La curvatura de la córnea

30 abril 2007

Nariz de payaso

Hoy he vuelto a ponerme la nariz de payaso. La compré en el Cir-Cric una tarde de octubre y nunca ha salido de casa. Hasta ahora siempre me la colocaba delante del espejo del baño y hacía muecas desde la risa hasta el llanto, después la volvía a dejar junto a Epi y Blas.
Dentro de un par de días mi nariz de payaso saldrá de casa por primera vez para ir al barrio de San José. Estoy seguro que en casa de Conchita se sentirá estupendamente y me ayudará a inventar el personaje que necesito para “La maleta del arte”
Mientras tanto creo que no voy a poder dormir.


27 abril 2007

Foto

Lo único que recuerdo de la cena es el trasiego de botellas de litro y medio de vino tinto denominación Emilio Moro, las paredes acolchadas de blanco de ese bar que parece diseñado para que los locos se estrellen con el escai y el vertiginoso escote de la camarera suministradora de brugalconcocacola non stop.
Regresé andando a casa. Crucé por el parque Villafeliche porque quería fotografiar un grafiti sobre el amor y la rotura del mismo que había visto hacía un par de días.
Un señor acariciaba a un perro de dimensiones mucho más grandes de lo razonable para vivir en una ciudad. Tal vez olió mi sabrosura caribeña, el caso es que el can levantó las orejas y el rabo y abandonó a su dueño a la carrera.
Corría con potencia y durante unos segundos disfruté de la visión atlética de su tranco. El dueño no perdió la calma y gritó que no me asustara, que sólo quería saludarme. Fue su voz agria la que me sacó de la visión estética del animal. Me asusté, me asusté mucho. Su carrera se aceleró, cada paso era un estruendo, la saliva rebosaba a borbotones y las encías sonrosadas se me plantaron en los morros en primerísimo plano cuando el perro se abalanzó sobre mi body con un violento abrazo canino.
Ambos rodamos por el suelo como la ruleta de la fortuna hasta que el destino paró mi vida. El primer mordisco fue en la oreja derecha, la rabia pasó a la otra oreja y una dentellada a la nariz. El olor a sangre me excitó. El bocado definitivo se encalló en el cuello hasta que los últimos aullidos dieron paso a las lágrimas desconsoladas del dueño del perro que, una vez muerto el animal perdió todo interés estético para reducirse a un guiñapo.
La borrachera se disipó.
Mañana volveré al parque de Villafeliche porque me fui sin hacer la foto.

