Ilustración: @fer_zombra
“La naturaleza se muere
de la risa ante la fantasía de las nacionalidades”
(Manuel Vilas)
Sergio del Molino escribió “La España Vacía” desde la
ingenuidad y con una intención literaria que definitivamente quedó arrasada por
el inesperado éxito editorial del libro porque
situó el problema de la despoblación en medio del debate nacional como
un rasgo característico de España y consiguió que su denominación fuera el
resumen esencial de un problema que por entonces no formaba parte del discurso.
Del Molino ha confesado innumerables veces que no pretendía ni analizar ni
responder a un problema latente, tan solo le interesaba añadirle puso,
musculatura literaria, la mirada sentimental de un periodista con la pretensión
de cambiar como nos enfrentábamos a nuestro país, tan solo quería ayudar para modificar
la visión que teníamos de nosotros mismos, sin embargo, la amplia divulgación
del libro atrajo a lectores que hicieron una lectura política y así surgió el
concepto derivado del original: “La España Vaciada” como contraposición
ideológica a un planteamiento que solo pretendía un debate intelectual y
literario antes que ideológico. Por eso Del Molino ha escrito este nuevo libro
titulado “Contra la España vacía” nace para identificar con claridad las
coordenadas políticas que otros le han asignado. El objetivo es dibujar el
espíritu de este país añadiéndole “una carga política mucho más evidente” para
saciar la necesidad del autor de marcar líneas y dejar claro sus posiciones.
Voy a intentar desgranar esta visión política a partir de cinco epígrafes que
vendrían a ocupar los cinco capítulos del libro y que yo me he atrevido a
titular como: Rituales y populismo. Patriotismo constitucional. La España vacía
no tiene remedio. Provincias. Vecinos.
Rituales y populismo
Del Molino afirma que los populismos como enemigos de la
democracia ya han triunfado porque, con independencia de que sean capaces de
tomar el poder, ya le han causado dos graves heridas: Están dividiendo a la
sociedad en un dualismo de buenos y malos y están poniendo patas arriba el
tablero común donde se juega a la política y que debería sustentarse en el
diálogo y la comprensión de otras posiciones porque la democracia liberal,
imperfecta por su propio proceso de decantación histórica, siempre necesita de
constantes reformas para que no envejezca antes lo nuevos embates sociales,
económicos y políticos, por eso, como nos recuerda el autor, “nuestra
obligación es hacerla habitable y adaptarla al presente.” En ese sentido tanto
un conservador como un progresista conciben la política como un medio para
conseguir sus fines ideológicos, sin embargo, el populismo concibe la política
como un fin en sí mismo que le permite perpetuar su propia cultura antidemocrática
que, muy politizada, “recoge el malestar de una parte de la población y lo
traslada a las instituciones con un discurso abierto al galimatías y al
batiburrillo siempre cambiante” El populismo huye de las complejidades sociales
del mundo actual y lo reduce a simplificar los prejuicios que circulan por la
sociedad pero, como subraya Del Molino, “el populismo es política pura,
política autorreferencial, casi metapolítica”, pero entonces… ¿Cómo podemos
vencer al populismo?
El autor se muestra pesimista en el apartado de las
soluciones porque para vencer al populismo hay que bajar al barro donde se
plantea la lucha, ese lugar donde eslóganes y simplificaciones se hacen fuertes
y, una vez allí solo nos espera embarrarnos porque “la política abandona las
coordenadas democráticas y liberales y se convierte igualmente en populista” Sin
embargo el autor atisba una solución más llevadera: Primero hay que fortalecer
la complejidad de las discusiones políticas. Segundo hay que darle a la
política su espacio pero también hay que evitar que colonice cualquier tipo de debate.
