La curvatura de la córnea

26 julio 2013

El Cid que podría ser aún está verde




El Cid es un personaje histórico que se ha convertido en leyenda. Un personaje que ha sido utilizado por la parcialidad de muchos para darle un significado de presente y convertirlo en el héroe español. El resultado fue una cidofilia que provocó la fuerza contraria de la cinofobia del que ve en El Cid como al mercenario que vende su espada al mejor postor. Pero sin lugar a dudas el mayor monumento a la leyenda lo constituye el Poema del Mío Cid que durante la época franquista constituyó las virtudes de lealtad y grandeza militar. Frente a esta postura, algunos historiadores consiguieron separar al personaje histórico de la leyenda. Pero El Cid, para quienes estas letras escribe, es un señor con calzas que viene muy apuesto de alguna batalla medieval, corretea por las escaleras de un castillo en pos de su amada Doña Jimena, que lo recibe con una bandeja de dulces navideños ¿lo recuerdan? Era un anuncio de los años ochenta y les confesaré que yo no miré nunca los dulces que pretendían vender, mis hormonas adolescentes estaban hipnotizadas por los pechos frescos y lozanos de aquella fermosa criatura.
La Escuela Cómica Suicida ha tomado la legendaria figura con la intención de construir “La autentica parodia para dar una vuelta cómica al personaje.” El pasado jueves 25 de julio asistía un preestreno con público y pagando de la obra de teatro que se estrenará próximamente en Vivar, ciudad natal de nuestro héroe, y que, según se dice desde las tablas, “aún está muy verde” y tanto que lo está, añado yo.
El comienzo de la obra es esperanzador con ese aditamento de hablar del teatro dentro del teatro, un camino que, aunque esbozado en diferentes fases de la obra, no termina de romper a lo largo de la representación porque siempre aparece un poco desdibujado. La función comienza potente colocando a cada personaje en su verdadero rol, un rol de comedia, y señores, la comedia es un asunto muy serio. Atendiendo a la idiosincrasia de La Escuela Cómica Suicida uno se esperaba un giro radical en su propuesta de gag e improvisación que tan buenos resultados les ha dado en el pasado, El Cid como personaje es un territorio ideal para que esta compañía, como hicieron los Monthy Pyton con el Rey Arturo, convierta su figura en una disparatada comedia, una astracanada a la altura del ya clásico Don Mendo. Estas hechuras es cierto que se dibujan al comienzo de la obra con chispeantes diálogos y situaciones que juegan al equívoco, al argumento delirante y al chiste. Y es por ahí, por el chiste, por dónde se pierde la esencia de los primeros compases de la obra. El Cid se debate, con margarita en mano, entre la elección de defender el honor o el amor. Algo parecido le pasa a la función que, de a poquitos y, todo hay que decirlo, con la carcajada del público como cómplice, pierde la esencia de la comedia teatral y elige el camino del chascarrillo hasta llegar al chiste fácil. En ese declive perdemos el pulso del teatro, el ritmo de la parodia y la seriedad que exige la comedia se pierde y se diluye frente a la complicidad con el público y el gag, ingredientes fundacional del grupo que, sin embargo, no son unos buenos aliados en esta ocasión. El Cid es una excelente idea que necesita y pide a gritos otros vuelos de mayor aliento y, si Doña Urraca durante toda la función no deja de solicitar un médico, quizás los personajes de esta comedia, al estilo de los personajes de Pirandello, necesiten buscar un autor, un escritor que aporte cuerpo literario y un texto esencialmente teatral, que sea la historia, sus embrollos y maquinaciones las que nos lleven a la risa, al fin y al cabo los actores que forman parte de este elenco se lo merecen, merecen la posibilidad de crear un producto teatral que vaya un poco más allá de lo que hasta ahora nos habían ofrecido y que, en este caso, solo se queda en un boceto de lo que podría ser.

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06 julio 2013

¿Y si Tenorio sólo fuera Juan?