23 abril 2007

De regreso a casa


La madrugada del sábado volvió a ser la misma en la Avenida Cataluña. Las farolas iluminaban la soledad por la que sólo circulaban los restos nocturnos de la maraña automovilística: Los cuatro currantes que regresábamos a casa después del turno de noche, un par de taxis, el búho bus y algún utilitario blanco encarenado de decibelios.
En la puerta de la CAF configuré el controlador de velocidad a cincuenta y cinco kilómetros por hora y activé la función de piloto automático. Las manos una vez liberadas de la esclavitud del volante no supieron que hacer. Tuvo que venir la “La Trova Kung-Fu” y su invitación para tocar palmas para escabullirme de aquella cara de idiota. El coche se comportó de maravilla durante todo el trayecto, ajustó la velocidad para que los colores rojos no nos detuvieran, gestionó con precisión el giro en la rotonda de la Ronda Hispanidad y el puente en memoria a Manuel Jiménez Abad se dibujó al fondo. Los tensores que lo mantienen en pie me recordaron las costillas de un dinosaurio fosilizado mientras cruzaba el Ebro. Para llegar a la altura de los huesos de tan vetusto aragonés hay que subir un pequeño repecho que impedía la visibilidad de lo que acontecía en la margen derecha. Fue al culminar esa pequeña cuesta cuando lo vi.
Un estático rectángulo de luz coronaba la salida hacía Las Fuentes, estaba suspendido en el aire, colgado de la nada. Antes de retomar la conducción manual extraje el disco y dejé en servicio la radio en la banda de la FM porque, si aquello era el OVNI con el que siempre soñé encontrarme, el canal de comunicación que más posibilidades tenía de funcionar era el de las ondas hertzianas. Estaba hipnotizado por aquel majestuoso icono, un faro en mitad de la noche para guiar a los perdidos, la punta de lanza de una nueva religión, un banderín al que seguir, un nuevo estilo de vida.
Ralenticé la marcha hasta casi detenerme. Los espejos retrovisores confirmaron una soledad que empezó a pesarme como una losa. Puse en funcionamiento los intermitentes de avería, detuve el coche, tomé la cámara de fotos de la guantera y salí. Bajo mis pies el río pasaba sin dar ninguna importancia a lo que me estaba sucediendo. Tiré algunas fotos pero me encontraba demasiado lejos para definir con claridad el objeto luminoso. Dejé de temblar cuando entre mis manos apreté el volante. Volví a parar un poco más cerca del objeto, bajé del coche con atropello y más miedo que doce viejas, pulsé repetidas veces el obturador sin mucho criterio mientras caminaba sobre la acera, regresé hasta el coche a la carrera y salí zumbando sin dar ni una oportunidad a que un encuentro en la Tercera Fase cambiara definitivamente mi vida.
A partir de ahí todo fueron prisas para llegar a casa, introducir la tarjeta de memoria en el ordenador y comprobar que extraño artefacto interestelar hacía guardia en la intersección del Tercer Cinturón con Echegaray y Caballero, justo sobre la vertical del azud todavía por concluir.
Mis ojos no dieron crédito y los tuyos, lector de esta bitácora, ¿qué dicen los tuyos?







El próximo mes de mayo IKEA abre sus puertas en Zaragoza y veremos como una marabunta de clientes, paseantes y curiosos se agolpan a sus puertas como si los muebles, el menaje y los complementos fueran los nuevos oráculos del siglo XXI

18 abril 2007

La Finca Soto (3ª y última parte)

