La curvatura de la córnea

26 marzo 2013

Tranvía Teatro regresa a casa con El Hospital de los Podridos y otros entremeses para el siglo XXI



El teatro como hecho comercial, centro de ocio y maquinaria de entretenimiento nació en España en el siglo XVII. El corral de comedias fue el lugar dónde se celebraba el ritual y el autor dramático era el encargado de rellenar las horas que iban desde las dos de la tarde hasta la puesta del sol. Los espectadores estaban dispuestos a pasar por taquilla para que les entretuvieran con historias nuevas, así que las comedias solían tener poca vida en los escenarios como nos recuerda Tirso de Molina: “La que más duración goza, en la corte, quince días, y en los demás pueblos de tres a cuatro, quedando al tercer año sepultado sus cuadernos en legajos”
Con esta cadencia en la creación es fácil imaginar la inevitable irregularidad en la calidad de las obras, aunque autores como Lope fueran reclamo suficiente para que el espectador acudiera en masa previo paso por taquilla y exigir, como afirma José María Díez Borque, un espectáculo totalizador caracterizado por el horror al vacío. En ese gusto por tener al espectador entretenido se generalizó rellenar el interludio entre los tres actos en los que se dividía una obra dramática.
La compañía zaragozana Tranvía Teatro  ha tenido el buen gusto de espigar algunas de esas obras escritas Quevedo, Lope de Vega, Cervantes, Quiñones de Benavente, Bernardo de Quirós y otros autores anónimos del siglo XVII para confeccionar una deliciosa selección que sorprende por la vigencia de la preocupación popular por la belleza, las pillerías por alcanzar el amor o la querencia de políticos, banqueros y leguleyos hacía los dineros públicos. Para contarnos esas peripecias se acude al entremés, pieza breve de carácter divertido sobre hidalgos pobres, casamientos, murmuraciones y cualquier situación ridícula. Jácaras de origen poético más que dramático para representar pendejadas de pícaros. Mojigangas para hacer risas con lo grotesco. Sin olvidarnos de las loas que ejercen de prólogo, llaman la atención del público y fijan el interés en las tablas, allí dónde Los cómicos de la legua detienen la representación y se nos presentan tan reales y cercanos como el queso para la panza, y el vino para el gaznate, un remanso para compartir viandas entre chascarrillos, adivinanzas y refranes.
La representación transcurre dinámica gracias al interesante juego escénico sustentado en elementos básicos como el ajetreo de una puerta, un taburete y unos actores bregados en el oficio, felices sobre el tablado, encantados con tantos jaques, puntillas y otros sucesos. Ese es el secreto final del guiso: El magnífico trabajo actoral de Jesús Bernal, Carmen Marín, Gema Cruz y Miguel Pardo que tan pronto juegan con máscaras y Comedia dell´ Arte, como saltan a la farsa en ortodoxa representación del gesto cuanto más grande mejor o se muestran naturales. La energía en la construcción corporal de los personajes no les impide un espléndido fraseo, claro en la dicción y rítmico en la rima, una pulcritud que el texto y el público agradecen para olvidar reparos modernos a los versos de antaño, da gusto ver como las palabras del XVII resucitan lozanas a la luz de las candilejas del XXI.
La variedad en los textos y las situaciones, el buen gusto en la cocina de la dirección, el sencillo aderezo de luces, escenografía y vestuario, además del perfecto emplatado de los actores conforman una magnífica fiesta del teatro.
Publicado en nº 134 de El Pollo Urbano

Todavía la puedes ver porque después de año y medio de su estreno, y gracias al buen recibimiento entre el público, los chicos de Tranvía Teatro han regresado al Teatro de la Estación y cuando escribo esta palabras aún tiene programados dos funciones más para el mes de abril: Sábado 6 a las 20:30h. y Domingo 7 a las 19:00h