Se trataría de conseguir que en ámbitos sociales, deportivos, culturales se
puedan tratar todo tipo de asuntos sin que la decantación política de unos y
otros se sitúe por encima del debate. Alcanzar estos dos objetivos es muy
importante porque los populismos, como construcción cultura antidemocrática, se
asientan en la política gracias al malestar antipolítico que inyecta en parte
de la población y que termina colonizando las instituciones.
La eclosión de sentimientos es otro de los factores que le
dan alas al populismo a costa de una pérdida de pensamiento racional sobre la
que se levantó la idea de democracia liberal, si hombre si, ¿recuerdas la idea
ilustrada?: “Un sistema de gobierno y organización social en el que los
ciudadanos actúan impulsados por razones puras y prácticas” Este combate entre la
razón y los sentimientos permite a Del Molino detenerse en la desaparición de
los rituales porque “no se trata de negar sentimentalidad, sino de llevar las
emociones a su sitio y expresarlas en su dimensión.” Tenemos que huir de una
cierta victimización de todo el que se menea, todo el mundo se siente dolido
por algo o por alguien, desde un chiste a una canción, y además no se permite
que desde fuera se tenga derecho a evaluar la dimensión real de tanto
sufrimiento, es el universo inabarcable de los ofendiditos a tiempo completo,
por eso, y “frente al populismo emocional” que se está aprovechando de la
ausencia de rituales de las nuevas sociedades, Del Molino defiende que esa
ausencia no tiene por qué dejarnos perdidos porque la comunidad debería
recordar que para preservar la democracia en realidad “Basta solo con narrar bien
el dolor”
Patriotismo constitucional
Para comenzar me parece interesante acudir al historiador
Santos Juliá que nos recuerda como, al contrario de lo que ocurre con las
narraciones históricas, los mitos o los rituales no envejecen, proporcionan
creencias colectivas para dar sentido a la vida en comunidad y, aunque la
verdad no es necesaria, el verdadero problema radica en el peligro que corren
quienes se atreven a ponerlos en duda o a formular preguntas acerca de su
validez, semejante atrevimiento los deja fuera de la comunidad política. Para Del
Molino los dos mitos que asolan la comunidad política son el nacionalismo
catalán y el español y los confrontas con el patriotismo constitucional pero,
antes de entrar en la tesis del autor, creo que es interesante detenernos en
dos análisis previos.
El primero es el del catedrático de historia Javier Moreno
Luzón que recuerda que no es tan fácil separar el patriotismo del nacionalismo
porque el patriotismo racional y el nacionalismo emocional, excluyente y agresivo
tienen algo en común: Sus vínculos se establecen con una nación concreta o con
ese colectivo que, provisto de derechos políticos, o tiene soberanía o aspira a
conseguirla. En ese sentido Del Molino aboga por “orientar los impulsos
instintivos de amor y aprecio al propio país hacia el cultivo de una actitud
constructiva conviviente y democrática” porque el peligro de aproximar el
patriotismo al nacionalismo es un mal que ya sufrimos cuando “el patriotismo de
España fue secuestrado por el nacionalismo español franquista.”
El segundo análisis pertenece al catedrático de Derecho
Constitucional Rafael Bustos que elabora un listado de tres posibilidades para
combinar nacionalismo y patriotismo a la hora de entender España. La primera
posibilidad es una España compuesta por personas que se sienten españoles
porque comparten historia, lengua, cultura o tradiciones. La segunda es un
concepto que, partiendo del anterior, cuestiona su exclusividad y así los
sentimientos de identidad y pertenencia se pueden compartir en distintos grados
de intensidad sin generar conflictos. Se puede ser catalán y español a la vez
sin que las identidades sean excluyentes. La tercera es que la definición de
España no procede del sentimiento, sería una razón expresada a partir del Derecho.