El sol se escondió tras las copas de los eucaliptos y conectó el alumbrado exterior. Las lámparas fluorescentes de vapor de mercurio tosieron repetidas veces hasta que sus rayos se mezclaron con las últimas luces del día.
Pedro se plantó entre los jóvenes olivos, abrió los brazos y se puso a la pata coja.
— Esto me lo enseñó mi abuelo. Ya veras.
El ritual consistió en graznidos guturales y ondulantes vaivenes entre manos y los pies. El tráfico de gallinas, que hasta entonces había sido caótico, se ordenó en una hilera. La formación avícola era perfecta y casi todas caminaban al paso marcial que Pedro marcaba hasta detenerse en los bebederos instalados en el interior de la jaula. Tan sólo una de ellas continuó acostada sobre el hueco recién escarbado en la tierra.
— Mira la Desplumá. La muy hija de su madre. Mírala. Mira la muy puñetera. Pues hoy te vas joder que te quedas a dormir al raso.
Pedro cerró la puerta de la jaula con mucho genio y colocó unas lastras de piedra para evitar que los gorriones gorronearan el grano.
— Esta noche cantará la lechuza — afirmó.
El gallo americano se había cansado de desfilar de un lado para otro de la jaula y reposaba sobre una rama seca. Abrió el pico y bostezó. Mi presencia, que tanto le excitó en un principio, le había acabado por aburrir. Un tipo con cara de anonadado no debe ser el mejor de los entretenimientos.
La noche levantó una frontera entre el brillo incandescente de la Finca Soto y la oscuridad más allá de los muros. Los faros de un automóvil desgarraron las sombras hasta detenerse junto a la cancela.
El sonido del claxón levantó a tía y sobrina de los sillones orejeros, Pedro corrió para dejar el paso libre y yo sentí un cosquilleó en el estómago ante la perspectiva de pasar toda la noche charlando con un poeta. Tenía un ciento de preguntas por hacerle sobre sus años en el Nueva York de los Beatles, sobre las repercusiones de la lectura de su poema “Fuego” en la Sevilla de los primeros años de la larga travesía, ¿qué cambios orgánicos eran necesarios para pasar del verso la prosa y viceversa? Imaginé una velada de luna entre copas de brandy y la literatura.
Don Ramón en funciones de copiloto, al volante su esposa y los asientos de atrás ocupados por un matrimonio de la misma quinta que el anfitrión. Descendieron del automóvil con una inesperada agilidad. Así que, cuando Pedro y yo llegamos a la altura del Volvo, los señores y sus invitados ya habían entablado conversación con las mujeres.
La tía Antonia me presentó como el marido de su sobrina. Los recién llegados apretaron mi mano con esa educación destilada por lustros de comer bien, misa dominical desde la pila de bautismo hasta el poder y una cuenta corriente sin cuestas de enero ni fin de mes. Nadie hizo ningún comentario desagradable sobre mi actitud bobalicona compuesta por cara de pan, boca abierta y silencio sepulcral, sólo mi mujer me miró como cuando las borracheras juveniles me dejaban noqueado.
El hombre de las fotos serigrafiadas en las puertas se personificó de blanco inmaculado desde los botines hasta la gorra de Chanel, pasando por un pantalón que me dio la impresión del más barato tergal y una camiseta de cuello alto ajustada a la caja torácica dónde el latido del corazón dejaba marcado su ritmo. La piel era de leche sin rastro de venas y un finísimo estilete de níveo bigotito me sobresaltó. Me chocó la mano con delicadeza. La sensación física en el tacto fue escalofriante, pero lo que me dejó en otra dimensión fue la evidente percepción visual de encontrarme ante la imagen rediviva de Francisco Franco.
La sabiduría femenina disolvió la tensión con una de esas conversaciones prácticas, educadas y sin mucho peligro. La señora fue virando sus palabras sin perder la compostura hasta explicar que la tradicional cena entre ellos, el ama de llaves, su novio, además de la inesperada familia aragonesa recién llegada, no se podía celebrar. La ruta que siguieron sus frases fue una lección magistral de sugerir sin ordenar. El tono meloso que deslizan los unos para hablar con los otros nos recordó todas las maravillas que contenía el edificio de al lado: El salón encalado, los muebles rústicos, una bomba de calor recién instalada y la cocina equipada a tutiplé. La lechuza cantó por primera vez.

El espectáculo comenzó en la cocina.
— Ya verás que color les da el trigo.
Antonia rompió las cáscaras para presentarnos dos huevos redondos, apretaditos y de un amarillo muy intenso. La inclinación del plato los sumergió en un baño rusiente dónde la untuosidad milagrosa de aceito chisporroteó mientras se producía el milagro.
— ¿Los quieres poco hechos o con puntillas?
Siempre los había comido poco hechos pero pensé que la tierra de los fandangos bien se merecía un cambio en mis costumbres gastronómicas. La decisión fue un acierto. Los huevos fritos estaban deliciosos a la vera de un riojano con los taninos resueltos a revolucionar los paladares. Rellenaba los vasos cuando el silencio entró por la puerta.
Don Ramón se había despojado de la gorra. La cabeza rala le daba un aire augusto que se asentó con la gravedad de su voz.
— Toma Antonia, es de malta, de la marca que más te gusta.
Y mostró una botella como quien bota un trasatlántico.
— Resulta que a los setenta y cinco años — dijo Antonia, — me ha dado por beber güisqui.
Don Ramón ensalzó su devoción hacía la Santísima Virgen del Pilar y se marchó por donde había venido. La conversación se resistió a regresar a los contornos de la mesa así que me dediqué a rebañar el plato con la precisión de un profesional.
El espeso silencio fue roto por la presencia de la señora. La estancia se llenó de palabras cada vez menos melosas y una bandeja de bogavante cocido abarcó todo el hule.
— Para que lo gusten, que tenemos mucho sólo para cuatro.
La lechuza cantó por segunda vez.
Mi mujer insistió mucho para que me fuera a dormir nada más cenar. Pero yo no tenía sueño. El borboteo de una historia bullía en mi cerebro buscando el tono adecuado, un título brillante o la revelación de la primera frase.
— Me gustaría leer la obra que vamos a representar en junio, — mentí. — Me he traído el texto. Además me gustaría escuchar el canto de la lechuza.