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23 marzo 2013

Corredor de fondo, de David Mayor


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22 marzo 2013

Cuarto Oscuro o un master en jadeos




Les confesaré una cosa que hasta hoy he mantenido en secreto: Una vez estuve en un cuarto oscuro. Fue una tarde de sábado a las pocas semanas de llegar a la ciudad. Estaba tomando unas cervezas con uno de mis compañeros de clase y un par de amigas suyas hasta que la ronda terminó en un garito que se llamaba “Cachaito”. Pedimos nuestras consumiciones en la barra y mis acompañantes, entre sonrisas que detecté nerviosas y algún empentón subido de tono, me llevaron hasta una habitación en la que, aunque no se veía absolutamente nada se percibía el sabor agridulce que produce la mezcla del sudor y el deseo. Mi desconcierto eclosionó cuanto sentí como una lengua pretendía atornillarse a mi boca y me las piré todo lo rápido que pude. Seguramente no estaba preparado para semejante sorpresa, al fin y al cabo todavía era un chaval de pueblo al que le gustaba el cortejo en el parque, las risas en el bar de la plaza y un revolcón de besos y magreos en algún ribazo, y bajo la cálida luz de la luna. No estaba preparado para aquella experiencia, demasiada sofisticación para un paleto.
Por eso quería ver la función “Cuarto Oscuro” que la compañía Microteatro Zaragoza presenta en la sala El Extintor. Quería encontrar las respuestas que aquella escapada juvenil todavía me provocan ¿Quienes transitan por esos lugares? ¿Cuales son sus motivos? ¿Qué buscan? ¿Sacian sus apetitos espirituales o todo es una cuestión de piel? Si, tienen razón, quizás sean muchas preguntas para una función de teatro.
La representación comenzó con lo que podríamos calificar como una seña de identidad muy interesante de Microteatro Zaragoza y su especialización en la iluminación indirecta de sus espectáculos a base de linternas. La ejecución de las luces y las sombras fue muy sugerente porque ver y no ver no eran opciones enfrentadas, formaban parte del clima de deseo al que nos invitan los actores que, jugando en un amplio espacio, conformaban figuras y situaciones muy interesantes por las perspectivas de los diferentes planos. El concepto, la idea de la función y su envoltorio, invitaban al optimismo sin embargo, tras el primer impacto y la curiosidad por la coreografía de múltiples y variados deseos, posiciones y otras delicias… me pregunté por el desarrollo de la trama. Y es ahí dónde la obra cojea porque no hay una evolución claro de ninguno de los personajes que, aunque nos muestras sus pasiones, miedos y deseos, lo hacen con materiales frágiles. La función pide una argamasa más consistente, asideros a los que actores y público puedan amarrarse para entrar en ese lugar de encuentro, de mezclas, de engaños y verdades. Un universo que solo atisbamos pero al que no podemos acceder porque falta un camino que nos lleve hasta su interior, y dar el paso que separa la pasividad de mirar del dinamismo cómplice de quien siente las pulsaciones de la vida que se nos propone en escena.
Los papeles masculinos, salvo varios gag con gancho, son planos, tan sólo un esbozo impuesto por un texto casi inexistente y unas situaciones que terminan por carecer del suficiente interés aunque los actores las defiendan con oficio y credibilidad. Ellas tienen más de suerte, además del repertorio de jadeos, tan variado y abundante como el de sus compañeros, al menos tienen la ocasión de mostrarnos un poco más de sus personajes. Y es una alegría porque Minerva Arbués y Susana Martínez, en esos pequeños bosquejos, dejan entrever su potencialidad como actrices.
Cuarto Oscuro es, sin dudarlo, una buena idea a la que le falta un cuarto de hora de cocción para perfilar una historia. Sin esa profundidad temática solo nos queda un intento, una pirueta, un muestrario dónde el mayor interés radica en contemplar la entrega por la causa de los actores. Al finalizar tuve la sensación de asistir a una clase en una escuela de teatro antes que a una representación.
Cuarto Oscuro está pidiendo a gritos más músculo dramático: La aspirante a meretriz, la periodista, el señor de los abrazos profundos y la brocheta precoz de señores se lo merecen.
Publicado en el nº 134 de El Pollo Urbano:

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06 marzo 2013

Tuve un sueño, un poema de Antonio Pérez Morte


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05 marzo 2013

El caballero de Olmedo



La compañía vallisoletana Teatro del Corsario presentó en el Teatro Las Cuatro Esquinas de Zaragoza la obra de Lope de Vega El caballero de Olmedo. Una producción que venía avalada por el premio de la Asociación de Directores de Escena a su aportación al teatro clásico.
Es fácil imaginar al autor de la obra dándose un garbeo al reclamo del traslado de la corte por la Valladolid de 1600. Y quien sabe si el autor, tan afamado como prolífico, escuchó la coplilla o el cuento que el pueblo cantaba y contaba por tascas y mercados. La historia de un hidalgo hijo de la villa de Olmedo, de su romance amoroso en la vecina Medina, de su valía en el ruedo y de la villanía de un mal enamorado que, celoso y rendido, le dio noche de faca prendida.
Y así comienza la función, con la seguidilla que anuncia la muerte de lo que se pregona tragicomedia y se percibe como trágico. Ese es uno de los retos que la compañía vence con maestría: La dosis perfecta de comedia comedida, fina y contenida para que brille la tragedia y sus tres ingredientes sangrientos: Amor, Muerte y Destino. El amor con patina de romance, la muerte se anuncia en redondilla y el soneto anima al destino del enamorado. Pero aún nos faltan otras hierbas que rompen tiempo y lugar ayudados por una escenografía adusta de variaciones eficaces y una iluminación brillante. Tenemos galán bien parecido, la dama sonrosada, el padre severo, el rey estirado y de lo mejor no me olvido: En las tablas se llaman Fabia y Tello. Ella, bruja, oráculo y percusión. Él, siervo, amigo y también enamorado, que en las normas del amor es posible que su flecha pase del pueblo llano al balcón engalanado.
El caballero de Olmedo es teatro de texto y la expresión de los actores alcanzó el sobresaliente por el ritmo y la templanza. Cada verso de sobriedad coreografiado y hasta algunos mutis, como el duelo de navajas al compás acompañado permiten que me destoque por el toque de un guitarrista adelantado, que deleitó el ambiente y se hizo cortesano. No hay adornos innecesarios, buen gesto, buena dicción y excelente trazo. La iluminación soberbia, la escenografía adusta pero con variaciones eficaces y potentes simbolismos.
Y la función termina como al inicio, vuelve la segudilla popular pero esta vez teñida de muerte, pena de amor y duelo del destino:

Esta noche le mataron
al Caballero,
la gala de Medina,
la flor de Olmedo.

Ritos de sangre que aún vivimos transformados. Es la historia del forastero que al baile de otro pueblo acude. Allí baila con mozas a las que piropea y entretiene. En frente, en la otra acera, en la barra de los machitos, el nativo mira odioso los flirteos galanes. El odio crece y crece hasta que restañan los puños, las navajas se abren y en el mejor de los casos el forastero huye o termina capuzado en el agua de la fuente. Y yo se bien de que les hablo, que lo viví en mis mocedades, sufrí el arrebato furiosos de quienes querían cazarme porque este cuerpo, este body calavera tentaba a las mozas y agradaba a las damiselas.

