La curvatura de la córnea

17 abril 2015

Campo Rojo de Ángel Gracia




Ángel Gracia es uno de esos especímenes tan habituales en la ciudad de Zaragoza, un urbanita de barrio con raíces en el inmenso secano que sitia la ciudad. Un chaval del arrabal que cada mañana cruza el rio para convertirse en programador cultural y de camino, escuchar palabras y silencios hasta fabricar versos.
“Campo Rojo” es su última obra literaria y resulta muy interesante situarla al final de la lista de los títulos que ha publicado hasta el momento: Tres poemarios “Vallhondo”, “Libro de los ibones” y “Arar”, la novela “Pastoral” y el libro de viajes “Destino y Trazo. En bici por Aragón” Con tan solo esa enumeración podríamos concluir, como mucha de la prensa especializada que ha hablado de su obra, que nos encontramos ante un escritor de lo rural, una especie de literatura de lo agrario. Pero no caigan en esa trampa de las etiquetas porque los textos de Ángel Gracia, más allá de su forma, son un delicado trabajo literario que siempre conlleva una catarsis personal y la manufactura del lenguaje, muchas veces duro y cruel, como si formara parte de la naturaleza.
Olvidemos por un momento el título. “Campo Rojo” no se sitúa en el campo entendido como la tierra laborable fuera del poblado, extensión para la siembra y labranza, bajo mi punto de vista y pese a todo lo que se ha escrito y dicho sobre ello, tampoco se ciñe a las etiquetas de periferia o extrarradio urbano, dos términos a todas luces excesivos para Zaragoza porque, aunque la acción podría transcurrir en cualquier ciudad, no olviden que Ángel Gracia habla de la Zaragoza de los años ochenta. Extrarradio y periferia se me antojan términos para las grandes urbes, para ciudades de una entidad mayor y un número atómico considerable. Extrarradio define un territorio que, aunque propenso al enlace, todavía es ajeno y desgajado de la ciudad. Periferia es la zona de los electrones que, por muy alejados que se encuentren del núcleo, pertenecen a la ciudad y son esenciales para su equilibrio eléctrico y emocional. Tal vez podríamos hablar de un descampado para acoger la avalancha de campesinos que, instalados en el purgatorio extramuros de la ciudad, siguen mirando al sol oculto por las nubes de humo que generan los procesos industriales. Sergio del Molino, en la contraportada del libro, sitúa a “Campo Rojo” en Marte, sin embargo pese a las apariencias y las propias afirmaciones del autor, “Campo Rojo” ni es Marte ni sus protagonistas son marcianos. Esa mirada es tan solo un tratamiento literario para las horas que pasamos en las calles, casas y escuelas como los que se muestran en esta novela que, construida sobre una tierra todavía sin asfaltar, tira por los suelos ese cliché azucarado que recorre redes sociales, smartphones y librerías para contarnos como el tiempo de la EGB estuvo marcado por las gomas de borrar Milán, los lápices Alpino y las lecturas del Senda, una zarandaja sentimental diseñada para adormecer toda la dramaturgia social que Ángel Gracia desvela en este libro granuja que, como esas uvas desgranadas y separadas del racimo, solo pretenden regresar a una cama aplastada por una montaña de mantas y al arrullo de una madre, un lugar para sentirse seguro y amado.
“Campo Rojo” funciona como un manual para sobrevivir en medio de la selva en un intento desesperado por seguir esa enseñanza que todo buen padre dicta a su vástago: Que nunca te machaquen, que nunca te pisen. Pero ese mensaje de mesa camilla es muy difícil de sustentar cuando sales de un piso de trescientas treinta y una mil quinientas cincuenta y tres pesetas de escayola y ruidos de vecinos para sobrevivir en una jerarquía determinada por la siguiente escala social: Minina, pilila, pijo, pito, pirulo, carajo, rabo y cipote y tú, en medio de tanta testosterona, llegas a la conclusión de que solo es un pajarito cuatroojos, un Gafarras al que le gustaría ser el Niño Gusano.
Por eso “Campo Rojo” está determinado por el miedo. El miedo que va del calorcito de la cama a la a la fila de comemierdas para entrar a la escuela y sufrir las vejaciones de palabra, obra y omisión. Omisión del que calla, obra a base de hondonadas de hostias consagradas y la palabra, la gran protagonista de la novela. La densidad de palabras, palabrotas e insultos que inunda las páginas es el atrezo imprescindible para pasar del yo os maldigo al odio infinito. Palabras de agravio que se repiten y martillean nuestras cabezas hasta perder la razón, una exhibición de fuerza tan potente como las palizas más grandes de la historia. Palabras hirientes que siempre son sustituidas por otras más ofensivas, y sirva de ejemplo el salto biomecánico que se necesita para pasar de decir hijo de puta a convertirlo en eresunhijodelagranputa.
Y claro, es inevitable. “Campo Rojo” es una novela generacional de cuando los deberes se hacían en la mesa de la cocina, decir 127, 850 o 1430 significaba hablar de coches, y la tele todavía era en blanco y negro, justo antes de que el color nos llegara en forma de Naranjito. Pero no te dejes vencer por la nostalgia, si eres capaz de entrar en “Campo Rojo” debes prepararte para un viaje a la infancia descarnada que acampa “dónde la ciudad deja de serlo y se confunden campo y descampados, huertas y eriales.”

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