Emborroné todas las hojas hasta que ya no quedaron más. Pasé las hojas hacía delante y hacía atrás. No pude leer nada en aquella maraña de culebrillas y tachones. Volvió la frustración. Tuve un arrebato postrero por parar y mandar como si fuera un maestro en la Maestranza. Las ideas mansearon en tablas y el maletilla corrió acojonado a esconderse: Me ahogué, abrí el cerrojo y salí a la noche. Hacía frío.
La escena pedía un cigarro pero no tenía ni puta idea de fumar, tampoco tenía tabaco, ni fuego, ni la clase necesaria para esculpir volutas de humo. Me senté junto a la fuente, los dos mudos, no había agua serena, ni tintineo de primavera, sólo la luz artificial derrochado sus lúmenes sobre los colores naturales saturados de artificio. Las sombras se multiplicaron en abanico, las frases se ahogaron, los verbos huyeron, no hubo tregua ni para la falta de ingenio ni para la nula creatividad. La noche me abandonó entre las risitas al otro lado de las ventanas señoriales, a los pies de las risitas en el recibidor, a merced de las risitas.

La señora cruzó el patio que unía las dos casas. Era mucho más joven que el señorito. La melena de bucles ronroneaba a cada paso. Estaba entrada en carnes pero mantenía el recuerdo de lo que tuvo que ser una figura para admirar. Iba maquillada para el campo, sin colorete, ni raya en los ojos pero con demasiado pinta labios para un chándal tan horroroso.
— Quita el coche de ahí…
Me sorprendió que la tenue arena de su piel fuera natural.
— … así me evito hacer una maniobra.
Intentó imitar el acento chicharrero…
— ¡Vamos espabila!
… pero seguro que era canariona.
— Necesito mover el coche para llevar al pueblo a Don Luís y a su esposa.
Lo que realmente me molestó fue la palmada. Su sonido efervescente rebotó en las paredes de la cavidad craneal y estimuló el recuerdo de los pasillos de la EGeBé con reglazos en los tobillos, ajo en la punta de los dedos y una borracha impartiendo clase de inglés: La misma palmada de ordeno y mando, una palmada autoritaria, la palmada al compás para que baile el aparcero. La lechuza cantó por tercera vez.
El tacto de la madera del mango era suave. Me resultó imposible calcular cuanto tiempo hacía que no cogía una pala entre mis manos. Fue un golpe seco. No tuve que decidir ni la potencia ni la velocidad porque fue gesto automático, un movimiento preciso que estampó la cara cóncava del metal contra su rostro desencajado.
Don Ramón, Don Luís y su señora fueron testigos mudos. Ellos temblaban al ritmo de la coreografía del miedo, ella lloriqueaba abrazada a un chal y yo me sentí dentro de un musical. Giré sobre las puntas de los dedos de los pies con la pala en funciones de molinete hasta que el lado convexo arrasó las lágrimas de la abuela.
No pude parar. El baile me arrebató hasta el paroxismo necesario para seccionar con el filo metálico de mi compañera en la danza el cuello de Don Luís que rodó en círculos hasta posarse bajo la Virgen sin nombre que presidía el patio.
Don Ramón cayó al suelo. Yo también estuve a punto de caer y deje de bailar. Me aproximé hasta su cuerpo tembloroso y lo apaleé de pies a cabeza con todas las fuerzas que había reservado a lo largo de mi vida para utilizarlas en aquel momento de éxtasis, vísceras y sangre.
Pedro me quitó el arma homicida y pensó una cama de leña seca en el fondo vacío de la piscina sobre la que depositar los cadáveres y sacar a pasear el chisquero. El fuego purificó las culpas, ahuyentó los fantasmas de la conciencia y transformó la energía potencial de las palabras en una cascada incontenible de líneas. El calor de la hoguera mantuvo en ascuas la imaginación hasta que el viento azul del sur arrastró las cenizas al cauce del río rojo y todo se olvidó.
El gallo cantó para despertar a las féminas. Mi mujer se desperezó bañada por el sol y su tía Antonia gritó entre los jóvenes olivos su enfado monumental.
— Otra noche que ha pasado al raso la muy puñetera de la Desplumá.

