantasía armónica” “También sabemos que señalar a un enemigo une nuestras filas y distrae de los cercano” Gascón recuerda que todos sabemos de las contraindicaciones de estas prácticas que se combaten con investigación sobre la complejidad de los acontecimientos y entonces da un salto en el tiempo y el espacio para afirmar que el recreacionismo nos seduce porque simplifica y funciona mucho mejor con los traumas que con los encuentros por eso, en nuestra relación con la historia, el simbolismo de la conquista es más eficaz que la acogida de republicanos en el exilio.

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15 octubre 2021

Leo Bassi: La voz imprescindible del bufón


 

Es importante no confundir la figura del clown con la del bufón, mientras el primero es ingenuo y siempre está guiado por las buenas intenciones. El bufón es inteligente y usa el humor con acidez, su intención va más allá de la burla o el chiste y su actuación tiene diferentes objetivos que van desde el consejo hasta la crítica y no le hace ascos a restregarle al público las miserias que esconcen en la oscuridad de la sala. Con estas premisas, Leo Bassi cumple a las mil maravillas su función de bufón.

El espectáculo, en palabras de Javier Vallejo, se sitúa dentro del género cabaré político para mostrarnos la vida de Mussolini con la intención de convencer a los progres de las maravillas del fascismo y para que no se dejen engatusar por otras etiquetas políticas que tienen mucho más de paja de pijo que de grano fascista.

Leo Bassi comienza la función con gran energía para que el humor con el que ridiculiza situaciones y personajes políticos sea dinámica y el público entre con fuerza al terreno de la chanza, el chiste en una dinámica propia del vendedor de humo y serpentinas que te embolica sin la pretensión para que no pienses mucho, que todo tenga que ver con la sensibilidad de la piel y los jugos de las tripas. Risas a peso sin importar la brocha gorda. Pero conforme avanza la función y de poquitos a poquito, el humor más grueso y jocoso se va diluyendo para dejar paso a un relato histórico y político que entrelaza la historia de Europa con la española y así, el ambiente de la sala se transforma, el silencio empieza a ganar territorio ante la metamorfosis del bufón histriónico en contenedor de historias. La magia funciona y las risas, que han desaparecido debajo de las mascarillas, han dejado paso a la reflexión. Mussolini el payaso, la caricatura en blanco y negro que hace gestos ridículos a las cámara de la época es capaz de conducir la historia de una forma violenta de ver el mundo hasta situarla en la ciudad de Zaragoza para contarnos, y excusen que evite los interesantes prolegómenos, las huellas que el fascismo ha dejado en un lugar tan emblemático como la estatua del emperador Augusto situada entre las murallas romanas y el Mercado Central, en cuyo pedestal podemos leer la siguiente inscripción: A XVIII E.F. que significa: Año dieciocho de la era fascista.

Cuando saqué la entrada para ver este espectáculo lo hice con la esperanza de encontrarme al más salvaje de los bufones que explota manzanas y sandias en el morro de los espectadores y sin embargo, terminé con la percepción de asistir a  una alerta mordaz porque, por muy mediocre que nos parezca el mensaje del fascismo, no sabemos qué dirección van a tomar los vientos de una historia azotada por mensajes antidemocráticos que buscan asustar a los ciudadanos para minar la esperanza en las democracias liberales, y precisamente por eso es tan importante la voz del bufón porque “si el miedo de la gente es la base del fascismo, el humor tiene la función hacer desaparecer ese miedo."




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14 octubre 2021

Clavícula es mucho más que una comedia de dolores

 


Fotografía de Mas Mastral


La clave de Clavícula está en el cambio de clave. Clavícula es un libro de Marta Sanz que, como nos recuerda Rodríguez Fischer, es un tratado sobre el dolor y sus ramificaciones, dolores grandes y chicos, de exploración médica y de auto prospección, dolores de mujer, de esposa, hija, amiga, trabadora y escritora. Sobre todo escritora. Porque el origen de Clavícula es un libro muy preciso a la hora de señalar los síntomas, pero absolutamente variado en cuanto al método de expresión que utiliza para hacerlo y así, Marta Sanz salta de un estilo a otro para moverse por las líneas de pentagramas tan variados como la crónica, el diario o los cuentos y que pueden ser retratos, autobiografía o un contubernio de palabras que a veces suenan raras y otras son esa palabrota gratamente sonora. Un universo formal que la editorial Anagrama resumió en la portada del libro mediante una clave de Sol.