Publicado en el número 133 de El Pollo Urbano

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04 marzo 2013

Elling, un camino hacia la libertad



La vida, y los últimos años son un buen ejemplo, se mueve entre el miedo de los muchos afectados en presente, pasado y futuro, y el hálito en la esperanza de un cambio. Ese es el terreno de juego y sus márgenes de actuación. La ración de miedo nos la suministran día sí y día también desde los púlpitos mediáticos y la acera de enfrente. Por eso el teatro y esta función se hacen tan necesarios, para encontrar en medio del miedo una ventanita y mirar las nubes y soñar que entre tanto despropósito todavía queda un hueco para la poesía el amor y la amistad.
El pasado 10 de febrero fui al Teatro Principal de Zaragoza para ver la función Elling en versión de David Serrano basada en una novela de Ingvar Ambojornsen que se adaptó al cine por Axel Hellstenius y Petter Naes y que la llevaron hasta las puertas de los Oscar. Sentí curiosidad cuando leí unas declaraciones del actor Carmelo Gómez a Soledad Campo de Heraldo de Aragón: “Elling es una apuesta por la amistad, el amor y confianza, y una comedia sujeta a una emoción en la que la carcajada no disipa la intensidad de la historia”
Y es cierto, aunque Elling apuesta por la esperanza, Carmelo Gómez tiene razón, ni el ritmo de comedia, ni las situaciones cómicas, ni las risas del público fueron suficientes para esconder el desasosiego que produce asistir al proceso de socialización que nos muestra la obra.
Elling y Kjell están recluidos en un manicomio y un día les comunican que van a tener la posibilidad de incorporarse a la sociedad, pero antes tienen que demostrar su capacidad de integración. La autoridad sanitaria les proporciona un apartamento tutelado en el que tendrán la oportunidad de cruzar el umbral que separa locos de cuerdos. El reto consiste en que nuestros protagonistas modifiquen sus comportamientos para ser como usted, improbable lector de estas líneas, y como yo: Personas normales. Pero… ¿qué significa ser normal?
Nuestra normalidad deriva de lo que el sociólogo Guy Rocher define como “el proceso por el que una persona aprende e interioriza los elementos socio culturales de su medio ambiente, los integra a la estructura de su personalidad y se adapta así al entorno social en cuyo seno debe vivir” Elling y Kjell se comportan de manera muy similar tanto fuera como dentro del manicomio. Incluso es fácil identificar algunas situaciones análogas, como la negativa a salir de la cama, que la autoridad interpreta de manera diferente: Permanecer en la cama porque tienes miedo a relacionarte con otros locos es peor que permanecer en ella porque el miedo que te atenaza está relacionado con el amor. Con este criterio tan caprichoso, los nuevos (o no tanto) comportamientos de Elling y Kjell son aceptados por la autoridad. Es cierto que nuestros protagonistas y sus respuestas a los nuevos retos sociales que la vida les plantea muestran una clara mejoría porque las canalizan hacía el amor y la amistad, descubren la importancia del otro, de esa persona que nos completa y, aunque todo parece caminar hacía la integración y la felicidad, durante toda la obra sentí una inquietud: La adaptación al medio social tiene que pasar inexorablemente por la aprobación de la autoridad, que lo realmente importante, lo que determina el éxito es que esa adaptación sea tutelada y aprobada por la autoridad.
Esta sensación se instaló en mi mente y me llevó hasta la película La Naranja Mecánica de Stanley Kubrik con la que encontré un preocupante paralelismo. Solo hay que cambiar el binomio que hasta ahora estamos manejando de loco-cuerdo por el de bueno-malo para comprobar que ambas historias tienen en común la presencia de la autoridad con el poder de cambiar los comportamientos de los protagonistas, supervisar el proceso y dar el visto bueno.
El poder de la autoridad es más intenso y cruel en La Naranja Mecánica, en Elling se muestra más amable, incluso se advierte una honesta preocupación por el devenir de sus criaturas que se mueven a lo largo y ancho de tres partes dramáticas bien diferenciadas, un espacio escénico diáfano y multifuncional dónde las acciones transcurren con agilidad gracias a interesantes cambios de iluminación diseñados por Valentín Álvarez, pequeños movimientos del decorado y transiciones inteligentes en el pasillo que se crea entre el escenario y unas gradas supletorias laterales dónde se sitúa parte del público. Se agradece la banda sonora en directo a cargo del pianista Mikhail Studyonov como un personaje más que acompaña y subraya sentimientos y acciones de los cuatro actores. Carmelo Gómez y Jordi Aguilar nos brindan una actuación creíble tanto en los aspectos discursivos como en la construcción física de los personajes, es un regalo contemplar la energía de tamaño infantil que despliegan por el escenario y, sin embargo, son capaces de combinarlo con un trabajo contenido en lo que fácilmente podría haber derivado en una imagen grotesca de la locura. Chema Deva y Rebeca Montero están a su altura con la dificultad añadida de construir varios personajes,
La historia de Elling y Kjell culmina un camino de superación, el epílogo para un viaje iniciático que muchas veces la vida diluye y una enfermedad mental puede detener. Un camino que todos hemos transitado: El de la coacción que entendemos como obligación del cuerpo social para convertir las normas y los comportamientos establecidos en obligaciones morales. Sin embargo, ¿somos conscientes del poder que cedemos a quienes determinan los modelos ideales de comportamiento?
Elling es sonrisa y esperanza. Una espléndida comedia con aparente ternura y que nos muestra la puntita del riesgo que significa depender de las calificaciones ajenas durante el proceso de socialización que, sin duda, debe ser producto de múltiples tensiones en las que se pone en juego la conformidad y la libertad. Pero tal vez deberíamos recordar que, subyugados bajo al capricho de la autoridad, somos menos libres. Aunque estoy seguro que Elling y Kjell, al finalizar la función, no piensan igual que yo. Ellos se sienten libres y por eso hay que ver esta obra de teatro, porque la libertad es un sentimiento altamente contagioso.

 
Publicado en el número 133 de El Pollo Urbano

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