10 abril 2007

La Finca Soto (2ª Parte)


El gallo estaba perfectamente vivo frente al tarro vacío. Cuando vio al coronel emitió un monólogo gutural, casi humano, y echó la cabeza hacia atrás.
(El coronel no tiene quien le escriba. Gabriel García Márquez)

Pedro esperaba en la puerta con un cubo azul, al verme, lo levantó.
— Si hay suerte lo llenamos — me dijo en una carcajada. — Ya verás como te chupas los dedos con un par huevos fritos como Dios manda. Y de paso a ver si descubrimos por dónde coño se cuelan lo gorriones en las jaulas
— ¿Qué los gorriones se meten dentro de las jaulas?
— No creas que lo hacen porque están tarumbas, es pa´comerse el grano.
Las aves de la finca ocupaban jaulas de tres metros de ancho, cuatro de fondo y un par de altura. Una alambrada cerraba el frontal, los laterales y el techo. La estructura se apoyaba en la pared de piedra que cercaba toda la finca.
— Estos son portugueses. — me dijo señalando a dos perdigones que correteaban en la primera jaula. — Los trajo mi hermano hace unos días.
— ¿Por qué tienen la cola cortada?
— Para que no puedan volar. Aun no los he llevado al campo. Estoy esperando a que se les vaya el susto y canten una miaja.
Tras las palabras de Pedro imaginé una bucólica escena campestre: Los reclamos lusitanos entonaban un melancólico fado, las perdices nativas caían muertas de amor y los cazadores locales se cabreaban con los cartuchos en la recámara.
— ¿Eres cazador? — me preguntó.
Negué con la cabeza.
— En cuantito me traigan la jaula nueva, probaré al más chico.
Pedro respetó el silencio de mi boca mientras un verano utrillense asaltó mi recuerdo.
El Mati esperaba sentado bajo el peral que crecía al final del Barrio del Piojo, junto a él, en el suelo, un arbolito, un bote de liria, un manojo de palitos y una jaula con el mejor de sus colorines. Cruzamos el río por encima del desagüe encementado de Los Pajares, nos camuflamos entre la elevada vegetación y el Mati distribuyó por las ramas del arbolito los palitos que yo untaba con pegamento.
El reclamo se quedó a la vera de la trampa y nosotros a la sombra de la tapia del huerto del Belles, al otro lado del río. La primera media hora la pasamos con los ojos fijos sobre el engaño. Hacía un calor de espanto. El colorin se movía de un lado para otro pero cantar, cantaba poco. Después de una hora ofrecí a mi compañero un bocadillo de chorizo derretido. El reclamo dejó de moverse antes de empezar la segunda hora y sólo abría la boca para devorar el aire calentucho del mediodía, entonces recogimos los aperos de la caza y volvimos en silencio hasta mi casa.
Mi amigo iba cabizbajo. Yo no dejaba de mirarle para intentar comprender su tristeza. Nos despedimos sin ni siquiera cruzar un gesto aunque seguí con la mirada su pesarosa procesión hasta que dobló la esquina del Bar Gol. Volvió sobre sus pasos en menos de un segundo, me mostró la jaula y gritó su deshago « Ya te dije que no eras cazador» mientras el colorin cantaba con trinos celestiales
Pedro se había adelantado para abrir la puerta a las gallinas que abandonaron la servidumbre de la valla con la presteza de la rutina y se dedicaron a hurgar en la tierra en busca de lombrices.
— ¿Los gorriones no entraran por debajo de las puertas? — me atreví a sugerir.
— Pues no te digo que no ¡Qué jodios! Tendré que poner unas piedras cada vez que eche el cierre.
Pedro cogía los huevos con habilidosa rapidez que iba perdiendo por el camino y terminaba en el cubo dónde los depositaba con extremada delicadeza. Dos gallos de un tamaño considerable gorjeaban y se perseguían en belicosa actitud.
