Buscando a Santiago Meléndez me encontré con Odón Val
El aforo de las sala era el habitual en la ciudad del cierzo hasta que el oscuro dejó a un guitarrista en la escena. Pero no un guitarrista cualquiera, un guitarrista que bebe del folclore argentino para destilarse en elegancia, exento de florituras, suave y preciso. Hernán Filippini tomó entre sus manos un bello instrumento, el de las seis cuerdas, y comenzó el show. Al fondo, rasgado por la luz, apareció un personaje muy parecido a Santiago Meléndez pero su acento y su actitud me confundieron tanto como la noche. El cautivo suspiro de amor de una bella espectadora despejó mis dudas. Odón Val, que visitó esta ciudad en carne mortal, regresaba a Zaragoza abierto en canal.
Odón Val. Recordaba su nombre y su trayectoria. Heterodoxo cantante argentino de enorme éxito internacional. Un intérprete de sobrada capacidad vocal y suficiente cuajo artístico para enfrentarse a proyectos musicales tan diferentes como grabar en el estudio junto a los Chemical Brothers, o protagonizar en Broadway los grandes musicales de Andrew Lloyd Webber.
Su presencia era imponente, con esa arrogancia voluptuosa que da la fama y las lentejuelas. Una arrogancia que al público le encantó porque no hay nada más agradecido que mostrarse tal cual, sin trampa ni cartón, fuera los artificios y las falsas modestias y Odón Val, se lo puedo asegurar, es cualquier cosa menos modesto. El espectáculo no discurrió por los caminos que el cantante argentino había previsto: Inconvenientes con el decorado solventados a última hora por un auxiliar de sala, imperfecciones en el atrezzo, y poca integración en el espacio, tan reducido como sugerente y cercano. Así fue pasando la función, entre pequeños desastres que, sin formar parte del show, Odón los incorporó con la maestría de los grandes y provocó aplausos entusiastas y grandes carcajadas.
Las carcajadas siempre estuvieron presentes en la sala, desde la presentación inicial, un recitado a toda velocidad con aires de Nacha Guevara, hasta todo lo que vino después en forma de un Joselito por fados, la traducción despiadada de un hit monegasco-eurovisivo, y ese aroma vital que flotaba al estilo Albert Pla. Pero olviden las etiquetas que les sugiero porque Odón Val es capaz de sintetizar cualquier influencia y llevarla a su terreno, un cabaret ideado para triturar letras y músicas que a veces son de Brassens, Les Luthiers y hasta un coro que el guitarrista hizo en solitario para suplir a los cinco sudamericanos. Pero la cosa no paró aquí. Odón, crecido por la entrega incondicional del público, tomó entre sus manos un abanico, bajó el tono hasta el umbral sonoro de la Montiel y nos cantó un cuplé, la hilarante radiografía de una boda y hasta cedió por unos minutos, y eso fue el acabóse, el protagonismo vocal al guitarrista que añoró, ¡pobrecito mío! el pueblito que lo vio nacer.
Permanezcan atentos a los carteles, los periódicos y las redes sociales. Una actuación de Odón Val es garantía de humor inteligente. Bajo esa apariencia de cabaret cutre se esconde un enorme actor y a su lado, con mirada cómplice, el talento a raudales del guitarrista Hernán Filippini.
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