El primer gran acierto de la compañía de teatro Le Plató dTeatro es que la adaptación de Rafael Campos consiga modificar un texto literario en clave de Sol en una dramaturgia simbolizada en clave de Fa. Un cambio de clave que entiendo como una declaración de principios que nos habla de la diferencia formal entre la obra literaria de Marta Sanz y su versión teatral.

La dramaturgia juega a mostrar el texto de la obra como si se tratase de una interpretación musical, o al menos esa fue mi percepción y así, cuando la avalancha de palabras empezó a llenar el escenario, yo las recibía como si fuesen diferentes estilos musicales, palabras como una fuga donde las voces se perseguían unas a otras, frases para componer un cuarteto de cuerda donde la melodía y sus variantes pasaban de un timbre a otro hasta componer una coda final, duetos que son conversaciones de ida y vuelta para crear tensión entre la nota tónica y la dominante, sentarse en el muelle de la bahía del soul, la emoción rota de la canción francesa o el rasgueo del heavy metal. Palabras, palabras y palabras que se trabajan como si fueran las notas escritas en un pentagrama que nos habla del dolor en clave de Fa.

Les confieso que mi primera reacción cuando los dolores empezaron a tomar el escenario fue mantener un puntito de prevención para no reírme de los males ajenos y eso se reflejó en un gesto serio, pero ya ven ustedes, como desde el patio de butacas no podía hacer eso que tanto me gusta de contarle mis propios males a quien intenta contarme pormenorizadamente sus dolores, como eso no se puede hacer si eres el público de la función, tal vez por eso, de a poquitos, como quien no quiere la cosa, todo el inventario de órganos cancerosos, vísceras necrosadas y recovecos pestilentes terminó por provocarme una deliciosa sonrisa que llegó a carcajada gracias a una enumeración de las cosas que no debería comer siguiendo criterios médicos, sociales y mediopensionistas. Fue la risa la que consiguió equilibrar todos mis males y demostrar que ir al teatro es cosa buena porque, aunque curar no cura, siempre alivia, sobre todo si la avalancha de dolores de los demás es tan apabullante que los males propios se quedan en ná.

El excelente texto de la obra se sustenta en un gran trabajo actoral de Carmen Marín, Marissa Nolla, Blanca Sánchez y Claudia Siba. Las cuatro actrices compusieron una coreografía que me recordó a las mejores interpretaciones musicales de conjunto donde la excelencia de lo individual tiene que estar siempre al servicio de la pieza musical en su conjunto. En Clavícula encontramos una dinámica parecida a una coral donde cada voz ocupa un lugar exacto y predeterminado en la partitura común para que el conjunto brille en todo su esplendor, esa es la gran virtud de esta obra que, como receta el programa de mano, es un diario de malestares que nos ayudará a asumir el desorden de nuestro cuerpo como un gran contenedor de intestinos, músculos y huesos tan complejo como ese mundo exterior que tratamos de ordenar para ser capaces de explicarnos y entendernos porque Clavícula, además de una comedia de dolores, es un espejo en el que te vas a encontrar. 



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11 octubre 2021

Romeo y Julieta. El musical de un amor inmortal


 

Asistir a una función de Romeo y Julieta de Shakespeare es adentrarse en los terrenos de una obra clásica, de esas que nos conmueven y emocionan sin importar que fue escrita en el siglo XVI. Sin embargo Borges nos advertía de lo resbaladizo del calificativo porque los méritos de una obra están sometidos a los acuerdos y decisiones previas de generaciones de lectores que deciden cuanto de clásico tiene un texto. Rafael Narbona sostiene que la obra de Shakespeare es un clásico porque conserva su capacidad para interpelarnos, en este caso, Romeo y Julieta nos interroga por la delgada línea que separa el odio y el amor.

