Buscando a Santiago Meléndez me encontré con Odón Val
La información me llegó a través de las redes sociales. Santiago Meléndez iba a actuar en la sala Gromeló el domingo 29 de abril a las ocho y media de la tarde. Una buena hora para ir hasta La Caja Tonta, tomar una cervecita y recorrer el camino de puntos rojos que, si en el pasado llevaba al almacén del bar, en la actualidad te traslada al mundo del espectáculo. Eso si, olviden lo virtual, aquí se paga en efectivo por el acceso.
El aforo de las sala era el habitual en la ciudad del cierzo hasta que el oscuro dejó a un guitarrista en la escena. Pero no un guitarrista cualquiera, un guitarrista que bebe del folclore argentino para destilarse en elegancia, exento de florituras, suave y preciso. Hernán Filippini tomó entre sus manos un bello instrumento, el de las seis cuerdas, y comenzó el show. Al fondo, rasgado por la luz, apareció un personaje muy parecido a Santiago Meléndez pero su acento y su actitud me confundieron tanto como la noche. El cautivo suspiro de amor de una bella espectadora despejó mis dudas. Odón Val, que visitó esta ciudad en carne mortal, regresaba a Zaragoza abierto en canal.
Odón Val. Recordaba su nombre y su trayectoria. Heterodoxo cantante argentino de enorme éxito internacional. Un intérprete de sobrada capacidad vocal y suficiente cuajo artístico para enfrentarse a proyectos musicales tan diferentes como grabar en el estudio junto a los Chemical Brothers, o protagonizar en Broadway los grandes musicales de Andrew Lloyd Webber.
Su presencia era imponente, con esa arrogancia voluptuosa que da la fama y las lentejuelas. Una arrogancia que al público le encantó porque no hay nada más agradecido que mostrarse tal cual, sin trampa ni cartón, fuera los artificios y las falsas modestias y Odón Val, se lo puedo asegurar, es cualquier cosa menos modesto. El espectáculo no discurrió por los caminos que el cantante argentino había previsto: Inconvenientes con el decorado solventados a última hora por un auxiliar de sala, imperfecciones en el atrezzo, y poca integración en el espacio, tan reducido como sugerente y cercano. Así fue pasando la función, entre pequeños desastres que, sin formar parte del show, Odón los incorporó con la maestría de los grandes y provocó aplausos entusiastas y grandes carcajadas.
Las carcajadas siempre estuvieron presentes en la sala, desde la presentación inicial, un recitado a toda velocidad con aires de Nacha Guevara, hasta todo lo que vino después en forma de un Joselito por fados, la traducción despiadada de un hit monegasco-eurovisivo, y ese aroma vital que flotaba al estilo Albert Pla. Pero olviden las etiquetas que les sugiero porque Odón Val es capaz de sintetizar cualquier influencia y llevarla a su terreno, un cabaret ideado para triturar letras y músicas que a veces son de Brassens, Les Luthiers y hasta un coro que el guitarrista hizo en solitario para suplir a los cinco sudamericanos. Pero la cosa no paró aquí. Odón, crecido por la entrega incondicional del público, tomó entre sus manos un abanico, bajó el tono hasta el umbral sonoro de la Montiel y nos cantó un cuplé, la hilarante radiografía de una boda y hasta cedió por unos minutos, y eso fue el acabóse, el protagonismo vocal al guitarrista que añoró, ¡pobrecito mío! el pueblito que lo vio nacer.
El aforo de las sala era el habitual en la ciudad del cierzo hasta que el oscuro dejó a un guitarrista en la escena. Pero no un guitarrista cualquiera, un guitarrista que bebe del folclore argentino para destilarse en elegancia, exento de florituras, suave y preciso. Hernán Filippini tomó entre sus manos un bello instrumento, el de las seis cuerdas, y comenzó el show. Al fondo, rasgado por la luz, apareció un personaje muy parecido a Santiago Meléndez pero su acento y su actitud me confundieron tanto como la noche. El cautivo suspiro de amor de una bella espectadora despejó mis dudas. Odón Val, que visitó esta ciudad en carne mortal, regresaba a Zaragoza abierto en canal.
Odón Val. Recordaba su nombre y su trayectoria. Heterodoxo cantante argentino de enorme éxito internacional. Un intérprete de sobrada capacidad vocal y suficiente cuajo artístico para enfrentarse a proyectos musicales tan diferentes como grabar en el estudio junto a los Chemical Brothers, o protagonizar en Broadway los grandes musicales de Andrew Lloyd Webber.
Su presencia era imponente, con esa arrogancia voluptuosa que da la fama y las lentejuelas. Una arrogancia que al público le encantó porque no hay nada más agradecido que mostrarse tal cual, sin trampa ni cartón, fuera los artificios y las falsas modestias y Odón Val, se lo puedo asegurar, es cualquier cosa menos modesto. El espectáculo no discurrió por los caminos que el cantante argentino había previsto: Inconvenientes con el decorado solventados a última hora por un auxiliar de sala, imperfecciones en el atrezzo, y poca integración en el espacio, tan reducido como sugerente y cercano. Así fue pasando la función, entre pequeños desastres que, sin formar parte del show, Odón los incorporó con la maestría de los grandes y provocó aplausos entusiastas y grandes carcajadas.
Las carcajadas siempre estuvieron presentes en la sala, desde la presentación inicial, un recitado a toda velocidad con aires de Nacha Guevara, hasta todo lo que vino después en forma de un Joselito por fados, la traducción despiadada de un hit monegasco-eurovisivo, y ese aroma vital que flotaba al estilo Albert Pla. Pero olviden las etiquetas que les sugiero porque Odón Val es capaz de sintetizar cualquier influencia y llevarla a su terreno, un cabaret ideado para triturar letras y músicas que a veces son de Brassens, Les Luthiers y hasta un coro que el guitarrista hizo en solitario para suplir a los cinco sudamericanos. Pero la cosa no paró aquí. Odón, crecido por la entrega incondicional del público, tomó entre sus manos un abanico, bajó el tono hasta el umbral sonoro de la Montiel y nos cantó un cuplé, la hilarante radiografía de una boda y hasta cedió por unos minutos, y eso fue el acabóse, el protagonismo vocal al guitarrista que añoró, ¡pobrecito mío! el pueblito que lo vio nacer.
El espectáculo estaba a punto de terminar y yo estaba contento. Había salido de casa buscando al actor Santiago Meléndez con su MicroTeatro Zaragoza y me había encontrado con el gran descubrimiento de Odón Val, un intérprete personalísimo que trabaja los pequeños detalles para dar giros copernicanos a las canciones que conforman su repertorio. Pendenciero, tan sugerente como irritante, a veces sutil con el lenguaje y otras directo, muy directo, con esa virtud de convertir en carcajada lo que en otros suena soez. Para el final guardó un emocionante grito de esperanza y, cuando la salva de aplausos era atronadora, Odon Val nos regaló su lado más sexy. Una sinuosa explosión carnal que acribilló mis ojos con su mirada felina.
Permanezcan atentos a los carteles, los periódicos y las redes sociales. Una actuación de Odón Val es garantía de humor inteligente. Bajo esa apariencia de cabaret cutre se esconde un enorme actor y a su lado, con mirada cómplice, el talento a raudales del guitarrista Hernán Filippini.
Etiquetas: gromeló, Hernán Filippini, Santiago Meléndez
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