29 diciembre 2021
26 diciembre 2021
17 diciembre 2021
Los piquetitos de la muerte y del amor
“Unos cuantos piquetitos” es el título de un cuadro que
Frida Kaho pintó en 1935 después de leer en la prensa que un hombre juzgado por
el asesinato de su esposa se excusó ante el tribunal diciendo que en realidad
solo le había dado unos cuantos piquetitos. Esas palabras sobrevuelan la escena
del crimen donde la víctima, con el cuerpo desnudo y destrozado por decenas de
cuchilladas, yace sobre una cama. El asesino está de pie junto a ella con cuchillo
en mano, sonrisa en boca y parece satisfecho. La sangre desborda la escena,
ocupar el marco y apelar a los espectadores.
Isabelle Reck define los textos que Laila Ripoll comenzó a
escribir a finales de los años noventa como “teatro político alternativo” donde
la dramaturgia gira sobre los debates políticos y ciudadanos en torno a la
emigración, memoria histórica y la violencia de género. Es un teatro que se
caracteriza por el compromiso y la denuncia mediante recursos literarios como
la caricatura, la sátira o la parodia con la intención de “afilar la crítica y
espolear conciencias”. Reck sitúa en esa esfera creativa a “Unos cuantos
piquetitos” que, escrita en 1998, aborda la violencia machista desde el
contraste entre “la sumisión y el silencio de la mujer y los gritos, los
insultos y los argumentos insostenibles del marido”
La Mona Titiritera presentó en el Teatro del Mercado una
interesante versión de “Unos cuantos piquetitos” con una escenografía que
invita a pensar en dos universos blancos separados por una profunda brecha
negra de incomunicación mientras una mesa en el proscenio se convierte en lecho,
puerta y túmulo, las tres estaciones por las transitan los protagonistas de la
historia mediante un arco dramático soportado sobre un vaivén de monólogos que
muchas parejas confunden con el diálogo propio del amor.
Ella comienza siendo poesía con frases blancas de novia,
ganchillo blanco y gozo de vivir. El tiempo, la sociedad y usted y yo la
arrastramos hasta la tentación sobre tacones, una falsa pasión del pintalabios y
el fetichismo de las medias como la llanura que precede a la miel. El último
paso la deja sobre el suelo pegajoso de la realidad donde ya no quedan sueños
donde esconderse mientras la poesía se esfuma.
Él comienza liviano del montón, pocas luces, hombre común
que no llega a vulgar porque todavía no lo necesita, insulso, cariñoso sin
pretensiones y aprendiz de violador. El tiempo, el hogar y usted y yo lo alejamos
de la ñoñería para ejercer el ordeno y mando propio del macho, yo soy el rey y
a ti te encontré en la calle hasta que ya no soporta tanta belleza a su lado,
se transforma en el demonio que todos esperamos y la violencia verbal deriva en
coreografía. Él no quería, el asesino nunca quiere, tan solo responde a su
condición de hombre, de varón, de semen que riega la miel. La culpa siempre
está fuera, en la naturaleza humana, en los caprichos de la biología, en usted
y yo que miramos el espectáculo con pasividad y alguna sonrisa. Y cuando ella
ya no está, o solo está tendida con el blanco que una vez fue deseo y ahora es
reposo, ahora que ella se ha ido surgen palabras como flores, chocolates suaves
para acompañar la poesía de una vida por morir.
El desarrollo de la historia se viste con un notable cuadro
musical ataviado con personalidad en las voces de Encarni Corrales y Jesús
Rioja que, ajustadas, medidas y con hondura, se abrochan con el pincel de seis
cuerdas que Nacho Estévez “El Niño” trastea entre sus manos, una banda sonora que
decora la acción y la deja respirar con el poderío propio de la copla y el
flamenco, que sus versos y melodías lo mismo encalan la fachada de la alegría,
que corren el velo del duelo.