— ¿Estos son los gallos que me querías enseñar?
La pregunta le hizo troncharse de la risa hasta que concluyó la tarea y me mostró el resultado de la recolecta.
— Catorce — afirmó ufano. — Y un par que se han comido las muy jodías. Cuando un huevo se rompe se lo comen pero algunas veces los pican ellas mismas las muy…
Un canto agudo, sostenido y potente interrumpió la conversación.
— Ahí tienes al Gringo.
El Gringo era un gallo americano que reinaba en la última jaula junto a cuatro gallinas negras lo escoltaban con gestos de sumisión. Nuestra presencia avivó sus movimientos imperiales. Apoyé las manos en la valla y él ahuyentó a las aduladoras a base de suaves picotazos. Se estiro sobre las patas, arremolinó las alas y me miró con gesto pendenciero. Deslizó seis pasos de pasarela en los que me mostró la corona de su majestuosa cabeza conformada por cinco puntiagudos pinchos de color rojo, un pico corto, grueso y curvado y un cuello de acero sobre el que descendía una melena dorada. Se paró unos segundos y me dio la espalda con la clara intención de mostrarme el abundante plumaje azul metálico que poblaba la cola. La coquetería terminó con los últimos rayos de sol, de un salto se encaramó sobre una rama seca y volvió a cantar con la chulería del que busca pelea.
Un irrefrenable impulso atávico me empujo. Abrí la puerta con decisión y dispuesto a combatir. Al traspasar el umbral busqué la complicidad tribal entre humanos. Las pupilas de Pedro brillaban sin dejar lugar a la duda: Él estaba de parte del plumífero.
Mis conocimientos sobre las peleas de gallos se limitaban al visionado de algunas películas mejicanas en las que había aprendido que toda la tensión acumulada antes del combate, saltaba por los aires en cuanto los dos contendientes se encontraban frente a frente. No fue eso lo que ocurrió.
El Gringo ocupó la zona perimetral de la jaula, de esta manera yo dominaba la parte central atestada de cagarrutas. Me pareció raro que un gallo se pavoneara con aquel andar parsimonioso de gorjeos, agitación de alas y vaivén desde la pechuga hasta el culo. Ante tamaño despliegue coreográfico opté no perderlo de vista y giré sobre mis talones con la pose de un púgil.
El gallo redujo poco a poco el diámetro de sus circunferencias hasta que la distancia me pareció peligrosa. Tensé todos y cada uno de mis músculos, la zurda en guardia delante de la barbilla, la derecha presta para el ataque y un movimiento de pies al más puro estilo Mister Clay.
El primer picotazo fue en el tobillo derecho. Me pilló todavía componiendo la figura del boxeador, así que el instinto de supervivencia olvidó la estética del luchador y realizó un movimiento automático destinado a proteger la zona atacada. Agacharme fue un grave error.
El gesto defensivo desguarneció aún más mi postura. Los picotazos continuaron a ritmo de metralleta desde la pantorrilla, pasando por el muslo y amenazando a sálvese las partes. El gallo brincó en el último milímetro, se plantó sobre mis hombros y se aferró con firmeza en los deltoides.
El dolor no me dejaba pensar. Estaba paralizado ante la imagen de su pico agujereándome la coronilla y sólo acerté a colocar las manos sobre mi cocorote cuando sonó el claxon de un coche. Todos los animales enmudecieron. Las perdices paralizaron sus correteos, las gallinas dejaron de escarbar para regresar presurosas al cebadero y hasta los gorriones dejaron de piar. El Gringo me perdonó la vida y se posó en la rama dónde lo esperaban sus dos voluptuosas compañeras. Pedro corría hacía la cancela.
— Sal de la jaula mecagoentó que ya´staquí Don Ramón.