El odio y el amor es una temática que se ha representado en múltiples formas desde la película West Side Story hasta la versión en dibujos de los Gnomos o la última canción de Lola Índigo donde a ritmo de reggaetón nos canta que “yo te quiero ver cómo te hizo tu mamá. Si tú quieres lo grabamos y lo hacemos en 4K. Lo que tú quieras hacer, dime, yo te voy a dejar. Si somos Romeo y Julieta, que nadie se puede enterar” Un lenguaje del siglo XXI que, si ponemos un poco de nuestra parte, podemos conectar con las palabras que Shakespeare puso en labios de Julieta: “Amor, buenas noches. Con el aliento del verano, este brote amoroso puede dar bella flor cuando volvamos a vernos. Adiós, buenas noches. Que el dulce descanso se aloje en tu pecho igual que en mi ánimo”. Y eso es lo que hace fundamentalmente este espectáculo conectar la historia universal de Romeo y Julieta con la forma de representación de un musical.

El reto de levantar un musical en torno a los amantes de Verona ya ven que tiene múltiples riesgos que van desde la necesidad de emocionar al público, interpelarlo en algunos de sus intereses vitales y hacerlo desde un género que muchos lo entienden como el rio que nos lleva a un gigantesco final feliz en el que corear una tonada, un clímax que parece imposible en la historia de Romeo y Julieta. Por eso hay que comenzar con una felicitación previa para la productora española Theatre Properties que ha pasado veinte años montado una gran variedad de musicales tanto de franquicia como de producción propia en un bagaje en el que parece natural enfrentarse al reto de contar esta historia dramática desde la producción de un musical, en esos pensamientos andaba en el patio de butacas cuando una duda me asaltó ¿Podemos llamar musical a un espectáculo que reproduce la parte musical mediante una grabación? La Real Academia de la Lengua no se mete en líos cunado en la tercera acepción del término musical lo define como un género teatral o cinematográfico que incluye como elemento fundamental partes cantadas y bailadas. Si afinamos un poquito más podríamos decir que para que una obra de teatro se convierta en un musical lo imprescindible es que las canciones sean las responsables de llevar la acción dramática hacia adelante y, con esa premisa, Romeo y Julia, después de sustituir muchas de las palabras de Shakespeare por canciones, cumple esa condición y entonces se levanta el telón.

El musical de Romeo y Julieta comienza como mandan los cánones del género con todo el elenco sobre el escenario cantando en tonos más bien altos y con las soprano en lo más alto de la escala para envolverlo todo con unos coros que son la orla brillante para mostrar la gran calidad de todas las voces, la coreografía también se ciñe al canon de ahora todos juntos mostrándose al público y ahora nos separamos para ganar en dinámica, un inicio perfecto para arrancar el espectáculo con un aplauso. A partir de aquí encontramos canciones de la que antaño calificábamos de melódicas, baladas clásicas, guiños al pop y en fin que, más allá de la calidad de las letras de las composiciones musicales que a veces son desiguales, lo realmente destacable son las excelentes voces que las ponen en pie entre las que me atrevo a destacar los solos de Enrique R. del Portal en el papel de Fray Lorenzo y de Angels Jiménez como el Ama con dos interpretaciones donde lo orgánico tomó posesión del escenario para dejar claro que a veces no hace falta un papel principalísimo para destacar, que lo importante es amarrar a tu personaje por las solapas y darle rienda suelta.

El otro momento chispeante fue el de la aparición de quien sabe si sables, espadas o floretes, sin embargo la emoción se fue diluyendo porque, ante la expectativa de una coreografía trepidante de esgrima, todas las veces que los aceros toman la escena la pelea no termina de alzarse majestuosa y se resuelve en un vaivén confuso. Hay que revisar el vestuario de Teobaldo, no puede ser que la espada del malo malísimo de la función se enganchase cada vez que desenvainó el acero, hay otros detallitos que se pueden pasar por alto como alguna demora en los movimientos de una escenografía muy práctica aunque la puerta de la habitación de Julieta no termine de encajar con los adornos góticos de su balcón, en ese lugar dónde se canta al amor inmortal y que no es otra cosa que el prólogo del drama donde nuestros amantes acaban mu malamente y ahí, en el duelo final cuando la muerte ocupa toda la escena, la voz de Shakespeare, en un excelente trabajo de Paco Arrojo, nos recuerda la imposibilidad de detener la fuerza impetuosa del amor capaz de eliminar el odio, así que no se lo pierdan, vayan al Teatro Principal y disfruten de un elenco que hace un excelente trabajo, y así lo declaró el público con una larga ovación final.