Las hechuras de la obra se completan con un elemento
importante: Usted y yo representados por quienes banalizan la violencia de
género en unos medios de comunicación empeñados en el entretenimiento que cierra
ojos y entendederas para alejarnos de la realidad, un papel triple que Sandra
Recamal ejecuta con eficacia mediante una dramaturgia que aborda las reacciones
sociales con un punto de vista, que
comienza humorístico hasta derivar a terrenos de lo ridículo, esta
decisión narrativo se aleja del tono severo de la función y, lejos de promover
la mirada crítica, gripa la conciencia de parte del público que, con una exposición
tan ligera, cae en la sonrisa y por lo tanto, en lugar de verse como parte del
manto que tapa las excusas, se acomoda en la distancia de quien no se ve
apelado por la narración y eso, que aligera la presión dramática, le roba
quilates a la acción y aleja el patio de butacas de una reflexión inteligente y
nutritiva sobre los comportamientos colectivos frente a los males personales
que están asolando el escenario.
“Unos cuantos piquetitos”, dirigida por Helena Soriano, es
un reto para los actores que precisan de mucha solvencia para transitar por un
arco dramático tan variable. Luis Martu, quizás contagiado por la liviandad
que requiere el inicio de su personaje y un texto con demasiados lugares
comunes, consigue aquilatar su interpretación conforme se acerca a las zonas
más oscuras, ese viaje al drama le sienta bien hasta que llega al punto final y
consigue la suficiente densidad para que una pulsión más humana del personaje
resulte creíble. Cielo Ferrández se aferra con seguridad a los primeros
párrafos del texto que piden un ritmo poético que ejecuta con brillantez, segura
en las pequeñas acciones que requieren silencio y, cuando su personaje abandona
los territorios oníricos para enfrentarse al público, sustenta bien ese cambio
de tono exigido por una dramaturgia que tal vez le resta heroísmo al final que
pide la función.
La Mona Teatro se enfrenta a una obra complicada por la
delicada relación entre los tonos con los que juegan los protagonistas que,
siempre situados en lugares diferentes, alimentan la tensión que empuja la
historia. La interpretación alcanza un buen nivel pero la narración pide más
poso, más peso, que las palabras y las acciones tengan ese punto de energía que
conecte y subyugue para que la historia de esta pareja, tan manoseada por los
mercaderes de la casquería, persiga al espectador más allá del teatro y le
invite a tomar conciencia sobre el número de mujeres que mueren en España bajo el
huracán de la violencia de género.
Etiquetas: Cielo Ferrández, crítica, critica teatro, Helena Soriano, La Mona Teatro, Laila Ripoll, Luis Martu, reseña, reseña teatro, Sandra Recamal, Teatro del Mercado, Unos cuantos piquetitos
12 diciembre 2021
09 diciembre 2021
Los recuerdos del pasado ya están aquí
La Companhia de Teatro de Braga, dentro la red internacional
Circuito Ibérico de Artes Escénicas, presentó en el Teatro de la Estación
«Desearía estar viva para verlos sufrir», una obra basada en el monólogo «De
algún tiempo a esta parte» escrito por Max Aub durante sus primeros meses de
exilio en 1939.
Max Aub nació en
Paris en junio de 1903. En 1914 abandonó Francia con su familia tras el
estallido de la Primera Guerra Mundial, se afincaron en Valencia donde Aub
escribió su primer poemario en español. Con diecisiete años renunció a los
estudios universitarios, siguió los pasos de su padre como viajante de
bisutería y lo compatibilizó con su pasión por escribir. En 1923 se nacionalizó
español y en 1936 el Ministerio de Estado le nombró Agregado Cultural de la
embajada de España en París y fue uno de los designados por el Ministerio de
Instrucción Pública y Bellas Artes para la promocionar la cultura española en
el extranjero. En diciembre de 1936 se trasladó a Paris donde encargó el
“Guernica” a Picasso. Salió es España tras la guerra civil, fue denunciado,
detenido y terminó en un campo de concentración donde pasó siete meses hasta
que el cónsul general de México consiguió sacarlo de allí. Pero de nuevo
fue detenido, encarcelado y deportado a
un campo de concentración de Argelia en 1941 donde, una vez liberado, se
embarcó rumbo de México donde consiguió la nacionalidad en 1956. En 1969 y 1972
regresó puntualmente a España. El 22 de julio de 1972 murió en la ciudad de
México.
