La curvatura de la córnea

26 julio 2020

Nadar


Nadar

La ventana del verano.
Aire caliente de libros.
Pileta municipal con agua desinfectada
y un manual para esquivar pandemias.

El espacio diáfano olvida titulares.
Sobre la superficie azul de la piscina
las desgracias y los sucesos
flotan rotos al vaivén de mil pedazos.

No es el sol, sino la mascarilla
blanca reutilizable Made in China
el horror de quien no se acerca
porque piensa que puede morir
o matar.

Nadie entiende mi sueño.
Acallo el grito verde.
Nado de un borde a otro.
Cinco brazadas por exhalación
libre de miradas:
Limpias, sucias, oscuras y de amor.
Me detengo cuando el oxígeno se va y, aún vivo,
repaso la vida con nuevos ojos.

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21 julio 2020

El infinito en un junco, un viaje a los libros y mucho más


Irene Vallejo decidió ser escritora a los ocho años. Se lo confesó a José Luís Melero en una charla con público que se desarrolló el pasado 16 de julio en los refrescantes depósitos de agua del Parque Pignatelli. Vallejo situó su confesión en una casa que ya estaba llena de libros antes de que ella llegara y en la se implantó la tradición de que cada día se terminaba con sus padres leyendo en voz alta al pie de su cama de manera que, en lo más íntimo del hogar, se colaban mundos impensables y aventuras que invitaban a vivir otras vidas muy alejadas del acoso escolar. Los recuerdos infantiles de Vallejo se llenan de la oralidad de una madre rapsoda que llenaba el silencio con gestos y que utilizaba esas triquiñuelas de hacer como que el relato tiene que acabarse ya porque fíjate hija mía que tarde se nos ha hecho, pero tan solo es una manera dramática de posponer el final para que la audiencia de un respingo sobre la cama y reclame más y más tiempo de lectura en voz alta y así, de a poquitos, la cabeza de Vallejo se llenó de frases que resonaban como un canto o una plegaria y que tenían su extensión exterior en una diminuta biblioteca instalada en el Parque Grande de Zaragoza que le proporcionaba la emoción de los tebeos de Asterix, Tintín o Zipi y Zape. En ese medio ambiente Irene Vallejo mezcló con absoluta naturalidad la dramaturgia de la oralidad, las viñetas de los tebeos y las historias mitológicas  que su padre introdujo a través del viaje de Ulises que, sin saberlo, sembró la semilla de lo que pasado el tiempo sería la pasión de cuando una zagalica eligió el mundo clásico para realizar sus estudios universitarios. Ahí tienen la fórmula química que utiliza Irene Vallejo para para elaborar “El Infinito en un junco”, un espacio literario dónde lo sustancial es caminar gracias a la documentación académica del texto escrito, la fluidez del oído acostumbrado a escuchar, y al manejo de las letras como los átomos que la alquimia de la escritora emulsiona en unas páginas que unen el conocimiento clásico con una importante musculatura narrativa.
La autora despliega todo su conocimiento del mundo clásico de la misma manera que ella se lo atribuye a la forma de escribir de Herodoto: “contiene una fascinante mezcla de mentalidad antigua y asombrosa modernidad.” y ese rasgo revolucionario de “entender nuestra identidad si la contrastamos con otras identidades, porque siempre “es el otro quien me cuenta mi historia, el que me dice quién soy yo.” En las páginas de “El infinito en un junco” Irene Vallejo nos regala gran parte de su vida para contarnos quien es ella, desde la cama de su infancia hasta los colegiales que la excluyeron, de los profesores que allanaron su camino hasta sus viajes como investigadora y todo envuelto en su gran ilusión por alcanzar ese sueño de ser escritora. Este mecanismo narrativo es perfecto para que el lector aproveche la tentación de volver a su pasado y, ¿por qué no?, convertirlo en esa leyenda de gestas que, como cualquier civilización, consagra héroes para abonar el orgullo propio. El libro tiene muchas capas que permiten diferentes tipos de lectura pero, sin duda, la gran experiencia es descubrir nuestra propia página en blanco que puede empezar en las líneas de la mano y discurrir por todo el cuerpo que, transfigurado en pergamino, contiene “cicatrices, arrugas y manchas” de esas que “relatan una vida.” Y quizás lo que pueda resultar sorprendente a primera vista es que toda esta experiencia narrativa se condensa en un ensayo que no renuncia a su evidente peso académico cuya punta de iceberg son las cuarenta páginas dedicadas a agradecimientos, notas, bibliografía y un índice onomástico, pero no se dejen engañar, ya han pasado los tiempos en los que relacionábamos un ensayo