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03 octubre 2021

Contra la España Vacía: Del cabo de Gata al de Finisterre

 

Ilustración: @fer_zombra

“La naturaleza se muere de la risa ante la fantasía de las nacionalidades”

(Manuel Vilas)



Sergio del Molino escribió “La España Vacía” desde la ingenuidad y con una intención literaria que definitivamente quedó arrasada por el inesperado éxito editorial del libro porque  situó el problema de la despoblación en medio del debate nacional como un rasgo característico de España y consiguió que su denominación fuera el resumen esencial de un problema que por entonces no formaba parte del discurso. Del Molino ha confesado innumerables veces que no pretendía ni analizar ni responder a un problema latente, tan solo le interesaba añadirle puso, musculatura literaria, la mirada sentimental de un periodista con la pretensión de cambiar como nos enfrentábamos a nuestro país, tan solo quería ayudar para modificar la visión que teníamos de nosotros mismos, sin embargo, la amplia divulgación del libro atrajo a lectores que hicieron una lectura política y así surgió el concepto derivado del original: “La España Vaciada” como contraposición ideológica a un planteamiento que solo pretendía un debate intelectual y literario antes que ideológico. Por eso Del Molino ha escrito este nuevo libro titulado “Contra la España vacía” nace para identificar con claridad las coordenadas políticas que otros le han asignado. El objetivo es dibujar el espíritu de este país añadiéndole “una carga política mucho más evidente” para saciar la necesidad del autor de marcar líneas y dejar claro sus posiciones. Voy a intentar desgranar esta visión política a partir de cinco epígrafes que vendrían a ocupar los cinco capítulos del libro y que yo me he atrevido a titular como: Rituales y populismo. Patriotismo constitucional. La España vacía no tiene remedio. Provincias. Vecinos.

Rituales y populismo

Del Molino afirma que los populismos como enemigos de la democracia ya han triunfado porque, con independencia de que sean capaces de tomar el poder, ya le han causado dos graves heridas: Están dividiendo a la sociedad en un dualismo de buenos y malos y están poniendo patas arriba el tablero común donde se juega a la política y que debería sustentarse en el diálogo y la comprensión de otras posiciones porque la democracia liberal, imperfecta por su propio proceso de decantación histórica, siempre necesita de constantes reformas para que no envejezca antes lo nuevos embates sociales, económicos y políticos, por eso, como nos recuerda el autor, “nuestra obligación es hacerla habitable y adaptarla al presente.” En ese sentido tanto un conservador como un progresista conciben la política como un medio para conseguir sus fines ideológicos, sin embargo, el populismo concibe la política como un fin en sí mismo que le permite perpetuar su propia cultura antidemocrática que, muy politizada, “recoge el malestar de una parte de la población y lo traslada a las instituciones con un discurso abierto al galimatías y al batiburrillo siempre cambiante” El populismo huye de las complejidades sociales del mundo actual y lo reduce a simplificar los prejuicios que circulan por la sociedad pero, como subraya Del Molino, “el populismo es política pura, política autorreferencial, casi metapolítica”, pero entonces… ¿Cómo podemos vencer al populismo?

El autor se muestra pesimista en el apartado de las soluciones porque para vencer al populismo hay que bajar al barro donde se plantea la lucha, ese lugar donde eslóganes y simplificaciones se hacen fuertes y, una vez allí solo nos espera embarrarnos porque “la política abandona las coordenadas democráticas y liberales y se convierte igualmente en populista” Sin embargo el autor atisba una solución más llevadera: Primero hay que fortalecer la complejidad de las discusiones políticas. Segundo hay que darle a la política su espacio pero también hay que evitar que colonice cualquier tipo de debate. Se trataría de conseguir que en ámbitos sociales, deportivos, culturales se puedan tratar todo tipo de asuntos sin que la decantación política de unos y otros se sitúe por encima del debate. Alcanzar estos dos objetivos es muy importante porque los populismos, como construcción cultura antidemocrática, se asientan en la política gracias al malestar antipolítico que inyecta en parte de la población y que termina colonizando las instituciones.