Max Aub escribió el monólogo de esta función cuando había
sido expulsado de su país y su identidad nacional sucumbía en un exilio
provocado por el nacionalcatolicismo que exhibían los golpistas españoles de 1936. Esa
experiencia vital se volcó en Enma, la protagonista del texto que, tras la
anexión de Austria a la Alemania nazi, se convierte en una víctima del
totalitarismo, sepultada en el infierno,, despojada de su identidad y enterrada
con la contradicción de respirar y sentirse muerta. Una mujer angustiada que
vive (o muere) entre pinceladas de momentos felices y recuerdos de su marido e
hijo muertos por el odio de una sociedad tan violenta como debilitada. Los
recuerdos de Enma tienen tres puntos temporales perfectamente definidos a los
que nos vamos a acercar siguiendo las palabras de Julián Casanova.
Las Brigadas Internacionales que, reclutadas y organizadas
por la Internacional Comunista, eran el mejor ejemplo de como la guerra civil
española había impactado en el mundo hasta destilar el deseo de lucha de muchos
antifascistas. Es fácil imaginar al marido de Enma enrolado en el batallón
Thälmann. Una unidad compuesta mayoritariamente por comunistas alemanes que se
estrenó con el fuego en la batalla de Madrid.
El Anschluss, el día que se aceleró la requisa ilegal de
propiedades judías en marzo de 1938, el día que Enma fue expulsada del mundo de
la luz del día para arrastrase al antro de la oscuridad bajo tierra.
El Reichskristallnacht o noche de los cristales rotos entre
el 9 y el 10 de noviembre de 1938 cuando grupos de nazis hostigados por
Goebbels destruyeron comercios, sinagogas, en la Austria de Enma el asaltó dejó
27 víctimas mortales, 42 sinagogas destruidas y el arresto de 7.800 personas
que terminaron en campos de concentración. Es muy probable que su hijo de fuera
uno de ellos.
La escenografía
dibuja un sótano devastado donde una escalera divide el mundo: Arriba los
ganadores a los que solo intuimos sobe un techo opaco y brillante. Abajo la
fragilidad de Enma que vive (o muere) a la luz de una vela donde las acciones
cotidianas serán el disparadero para volar hacia el pasado y así, la
dramaturgia conecta la realidad del agua que quita la mugre pero deja las penas
y una evocadora voz en off. La tensión dramática entre estos dos polos resulta
interesante mientras bailan juntos, sin embargo esa magia inicial se desvanece
poco a poco, y el mundo onírico de los recuerdos toma el mando con una
narración oral que se olvida de la acción que propone el texto, y diluye la
tensión entre presente y pasado. Este planteamiento deja en un terreno difícil
el trabajo de la actriz Ana Bustorff que, sin embargo, resuelve con acierto los
momentos donde el peso principal del discurso recae en su cuerpo y sus cuerdas
vocales, especialmente en el tramo final, cuando nuestra protagonista se debate
entre la duda de ascender por las escaleras para asomarse al mundo real, o
apagar de un soplo la luz de la vida.
Y tú, ¿qué decidirías?
Porque el reto de esta función no es mirar la maldad de los
nazis desde nuestra bondad. El texto de Max Aub guarda en su interior un
impulso atemporal que sitúa las dudas personales de Enma en la rabiosa
actualidad. Ya no se trata de dilucidar nuestras dudas personales. El escenario
ha cambiado y los discursos del odio ya no están las páginas de los libros de
historia, ni en los textos de un dramaturgo, ahora los tenemos ahí, paseando
por nuestras calles, opinando en los bares y gritando consignas de odio en la
sede de la representación nacional.
Y nosotros, ¿qué vamos a hacer?