07 abril 2007

Vivir para contarlo

La Florida 135 es una de las discotecas de referencia en el mundo del dance y los poco más de cien kilómetros que la separan de ZgZ Ciudad había sido suficiente motivo para evitar que disfrutara del aire retro de ese templo en el que han celebrado los mejores Dj del panorama internacional.
Ayer crucé el río Cinca para asistir al concierto organizado por Rap Sólo para conmemorar el Viernes de Pasión, corté la niebla del casco histórico de Fraga y degusté un excelente helado de melocotón con vino como preludio a una sesión de hip-hop.
Tras el tradicional rasgado de la entrada me encontré con la primera sorpresa: Xhelazz estaba repartiendo pegatinas para promocionar el lanzamiento de su primer disco de larga duración. Un poco más tarde estaba sobre el escenario haciendo gala de su calidad como escritor, rapero y comunicador. Comenzó a capella mostrando derroche de ganas, brillantez en las rimas, disfruta las tablas y desde allí lanza una enorme cantidad de ideas políticas, pasión por la vida, apología por la cultura clásica de la lectura y un claro mensaje: Si tienes un bolígrafo para escribir tus ideas tienes un arma muy poderosa entre las manos. Una breve actuación que nos dejó con ganas de mucho más
R de Rumba tomó el mando de los platos portando la camiseta serigrafiada con la estampa de ese Chamán del ritmo llamado James Brown. Esa iconografía resume perfectamente la evolución en el sonido de Violadores del Verso que discurre desde su capacidad natural de subir la temperatura a base de más duro hardcore, hasta la delicia de deslizar las palabras entre mezclas lounge y sonidos cercanos al jazz o al funky. De las manos del pinchadiscos que en “otra vida fue Vivaldi” emanó el sonido imperial de los grandes acontecimientos, de las trompetas que anuncian los combates y la llegada triunfal de los tres púgiles más en forma del hip-hop nacional.
Maestro Sho Hai en su papel de histriónico, gestual en cada línea y con unas gafas blancas de sol que podían ser la envidia de cualquier latino de la Florida del Caribe, versos crudos, sin aderezos, sexo, sudor y todo tipo de fluidos.
Lírico siempre elegante de rimas largas, el gentleman de los versos, seguro, eficaz y siempre comedido, austero en la pose, brillante en el discurso y generoso con el público al que atiende, mira y saluda sin cesar.
Kase O es la fuerza bruta de la calle destilada en creatividad, energía y poderío, disfruta de sus líneas como si fuera el primer día y tiene la musculatura suficiente para levantar a todo el auditorio a base de frases que ya son himnos.
Violadores del Veros arrasaron ante un público que coreó la avalancha de palabras que estos poetas del micro destilaron en dosis de brillantes canciones.


05 abril 2007

La Finca Soto (1ª Parte)