La eclosión de sentimientos es otro de los factores que le dan alas al populismo a costa de una pérdida de pensamiento racional sobre la que se levantó la idea de democracia liberal, si hombre si, ¿recuerdas la idea ilustrada?: “Un sistema de gobierno y organización social en el que los ciudadanos actúan impulsados por razones puras y prácticas” Este combate entre la razón y los sentimientos permite a Del Molino detenerse en la desaparición de los rituales porque “no se trata de negar sentimentalidad, sino de llevar las emociones a su sitio y expresarlas en su dimensión.” Tenemos que huir de una cierta victimización de todo el que se menea, todo el mundo se siente dolido por algo o por alguien, desde un chiste a una canción, y además no se permite que desde fuera se tenga derecho a evaluar la dimensión real de tanto sufrimiento, es el universo inabarcable de los ofendiditos a tiempo completo, por eso, y “frente al populismo emocional” que se está aprovechando de la ausencia de rituales de las nuevas sociedades, Del Molino defiende que esa ausencia no tiene por qué dejarnos perdidos porque la comunidad debería recordar que para preservar la democracia en realidad “Basta solo con narrar bien el dolor”

Patriotismo constitucional

Para comenzar me parece interesante acudir al historiador Santos Juliá que nos recuerda como, al contrario de lo que ocurre con las narraciones históricas, los mitos o los rituales no envejecen, proporcionan creencias colectivas para dar sentido a la vida en comunidad y, aunque la verdad no es necesaria, el verdadero problema radica en el peligro que corren quienes se atreven a ponerlos en duda o a formular preguntas acerca de su validez, semejante atrevimiento los deja fuera de la comunidad política. Para Del Molino los dos mitos que asolan la comunidad política son el nacionalismo catalán y el español y los confrontas con el patriotismo constitucional pero, antes de entrar en la tesis del autor, creo que es interesante detenernos en dos análisis previos.

El primero es el del catedrático de historia Javier Moreno Luzón que recuerda que no es tan fácil separar el patriotismo del nacionalismo porque el patriotismo racional y el nacionalismo emocional, excluyente y agresivo tienen algo en común: Sus vínculos se establecen con una nación concreta o con ese colectivo que, provisto de derechos políticos, o tiene soberanía o aspira a conseguirla. En ese sentido Del Molino aboga por “orientar los impulsos instintivos de amor y aprecio al propio país hacia el cultivo de una actitud constructiva conviviente y democrática” porque el peligro de aproximar el patriotismo al nacionalismo es un mal que ya sufrimos cuando “el patriotismo de España fue secuestrado por el nacionalismo español franquista.”

El segundo análisis pertenece al catedrático de Derecho Constitucional Rafael Bustos que elabora un listado de tres posibilidades para combinar nacionalismo y patriotismo a la hora de entender España. La primera posibilidad es una España compuesta por personas que se sienten españoles porque comparten historia, lengua, cultura o tradiciones. La segunda es un concepto que, partiendo del anterior, cuestiona su exclusividad y así los sentimientos de identidad y pertenencia se pueden compartir en distintos grados de intensidad sin generar conflictos. Se puede ser catalán y español a la vez sin que las identidades sean excluyentes. La tercera es que la definición de España no procede del sentimiento, sería una razón expresada a partir del Derecho. España es una comunidad de ciudadanos con los derechos y deberes reconocidos en la Constitución. Del Molino parte de esta tercera concepción de España para defender el patriotismo constitucional frente al nacionalismo que se tiene que enfrentar a la gran paradoja que niega su propio objeto: “Si la nación se construye, es que no preexiste.” Y ahí radica la gran diferencia, mientras que el nacionalismo sueña con construir una nación, el patriotismo constitucional “no quiere construir nada, solo organizar la convivencia.” Veamos su receta: Se toma el país heredado como está y se apuesta para que todos lo que lo habitan lo hagan en igualdad de condiciones y puedan participar en la comunidad política. “El patriota constitucional entiende que los titulares de los derechos son los individuos, no los territorios ni las lenguas.” En el caso español las herencias contraídas para construir una democracia tiene, como otras democracias, miserias, fantasmas y tabúes y, aunque mejorable, el autor defiende que ya va siendo hora de que el franquismo deje de ser un “comodín argumental que resuelve cualquier disputa” porque, claro que el franquismo ha dejado una huella profunda en nuestro pensamiento pero, como las banderas desteñidas que adornaron los balcones de nuestras calles para mutar de españolas a austriacas, quizás ya va siendo hora de construir una comunidad política fuerte y abierta donde “la identidad es líquida, inasible y ajena al sentimiento nacional. Un país así puede admitir en su seno a cualquiera que quiera pertenecer a él, no sólo a los que el azar ha obligado a nacer en su suelo.”