Etiquetas: critica teatro, Max Aub, reseña, teatro, Teatro de la Estación
El sexo y otros placeres no implican sumisión
“Adiós, dueño mío” se presentó en la quinta edición del
ciclo “Mujeres a Escena” organizado por El Teatro de las Esquinas, una producción
de Olympia Metropolitana escrita en 1637 por María de Zayas, una autora que en
siglo XVII lo tenía muy claro: “Por tenernos sujetas desde que nacemos vais
enflaqueciendo nuestras fuerzas con los temores de la honra y el entendimiento
con el recato de la vergüenza, dándonos por espadas ruecas y por libros
almohadillas”
La narrativa de Zayas es una defensa para restituir el
estatus moral y social que dejaba a los personajes femeninos de las ficciones
en medio del discurso y las normas establecidas por los valores patriarcales,
Zayas cuestiona esta situación y expresó la necesidad de revisarlos. Sin
embargo es arriesgado hablar de «feminismo» por dos motivos, una es la época de
la autora y otra es que la reivindicaciones de su obra sobre todo pretende
sacar a la figura femenina del estereotipo de un ser malintencionado a quienes
moralistas, teólogos y gentes de diferente ralea acusaban de todos los males.
Zayas defiende en sus textos la libertad de la mujer para escribir, amar y
vivir de la manera que ella elija, escapar de la doble moral de una sociedad
patriarcal en la que los hombres hacen de su capa de sus deseos un sayo de
conductas típicamente varoniles, mientras las mujeres recluyen sus pasiones y
deseos en el ámbito doméstico donde se resguarda la virginidad primero y la
santidad maternal después. La originalidad de Zayas radica en que nos muestra a
la mujer del siglo XVII como a un ser humano con capacidad para tomar decisiones
y organizar su vida y sus amores. “Decidme, pues, qué es amor, sino una sana
lascivia que mujer tiene derecho como hembra de valía.”
Emilio Hernández transporta los versos del siglo de oro y
los sitúa en actitudes perfectamente actuales, su intención es transcender las
ideas que eran imposibles plasmar en el papel escrito del siglo XVII y que sean
encarnadas sobre las tablas por mujeres del siglo XXI Hernández crea esta
tensión temporal desde la que construye una comedia de enredo con sus tintes
satíricos: Ocho personajes se mezclan en un “sarao” para disfrutar de deseos,
cortejos y dramas que culminan en un final donde los malentendidos se resuelven
aderezados con una pizca de mofa sobre los hombres.
El espacio escénico es diáfano, tan solo lo ocupa un sofá
negro a modo de lecho amoroso, balcón para observar o la peana de un santo, que
de eso va el amor de esta función, y cuando digo amor quiero decir sexo, verso,
drama, música o baile, un amplio catálogo de placeres acompañados de jadeos,
miradas o el compás de una procesión.
La dramaturgia convierte la literatura en acción y todos los
elementos escénicos ayudan a impulsar el relato, desde un vestuario tan
colorista como seductor, hasta las coreografías que mantienen la tensión
narrativa incluso en esos momentos donde la historia se detiene. Las que no
paran son las cinco actrices del elenco, su trabajo consigue salpimentar la
acción de frescura, agilidad y humor de ese que casi siempre es sonrisa y
algunas veces carcajadas cuando, como reza el programa de mano, el patriarcado
y el clero masculino dominante se someten a la acción verbal de unas mujeres
que luchan por su libertad para amar mientras en el ambiente flota una pregunta
¿Cómo reaccionaría el público del siglo XVII a este ejercicio de libertad
personal que se decía en directo por mujeres en carne viva?
Las interpretaciones de Marta Calabuig, Pilu Fontán, Rosana
Martínez, Laura Valero y Silvia Valero están perfectamente equilibradas, con el
ritmo adecuado para cada momento, generosas en los pequeños detalles gestuales,
eficaces en los movimientos por todo el espacio y una excelente dicción que
moldea los versos de ocho sílabas para que abandonen su condición de arte menor
y transformarlos en un poderoso altavoz que, como afirma Magüi Mira, nos
recuerda que disfrutar del sexo y otros placeres no implica sumisión.
“ADIÓS DUEÑO MÍO”
Autora: María Zayas. Dirección y dramaturgia: Magüi Mira. Versión:
Emilio Hernández. Producción: Olympia Metropolitana. Interpretación: Marta
Calabuig, Pilu Fontán, Rosana Martínez, Laura Valero y Silvia Valero.