España es una comunidad de ciudadanos con los derechos y deberes reconocidos en
la Constitución. Del Molino parte de esta tercera concepción de España para
defender el patriotismo constitucional frente al nacionalismo que se tiene que
enfrentar a la gran paradoja que niega su propio objeto: “Si la nación se
construye, es que no preexiste.” Y ahí radica la gran diferencia, mientras que
el nacionalismo sueña con construir una nación, el patriotismo constitucional
“no quiere construir nada, solo organizar la convivencia.” Veamos su receta: Se
toma el país heredado como está y se apuesta para que todos lo que lo habitan
lo hagan en igualdad de condiciones y puedan participar en la comunidad
política. “El patriota constitucional entiende que los titulares de los
derechos son los individuos, no los territorios ni las lenguas.” En el caso
español las herencias contraídas para construir una democracia tiene, como
otras democracias, miserias, fantasmas y tabúes y, aunque mejorable, el autor
defiende que ya va siendo hora de que el franquismo deje de ser un “comodín
argumental que resuelve cualquier disputa” porque, claro que el franquismo ha
dejado una huella profunda en nuestro pensamiento pero, como las banderas
desteñidas que adornaron los balcones de nuestras calles para mutar de
españolas a austriacas, quizás ya va siendo hora de construir una comunidad
política fuerte y abierta donde “la identidad es líquida, inasible y ajena al
sentimiento nacional. Un país así puede admitir en su seno a cualquiera que
quiera pertenecer a él, no sólo a los que el azar ha obligado a nacer en su
suelo.”
Pero, como recuerda Del Molino en palabras de Benedict
Anderson, una nación necesita algo más que una declaración jurídica, necesita
de una mitología común para comunicarse y funcionar, eso que Hobsbawn definía
como “el cemento retórico que une a los ciudadanos” mediante una tradición
inventada. Del Molino en este punto se muestra especialmente pesimista porque
la Transición ha terminado por perder el aura que tuvo de renacimiento
democrático y desfallece como ese símbolo ritual que vincule a los ciudadanos
entre sí, de a poquitos olvidamos que el día de la Constitución fue la fecha de
nacimiento de nuestra democracia y terminamos por caer en la rutina de cada
cual y así, el día de la Constitución es como la tarde triste de un domingo
invernal que, si las fechas van bien, forma parte de un puente que muchos
llaman de la Inmaculada. Por eso Del Molino reclama un “algo más que tiene que
ver con la parte irracional y ritual de la vida en común”
Frente al pesimismo de Del Molino, el historiador Álvarez
Junco le contestó en una charla entre ambos publicada en Babelia con la
propuesta de construir nuevos mitos que nos ayuden a la cohesionar la nación y ensalzar
los valores constitucionales mediante acontecimientos concretos: Bartolomé de
las Casas se pasó su vida defendiendo a los indios y criticando que se los
esclavizara. Olvidemos que propuso para resolver aquel problema con el trabajo
esclavo de los negros de África y destaquemos su lucha por los indios. Vinieron
las Cortes de Cádiz, el liberalismo y a
muchos españoles les tocó salir fuera en varias oleadas de exiliados políticos
que terminaron en 1939. Esos españoles por el mundo hicieron enormes
aportaciones culturales que se reconocen más en el extranjero que aquí. “Elaboremos
ese mito, enseñémoslo en la escuela” para de que el patriotismo constitucional
fuera el pegamento que nos uniera, en palabras de Junco: “No se trata de
decirle a la gente que somos los mejores y los más listos, se trata de ser
capaces de apreciar lo que somos y de tolerar al disidente, hemos hecho ese
tipo de cosas en el pasado y se trata de hacerlo en el futuro. Y eso hay que
enseñárselo a los niños. También a mirar los horrores del pasado. La Transición
se hizo en buena parte por miedo, por miedo a que se repitiera la Guerra Civil.”