Pero, como recuerda Del Molino en palabras de Benedict Anderson, una nación necesita algo más que una declaración jurídica, necesita de una mitología común para comunicarse y funcionar, eso que Hobsbawn definía como “el cemento retórico que une a los ciudadanos” mediante una tradición inventada. Del Molino en este punto se muestra especialmente pesimista porque la Transición ha terminado por perder el aura que tuvo de renacimiento democrático y desfallece como ese símbolo ritual que vincule a los ciudadanos entre sí, de a poquitos olvidamos que el día de la Constitución fue la fecha de nacimiento de nuestra democracia y terminamos por caer en la rutina de cada cual y así, el día de la Constitución es como la tarde triste de un domingo invernal que, si las fechas van bien, forma parte de un puente que muchos llaman de la Inmaculada. Por eso Del Molino reclama un “algo más que tiene que ver con la parte irracional y ritual de la vida en común”

Frente al pesimismo de Del Molino, el historiador Álvarez Junco le contestó en una charla entre ambos publicada en Babelia con la propuesta de construir nuevos mitos que nos ayuden a la cohesionar la nación y ensalzar los valores constitucionales mediante acontecimientos concretos: Bartolomé de las Casas se pasó su vida defendiendo a los indios y criticando que se los esclavizara. Olvidemos que propuso para resolver aquel problema con el trabajo esclavo de los negros de África y destaquemos su lucha por los indios. Vinieron las Cortes de Cádiz, el liberalismo y  a muchos españoles les tocó salir fuera en varias oleadas de exiliados políticos que terminaron en 1939. Esos españoles por el mundo hicieron enormes aportaciones culturales que se reconocen más en el extranjero que aquí. “Elaboremos ese mito, enseñémoslo en la escuela” para de que el patriotismo constitucional fuera el pegamento que nos uniera, en palabras de Junco: “No se trata de decirle a la gente que somos los mejores y los más listos, se trata de ser capaces de apreciar lo que somos y de tolerar al disidente, hemos hecho ese tipo de cosas en el pasado y se trata de hacerlo en el futuro. Y eso hay que enseñárselo a los niños. También a mirar los horrores del pasado. La Transición se hizo en buena parte por miedo, por miedo a que se repitiera la Guerra Civil.” Y precisamente porque las nuevas generaciones ya no guardan una memoria de la guerra que sobrevoló la llegada de la democracia, es hora, termina por afirmar el historiador “de enseñar lo que ocurrió. Pero eso es muy complejo frente al discurso de un populista, que dice que somos los mejores, que viva España y le da al bombo. Ese gana las elecciones seguro. Por eso, como sugiere Del Molino, hay que adquirir nuevos ritos y mitos con cierta prudencia porque “utilizar las estrategias del enemigo acaba convirtiéndote en él” y, por lo tanto, “se impone un rearme simbólico más estimulante.”

Para contextualizar el concepto de patriotismo acudo a María José Guerra Palmero que, formulado por Habermas, fue una reacción al revisionismo de la experiencia nazi en un contexto de afirmación del discurso nacionalista. La idea se sustenta en el pluralismo liberal de “una sociedad en la que puedan coexistir diversas formas de vida culturales sin menoscabo de la inclusión democrática” de manera que la integración de grupos y subculturas se haga con sus propias identidades colectivas que se deben desvincular del nivel de integración política. Guerra Palmero subraya que el patriotismo constitucional necesita socializar a todos los ciudadanos en una política común, y que lo ideal sería que se vehiculara a través de introducir en el currículo escolar una asignatura para la Educación de la Ciudadanía diseñada para conocer y reflexionar sobre la Declaración de los Derechos Humanos y sobre la Constitución española de 1978.