Coreografía: Cristina Fernández Pintado. Vestuario: Pascual Peris.
Para más información sobre María Zayas:
https://cvc.cervantes.es/literatura/sabia/05_01_zayas.htm
http://parnaseo.uv.es/lemir/revista/revista14/02_solana_carmen.pdf
Etiquetas: Adiós dueño mío, crítica, crítica teatro, Laura Valero, Magüi Mira, Marta Calabuig, Pilu Fontán, reseña, Rosana Martínez, Silvia Valero, Teatro de las esquinas
04 diciembre 2021
02 diciembre 2021
La función de la crítica
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Ilustración: @fer_zombra |
“El crítico es un
necio que no trae dinero”
(Cosmo Brown en Cantando bajo la lluvia)
Carlos Calvo, subdirector de El Pollo Urbano, publicó en el
número del mes de octubre un artículo titulado “Las cartas boca arriba”, en el
que lanzaba unas cuantas preguntas y reflexiones en torno a la idea de la
crítica en prensa “política, social, económica, de arte, de cine, de literatura
o de lo que sea.”
Las preguntas que se hacía Calvo me animaron a escribir este
texto que, sin pretender responderlas, tan solo es un intento de plasmar mis
propias reflexiones, a las que añadiré algunas consideraciones que Esteban
Villarrocha, director del Teatro Arbolé, publicó en el prólogo del libro
“Teatro escogido 1987-2010” de la editorial Titirilibros, con autoría de
Joaquín Melguizo que ha ejercido la crítica teatral en el Heraldo de Aragón durante
16 años.
En estos tiempos de redes sociales la primera reflexión sobre
la crítica hay que situarla en torno a la idea de que todos tenemos la posibilidad de ser críticos:
En los muros de Facebook podemos clicar
un me gusta, me encanta, me enfada o me importa en un ejercicio muy parecido a
las estrellitas que sirven de baremo en las críticas más tradicionales. En
portales especializados podemos reseñar restaurantes, hoteles y en Google Maps
puedes dejar tu opinión sobre cualquier lugar. Otra cosa es Instagram, allí
solo es posible dejar constancia de lo que te gusta y así, excluyendo cualquier
concepción crítica, las palabras Carlos Calvo adquieren todo su sentido: “Quedar
bien con todos es una de las maneras más rápidas para la inhabilitación y la
pérdida de cualquier valor referencial. La objetividad no debe confundirse con
el todo vale. Si todo es interesante nada es importante. Ni trascendental.”
Carlos Calvo comenzaba su artículo con una pregunta
esencial. ¿La crítica es necesaria? En mi caso no tengo dudas porque soy un
lector habitual de críticas desde que era un zagal y puedo afirmar que me han ayudado
a comprender discos, canciones, obras de teatro, novelas y películas. La
crítica es una excelente herramienta para moldear la mirada. Por eso la clave
sobre este debate quizás está en la segunda pregunta que Calvo se hacía: “¿Es
lícito que un individuo pontifique el esfuerzo de cien personas durante meses o
años?” El problema en esta caso es que la pregunta está mal configurada cuando
sitúa en medio del debate un término “pontificar” cuyo significado es presentar
acontecimientos como innegables que bien podrían ser diferentes bajo otra
mirada, que además se relaciona con una manera dogmática de exponer opiniones,
elementos de expresión que deberían estar muy alejados de ejercer una crítica
fetén porque, claro que es lícito plantear una crítica en torno a una obra,
incluso alzar la voz de alerta sobre su deficiencias, sin embargo es mucho más
importantes subrayar que el ejercicio de la crítica nada tiene que ver con
dictar sentencia.