El pasado 30 de junio los alumnos de tercero de la Escuela Municipal de Teatro presentaron, bajo la dirección de Francisco Ortega, su trabajo de fin de curso con la obra de Benito de Ramón “Don Juan… y si estuvieras aquí”
En el hall del teatro se había instalado una televisión en la que se emitía un bucle. Multitud de actores nos recordaban que en el oficio de ser actor la formación es básica. Una formación que se puede conseguir en la Escuela Municipal de Teatro de Zaragoza., un institución que soy incapaz de discernir si está suficientemente valorada la ciudad, si la ciudad es consciente de la importancia de poseer un lugar dónde los  futuros actores adquieran los conocimientos que le permitan alimentar al público de los nutrientes culturales propios de la representación.
El actor visto como un profesional de su oficio es algo que aún tiene que calar en la sociedad que, hipnotizada por las grandes estrellas del celuloide y el couche, poco saben sobre los sudores para levantar una función en las salas pequeñas, el trabajo pedagógico para institutos y el esfuerzo diario de unos profesionales que todavía son vistos como la farándula entre el vagabundo y el vividor. Por eso es tan importante la implicación social de instituciones como la Escuela Municipal de Teatro para conseguir, poco a poco, que la interpretación sea percibida como el oficio que nos permite soñar.
Francisco Ortega presentó la función y recordó que ese mismo texto fue representado veintiséis años antes, en una época en la que todavía no era necesario decir aquello de tengan la amabilidad de apagar sus teléfonos móviles, aunque sigan sonando función tras función mientras la vecina de butaca te envuelve con la luminosidad incontinente de su guasapeo, pero eso son quejas para otros ámbitos.
El director de la función escribe en el programa de mano que la obra tiene plena vigencia, el amor siempre lo tiene y, con micro en mano usó el término “refrito” para calificar este viaje a muchos de los Tenorios que han sido escrito como los de Zorrilla, Moliere, Villaespesa y Brecht. Y tal vez ese sea el obstáculo a salvar en esta función: El refrito.
El personaje de Don Juan, como nos recuerda Andreas Flurschütz da Cruz, ha cambiado a lo largo de los siglos hasta encontrarnos con personajes totalmente distintos, desde el valiente, burlador y sinvergüenza dibujado por Tirso de Molina, hasta el libertino y ateo de Moliére, pasando por la diabólica estampa que Zorrilla nos regala: Por donde quiera que fui,/ la razón atropellé,/ la virtud escarnecí,/ a la justicia burlé,/ y a las mujeres vendí./ Yo a las cabañas bajé,/ y a los palacios subí,/ yo los claustros escalé,/ y en todas partes dejé/ memoria amarga de mí. (vv. 501-505). Quizás esa sea esta su imagen más popular, no solo por ser la más representada y leía, también por el contraste del personaje cuando el inesperado cambio del amor puro le golpea y hace posible su redención. Ese es el Don Juan que uno espera y que, al menos al principio de la obra uno no encuentra. Podría encontrarse cualquier otro Don Juan pero, para mi infortunio, lo que me encontré fue eso: El refrito. La amplia gama para elegir dónde situar el carácter protagonista puede ser una paleta de colores bien dispuesta que permita recorrer diferentes distancias y sentimientos. Sin embargo se ha optado por un Don Juan difuminado que transmite cierta desgana ante todo lo conseguido entre amoríos y aventuras. Esa definición inicial del personaje nos aleja de él y es un obstáculo para sentirnos a su vera cuando, ¡por fin! y gracias al golpe del amor verdadero y el ruido de sables, la escena se llena para dar a la representación el sentido, el objetivo, la intensidad que hasta entonces necesitaba.
El trabajo actoral sufre los altibajos propios de una faena trenzada por los alumnos de una clase. En general todavía se perciben los hilos, las herramientas que usan los actores para construir sus personajes y, por lo tanto es complicado involucrarse, sentir de verdad lo que allí se dice. El mejor ejemplo, aunque podría elegir otros, son los papeles de la Alcaldesa y el director del Museo que, aunque bien dibujados en la gestualidad, los comportamientos y la voz, sin embargo continúa amarrados al artificio que el actor debe eliminar para que sobre las tablas sintamos corporalmente el efecto salvaje de la verdad, en lugar de percibir como un actor hace uso de sus conocimientos para construir un personaje. Hay que romper esa difusa barrera para ganarse al espectador y que sucumba a la historia. Pero no se preocupen, para eso está la Escuela, para pulir estos pequeños matices. Pero también hubo alumnos que dieron ese pasito de más que lo cambia todo. El encuentro de Don Juan con Doña Ana fue deliciosamente bello aunque los actores permanecieron prácticamente ocultos, al menos para toda la bancada de la derecha del teatro, tras los sillones que ocupaban el primer plano del atrezzo. Fue una lástima que ese pequeño error en la posición (no puedo decirles si de los actores o del atrezzo) restara brillantez a la escena. Isabela e Inés estuvieron excelente en matices, compenetración y colocadas en el mismo plano interpretativo, ambas actrices transmitían ese plus de verdad que necesita el teatro, Isabela aferrada a la realidad por medio de la amistad e Inés amarrada a sus recuerdos como una Penélope.
“Don Juan… y si estuvieras aquí” nos invita a bucear en la diferencia entre la realidad y lo deseado. Entre la mecánica previsible del día a día — que para Don Juan era el lance y el cortejo — y los sueños que esperamos y que ¿se imaginan que se hicieran realidad? Esta disquisición se plantea a través de un interesante salto que nos permite viajar a través del tiempo y las emociones para que al final, como en los buenos cuentos, la historia termine con un hálito de esperanza.

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