El actor Juan Diego Botto, argentino de nacimiento pero criado en España desde los dos años, plantea una nítida diferencia entre los sentimientos y la política cuando Natalia Junquera le pregunta en una entrevista en El País si ama España. “Tengo sentimiento de pertenencia a este lugar que me acogió. Eso no es político, es afectivo. Se expresa en el fervor por el gol de Iniesta, en la melancolía con la que extrañas tu barrio cuando estás fuera, en el afecto con el que de repente te entra un pasodoble que sientes como un himno, un himno vital. Ser patriota tiene que ver con el contenido, no con el continente. Para mí, un patriota es el que se preocupa por la gente que habita un lugar, porque tengan la mejor educación y sanidad posibles, y no por la liturgia de una bandera. No eres más patriota por enarbolar ciertos símbolos.”

La España vacía no tiene remedio

Que la España vacía no tiene remedio ya lo afirmó Del Molino el 2 de Marzo de 2017 en una conferencia en el Patio de la Infanta de Zaragoza bajo el título “Despoblación y desvertebración regional” Su afirmación se sustentaba en un planteamiento global: En occidente es evidente el declive de las áreas rurales mientras la mayoría de la población busca para vivir el hábitat de la ciudad pero, y este punto es muy importante, si somos capaces de admitir la imposibilidad de recuperación, tal vez encontraremos un nuevo punto de vista. Del Molino lo tiene claro y afirma que si al final tenemos que abandonar las ciudades lo haremos “cabizbajo y de luto, arrasados por la tragedia.” Sin embargo, defiende el autor, los problemas de la España vacía nos conciernen a todos porque urbanitas y rurales “nos encontramos ante una cuestión de derechos democráticos que interpela a la condición humana” y la democracia liberal debería ofrecer el espacio para abordar este problema político desde la pelea retórica. Se trataría de luchar contra esa retórica que niega el campo y se resiste a incorporarlo al futuro en el que van a primar las grandes ciudades. Ese es el desafío y para asumirlo tendríamos que empezar por olvidar “que la vida campesina es una vida natural que devuelve a los seres humanos a un estado de humildad y fusión con el entorno previo a la existencia de las ciudades” para este negociado De Molino afirma que la “vida campesina sigue estando muy lejos tan lejos de los cazadores-recolectores como un dandi urbano que se acoda en la barra de una coctelería” porque “allí donde viven los seres humanos, la naturaleza se ha transformado en un paisaje artificial.” Esta idea me recuerda lo que en Geografía Humana se califica como Ager o el espacio cultivado mientras que, en contraposición, el Saltus es el espacio no cultivado y por lo tanto el espacio natural no transformado. El Saltus permanente supone el 20% de las tierras emergidas y está compuesto por hielo, roca desnuda o agua, pero también lo es el hábitat dedicado al uso residencial que puede ser urbano o rural. En cualquier caso el espacio habitado por el hombre tiene tan poco de natural como los productos con los que nos alimentamos. Siguiendo esa línea de pensamiento recuerdo al cocinero Ferrán Adriá cuando afirma que “eso de comer natural es imposible” porque afirma que en biología, “lo natural es que lo que crea la naturaleza. Y en el caso de las frutas y verduras es el hombre quien los ha creado. Los frutos naturales están en los Andes y son incomestibles. Todas las frutas y verduras que comemos habitualmente son artificiales”

Por eso la idea que maneja Adriá de lo que es y no es natural está muy cerca de las afirmaciones de Del Molino en cuanto a que urbanos y rurales estamos tan alejados de la naturaleza como de los cazadores-recolectores. En cualquier caso Del Molino no cuestiona “la intervención sobre el paisaje, sino hasta donde tiene derecho la humanidad a servirse de la naturaleza. Lo difícil es acordar dónde está la raya.” El autor vuelve de nuevo a esa idea de que en lo político está la solución, se trata de desmoralizar la versión de la historia que convierte a los seres humanos en el “agente patógeno que rompe el equilibrio del planeta mediante el artificio, la codicia y la maldad”. Sin embargo quizás deberíamos pararnos a pensar que no hay una ruptura con la naturaleza desde los asentamientos agrícolas de la revolución neolítica, y que tan solo nos comportamos de acuerdo a nuestra idiosincrasia. Comenzar a pensar las cosas desde ese punto de vista consigue eliminar cualquier dogma religioso del ecologismo o el culto al buen salvaje y así, tal vez seamos capaces de afrontar la catástrofe que se nos viene encima dando el gran salto político que se precisa para su análisis, debate y solución.