La Finca Soto descansaba en lo más bajo de la vega, acostada entre prados verdes y el bosque animado por la caza menor, el cochino y la lechuza. Pedro bajó del coche para abrir la cancela. Las rodaduras del camino aún sobrevivían a las altas hierbas que confesaban la cada vez más escasa presencia de pasos y ruedas.
Las antiguas cuadras nos recibieron enmudecidas. Un pequeño huerto recién roturado apuntaba verde de papas, calabacines y largas cañas a la espera del tomate. Seis olivos demasiados jóvenes para impresionar no podían ocultar las jaulas adosadas al muro exterior con algarabía de gallinas, perdigones y tres gallos. Antonia desconectó la alarma. Ese gesto rutinario determinó la distancia recorrida desde la única vez que había estado allí. Fue durante el viaje de novios, cuando todavía no hacía falta estar conectado con el cuartelillo de la Guardia Civil.
En realidad no recordaba la finca pero algunas veces me gustaba pensar en ella como un remanso de paz, el paraíso del sur con sonido de fuente y una mesa de piedra bajo la sombra que unía los frutales, la piscina y el corral. Todavía estaban allí esperando nuestro retorno. La mesa continuaba decorada con la misma maceta de la foto de hacía quince años, la majestuosa dorada que culminaba la fuente había perdido su cabeza y la boquilla oxidada de un surtidor ocupaba su puesto, los naranjos se ahogaban entre la maleza y derramaban lágrimas rojas.
La casa principal había sido restaurada con el gusto abigarrado de un barroquismo excesivo en baldosas de geometría y filigrana rococó, azulejos multicolores en todas las paredes y santos embutidos en pan de oro como si el recorrido en forma de ele fuera la procesión de la fiesta mayor. Tecnología digital sobre mesas de hace siglos, una puerta acristalada con la foto en blanco y negro del señorito vestido de frac con las torres del World Trace Center a sus espaldas y una bañera con más caños que la fuente de Alcañiz.
A la vivienda de los empleados se accedía a través de un breve patio al cuidado de una Virgen sin nombre. Paredes encaladas para una salita con mesa redonda cubierta de hule florido, dos dormitorios amplios con armarios rústicos del Ikea, cocina apañada y un baño enorme con una ventana que daba al prado de Vicente. Mi mujer no se atrevió a preguntar por como le iban las cosas a Vicente, no quiso arriesgar y se mantuvo fiel a la memoria dónde guardó uno de sus mejores recuerdos infantiles, un grito chispeante de cuando los veranos eran de tres meses: ¡Vicente dale agua al caballo!
La tercera edificación estaba dedicada a las juergas del señorito, de sus amigos de la capital y de algunos nativos con suficiente conversación. Una mesa de billar americano, abundantes sillones y una barra de bar en cuyas estanterías lucían todas las botellas imaginables. Una puerta permanecía cerrada junto a la entrada. Pregunté por aquella sala y tres palabras avivaron mi curiosidad. «Es la biblioteca», me dijo Antonia. Le pedí que me la enseñara pero la tía de mi mujer se resistió haciéndose la sorda. Aquella negativa me hizo insistir con educación hasta que un mohín onubense del ama de llaves abrió la cerraja.
La totalidad de la pared de la derecha estaba ocupada por una estantería de madera en la que descansaban multitud de libros con encuadernaciones poco lustrosas, eso me decepcionó y pensé en mi propia biblioteca urbanita dónde los libros de bolsillo han sido vestidos por una capa de plástico para evitar su deterioro. Husmeé entre los lomos zaheridos de los textos pero nada me llamo especialmente la atención hasta que topé con un anaquel con una extraña característica: Allí se apiñaban un par de docenas del mismo libro. Una edición con tapas duras de una novela de la que no recuerdo el título y que iba firmada por Luke Walter. El pseudónimo me pareció evidente así que abrí uno de los ejemplares en busca de más información.
La sorpresa fue mayúscula cuando tropecé con el rostro del tipo de la foto de la puerta acristalada: El dueño de la Finca Soto era escritor. Salté las líneas de su biografía a galope y me encontré como un hombre de Estado, del otro Estado, del cuando España era Una, Grande y Libre.
La reseña destacaba sus múltiples estudios, sus trabajos como embajador en tierras americanas, el trabajo en la UNESCO y un poema de juventud titulado “Fuego” y el tremendo escándalo que aquellos versos provocaron en el Ateneo Sevillano de los años cuarenta. Levanté la mirada y allí me estaba esperando.
Una amplía mesa ocupaba el lado opuesto a la estantería. Un montón de libros se desparramaban sobre la madera formando un ventisquero. En la cabecera, junto a la ventana, un atril de plástico soportaba un libro oscuro sin título ni autor. Lo tomé entre mis manos, tiré de una cinta roja y allí estaba el título del poema. Los latidos del corazón se aceleraron cuando comencé la lectura y el estado de excitación fue descendiendo conforme los versos me mostraban las pretensiones voluptuosas de un recorrido lúbrico por la geografía erógena de alguna fémina de buen ver. Un poema que supongo demasiado explícito para la posguerra y del que he olvidado rimas, metáforas y cadencias.
La voz de Pedro me sacó del libro. «Vente y cogemos los huevos pa´ la cena antes de que llegue Don Ramón. Así te enseño el gallo»