con un tocho insufrible en el que el autor, además de aportar todo sus saber sobre una materia, se dedicaba a potenciar un lengua técnico y elitista que en lugar de mostrar el camino, lo oculta y entorpece. Irene Vallejo comunica sus ideas  con una mezcla perfecta para la forma de escribir un ensayo del siglo XXI que, con un robusto armazón académico por el que pueden transitar especialistas y los más interesados en el objeto de estudio: “La invención de los libros en el mundo antiguo” , sin embargo, la distribución del espacio, la fontanería y el cableado eléctrico del libro desborda páginas repletas de historias con una potente musculatura narrativa que a veces parece un cuento y otras un vendaval de referencias cinematográficas, literarias y musicales que unen el mundo clásico con lo contemporáneo, con esas bases culturales que compartimos y que se nos presentan como pequeñas cajitas dentro de un gran contenedor en el que Irene Vallejo nos invita a tomar asiento bajo el árbol del conocimiento que proporciona la sombra del que a gustito me encuentro aquí: Ese lugar donde el mito, sin ser un acontecimiento histórico, se revela como una realidad que siempre está presente, como en el dormitorio en el que los padres de Irene Vallejo le desvelaban un mundo donde los libros eran manuales de sueños, esas historias que, cuando nos hacemos adultos, también ocupan un lugar en nuestra vida.
“El infinito en un junco” nos recuerda que si la escritura nació para contabilizar cabras, espadas, ánforas de vino, largas listas de naves griegas que combaten contra los troyanos o una lista de diez mandamientos, su deriva nos ha llevado hasta la belleza del verso que se fija en la mirada del amante, un acto creativo para embellecer el mundo que nos rodea. Pero también es la palabra que nos ayuda en la discusión colectiva de las inquietudes políticas, a no generalizar las culpas, palabras sin burlas, sin odios, palabras que son duelo y cicatriz y que nos ayuden a comprender al extraño porque, si Irene Vallejo nos recuerda que Herodoto se esforzaba por conseguir que la línea divisoria entre la barbarie y la civilización nunca es una frontera geográfica, sino una frontera moral dentro de cada pueblo y cada individuo, por eso a mi me gusta pensar que son las palabras que usamos las que van a llevarnos ese sueño, que si somos capaces de conseguir que la educación, las costumbres y el sistema político nos permita seguir contando historias de pueblos lejanos y vecinos cercanos sin juicios peyorativos tal vez acertemos a comprender que “la verdad es huidiza, que es casi imposible desentrañar el pasado tal y como sucedió porque solo disponemos de versiones diferentes, interesadas, contradictorias e incompletas de los hechos.” Así que, como decía el profesor Carmelo Romero en una de sus clases, quizás nuestra máxima aspiración debería ser comprender los motivos y las circunstancias de cada periodo histórico, y yo me atrevo a añadir que personal, antes que vestirnos de toga y juzgar con el golpe de un mazo.
Irene Vallejo, durante la charla con José Luís Melero, confesó que se sentía huérfana de lectura en voz alta porque una vez cruzado el Rubicón de la infancia nadie nos vuelve a leer al pie de la cama, en el banco de un parque o en el sofá y manta del último invierno. Pero eso no es del todo así, al menos desde que Ramón Acín en un curso de lectura me descubrió el placer de leer bisbiseando. Ese ejercicio mecánico de mover músculos, labios y lengua junto al rumorcito de mi voz me ayuda a sentir si el texto que tengo tras las gafas es orgánico, enrevesado o diabólico, por eso, cuando Irene Vallejo alude en su libro al lector silencioso que lee sus palabras, a mí me daba la risa de quien está leyendo en voz bajita cuando el balcón de mi casa era la salida de escape al confinamiento: “El infinito en un junco” es una autopista que aunque parece que te conduce por la historia del libro en el mundo antiguo, en realidad te invita a mirar por espejo retrovisor de tu vida, de tus lecturas, de tu corazón.

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06 julio 2020

Restar


Restar

Confinado en el sofá
me siento féretro transportado
por la climatización.
Resto el desencanto a la vida
para seguir viviendo
en esta amarga luz de verano.
Calculo las posibilidades de ser feliz
pero me pierdo entre campos de golf
paraísos fiscales
y un rifle de caricias.
Aunque creo tenerlo todo
no estoy seguro que cifras usar.
Olvido la brújula
pierdo el Norte
y vuelta a empezar:
Resto el desencanto de la vida

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