Otra de las preguntas esenciales es la que plantea quien
está realmente capacitado para escribir crítica. Una característica básica de
la crítica es que se trata de un ejercicio que permite diferentes niveles, que
a la vez son compatibles. En realidad cada espectador es un crítico en
potencia, desde el más chusquero tuercebotas al más fino catedrático de
literatura. Lo realmente importantes es percibir el valor relativo de cada una
de esas críticas, extraer el mejor jugo de cada una de las diferentes visiones
y combinarlas en una fórmula ponderada para obtener una percepción más amplia
del objeto sometido a crítica. Por lo tanto la clave no está en si quien ejerce
la crítica tiene más o menos formación académica, lo realmente importante, lo
que tiene verdadero valor es tener una mirada propia y capacidad para contarla
desde la honradez. La crítica es un acto de confesión sincera que combina
hechos objetivos, sensaciones personales y un respeto impecable hacia los
creadores, se trata de un proceso de interacción entre el crítico y la obra a
la que se enfrenta. En palabras de Villarrocha “El crítico debe aprender más a
analizar que a juzgar, sin negar esto último. El crítico sabe mirar y oír.”
Carlos Calvo dedica uno de sus párrafos al “conflicto” que
suele producirse cuando ”el crítico ve algo diferente a lo que piensa el
artista”. Esta coyuntura se enmarca en el déficit que arrastra nuestra sociedad
en general, y la acción política en particular, sobre todo aquello que tenga
que ver con el debate, ese lugar donde las razones de cada uno de los
participantes construyen un almacén de nutrientes intelectuales. El debate fetén
es una excelente escuela en la que es imprescindible escuchar y entender la voz
del otro para responder con mejores argumentos. Por eso me apunto a las
palabras de Villarocha cuando, si bien reconoce que para muchos hacedores de
teatro la figura del crítico se percibe como “terrorífica”, también recuerda
que muchos creadores la aceptan y procuran sacar provecho de los fallos
evidentes que se les pueda señalar. En este sentido me atrevo a recordar que la
mirada del crítico tan solo es una mirada más y que, con independencia del
grado de satisfacción que muestre, merece el mismo respeto que la mirada de cualquier
otro espectador.
La sociedad en general y los espectadores de obras de arte
en particular también tienen la responsabilidad de pedir a sus creadores que se
comprometan con su trabajo para utilizarlo como una factoría de sensaciones que
muestra otros caminos y anima a la reflexión. En ese sentido me apunto a la
concepción de las artes escénicas del dramaturgo italiano Romeo Castelluci cuando,
en unas declaraciones a Jacinto Antón, sitúa su profesión en el lugar donde se
sugieren cosas, crear imágenes y ponerlas a disposición de los espectadores
para que cada uno de ellos las interprete como bien les parezca. Esa
interpretación final no es responsabilidad del creador, su función es trasladar
los conflictos a la escena para crear dudas, incluso malestar o incomodidad. A
partir de ahí, el trabajo que cierra el círculo del hecho artístico es del
espectador. En esta tesitura, la crítica es un factor imprescindible para engrasar
el diálogo entre escenario y patio de butacas. Por eso el crítico, además de la
honradez de la que hablé antes, es conveniente que realice una presentación equilibrada
del autor y sus argumentos, informe sobre el estilo de la obra y su carga
simbólica, cuente el conflicto que se pone en escena y valore todo el conjunto.
El resultado debe plasmarlo en una escritura que, más o menos mordaz, literaria
o aséptica, ayude al lector a sacar algún tipo de conclusión final. La crítica
construida con este formato es muy difícil que se pueda tildar de “negativa”,
“destructiva” o “terrorífica”, más bien al contrario, leída con interés, se
convierte en material para la reflexión.
Estoy de acuerdo con la idea de Villlarocha cuando entiende
la crítica como un viaje que, en palabras de Stanislavski “debe ir de lo
subjetivo hacia lo objetivo”, alejarse del comentario simple y superficial sobre
lo evidente, argumentar las opiniones y mostrar interés por el verdadero
contenido de la obra de arte. En ese mismo terreno Carlos Calvo afirma que la crítica tiene que reaccionar con
inteligencia, explorar, desmenuzar y valorar para “generar criterios” entre los
espectadores, lo que Villarrocha define como “un constructor de lecturas” El
crítico debe aspirar a “la formación de un sentido crítico” mediante un
aprendizaje que decodifique el objeto observado, en las artes escénicas,
plásticas o literarias y así evitar el estancamiento.
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