Provincias

Del Molino ha decidido que ya está bien de sobrevolar las alturas de las construcciones políticas y empieza un lento descenso a la realidad más cercana y claro, el primer destino son las ciudades de provincias que “olvidadas en todos los debates”, es allí “donde más se nota el proceso de desintegración de la comunidad política española.” El autor refuta “el mito propagado por nos nacionalistas catalanes y aceptado en general” de que España se convirtió en un país centralista gracias a los decretos borbónicos de Nueva Planta de 1714, si acaso, afirma el autor fue la apertura de un largo proceso de más de dos siglos hasta llegar a un Estado moderno que reemplazó el antiguo régimen. Esta idea de un largo proceso me lleva hasta el hispanista Gerald Brenan, a la importancia que le asigna a la “patria chica”, como cada ciudad de provincia es “el centro de una intensa vidas política y social” y así, la vinculación a la ciudad natal puede resultar mucho mayor que la patria o al Estado y ese, afirma Brenan, es un problema político de primer orden que precisa alcanzar cierto equilibrio “entre un gobierno central eficaz y los imperativos de la autonomía local.” En ese sentido Del Molino advierte que la democracia liberal que aspire a ser algo más que una bandera debería cuidar la ciudad de provincia y su funcionamiento en red como nexo de unión entre el poder y los rincones más lejanos: “Una vida provinciana estable garantiza la integración de los ciudadanos en la normalidad democrática.”

Del Molino aún desciende más en su análisis y nos invita a pensar en nuestros vecinos y nos invita a realizar una pregunta básica que responda “con quién y cómo queremos vivir” porque la realidad más cercana se observa a través de la ventana, y en esa proximidad debería ser el germen de cualquier proyecto político. La cuestión esencial es preguntarnos dónde y cómo queremos vivir, en un espacio rural o urbano, en la megaciudad o en la ciudad de provincias. Del Molino nos invita a reflexionar porque la decisión de vivir lejos de los modelos más razonables que el mundo ha puesto en juego, es una decisión que tiene un precio alto y quizás deberíamos preguntarles a quienes repueblan una aldea abandonada para saber si estaríamos dispuestos a dar ese salto vital.

Uno podrá estar de acuerdo o no con la percepción que tiene Del Molino de este país que el definió, con un acierto que quizás no esperaba, como La España Vacía, pero lo que no se puede discutir es su amor por esta tierra y las ganas de debatir sobre su futuro. El estilo de Del Molino es una de las grandes virtudes del libro y esa capacidad para llevarnos de un lugar a otro a base de citas, referencias y una construcción de la narración tan erudita como entretenida, de manera que permite diferentes grados de lectura dependiendo de cada lector y lo hace con un tono agradable de manera que la narración siempre te invita a seguir con la lectura. Pero además este libro nace con la vocación de ser la campana que nos despierta para percatarnos de que ni somos tan frágiles ni estamos tan aislados, que el concepto España sigue siendo posible con sus mitos, su historia, sus ciudades y su gente. Y tal vez, en esa nueva construcción me atrevo a invitarles a que hagan caso a Santiago Auserón cuando nos recuerda que el título de su disco “De un país en llama” surgió recorriendo las carreteras de los años ochenta de este país mientras giraba con su grupo Radio Futura. El aquellos caminos solían encontrarse con la quema de rastrojos después de la cosecha que favorecían la aceleración del proceso de recuperación de la tierra. El fuego acababa con las pestilencias y las cenizas devolvían a la tierra los nutrientes, una técnica del neolítico, ese período en el que Del Molino asentó las bases para contar que ahora, en pleno siglo XXI, tenemos que construir una comunidad política que otorgue derechos y obligaciones mutuas, desde la plaza de cualquier pueblo hasta el sofá del salón de cualquier ciudad, o como cantaba Pepe Da Rosa, del cabo de Gata al de Finisterre.


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