Y precisamente porque las nuevas generaciones ya no guardan una memoria de la
guerra que sobrevoló la llegada de la democracia, es hora, termina por afirmar
el historiador “de enseñar lo que ocurrió. Pero eso es muy complejo frente al
discurso de un populista, que dice que somos los mejores, que viva España y le
da al bombo. Ese gana las elecciones seguro. Por eso, como sugiere Del Molino,
hay que adquirir nuevos ritos y mitos con cierta prudencia porque “utilizar las
estrategias del enemigo acaba convirtiéndote en él” y, por lo tanto, “se impone
un rearme simbólico más estimulante.”
Para contextualizar el concepto de patriotismo acudo a María
José Guerra Palmero que, formulado por Habermas, fue una reacción al
revisionismo de la experiencia nazi en un contexto de afirmación del discurso
nacionalista. La idea se sustenta en el pluralismo liberal de “una sociedad en
la que puedan coexistir diversas formas de vida culturales sin menoscabo de la
inclusión democrática” de manera que la integración de grupos y subculturas se
haga con sus propias identidades colectivas que se deben desvincular del nivel
de integración política. Guerra Palmero subraya que el patriotismo
constitucional necesita socializar a todos los ciudadanos en una política
común, y que lo ideal sería que se vehiculara a través de introducir en el
currículo escolar una asignatura para la Educación de la Ciudadanía diseñada
para conocer y reflexionar sobre la Declaración de los Derechos Humanos y sobre
la Constitución española de 1978.
El actor Juan Diego Botto, argentino de nacimiento pero
criado en España desde los dos años, plantea una nítida diferencia entre los
sentimientos y la política cuando Natalia Junquera le pregunta en una
entrevista en El País si ama España. “Tengo sentimiento de pertenencia a este
lugar que me acogió. Eso no es político, es afectivo. Se expresa en el fervor
por el gol de Iniesta, en la melancolía con la que extrañas tu barrio cuando
estás fuera, en el afecto con el que de repente te entra un pasodoble que
sientes como un himno, un himno vital. Ser patriota tiene que ver con el
contenido, no con el continente. Para mí, un patriota es el que se preocupa por
la gente que habita un lugar, porque tengan la mejor educación y sanidad
posibles, y no por la liturgia de una bandera. No eres más patriota por
enarbolar ciertos símbolos.”
La España vacía no tiene remedio
Que la España vacía no tiene remedio ya lo afirmó Del Molino
el 2 de Marzo de 2017 en una conferencia en el Patio de la Infanta de Zaragoza
bajo el título “Despoblación y desvertebración regional” Su afirmación se
sustentaba en un planteamiento global: En occidente es evidente el declive de
las áreas rurales mientras la mayoría de la población busca para vivir el
hábitat de la ciudad pero, y este punto es muy importante, si somos capaces de
admitir la imposibilidad de recuperación, tal vez encontraremos un nuevo punto
de vista. Del Molino lo tiene claro y afirma que si al final tenemos que abandonar
las ciudades lo haremos “cabizbajo y de luto, arrasados por la tragedia.” Sin
embargo, defiende el autor, los problemas de la España vacía nos conciernen a
todos porque urbanitas y rurales “nos encontramos ante una cuestión de derechos
democráticos que interpela a la condición humana” y la democracia liberal
debería ofrecer el espacio para abordar este problema político desde la pelea
retórica. Se trataría de luchar contra esa retórica que niega el campo y se
resiste a incorporarlo al futuro en el que van a primar las grandes ciudades.
Ese es el desafío y para asumirlo tendríamos que empezar por olvidar “que la
vida campesina es una vida natural que devuelve a los seres humanos a un estado
de humildad y fusión con el entorno previo a la existencia de las ciudades” para
este negociado De Molino afirma que la “vida campesina sigue estando muy lejos
tan lejos de los cazadores-recolectores como un dandi urbano que se acoda en la
barra de una coctelería” porque “allí donde viven los seres humanos, la
naturaleza se ha transformado en un paisaje artificial.” Esta idea me recuerda
lo que en Geografía Humana se califica como Ager o el espacio cultivado
mientras que, en contraposición, el Saltus es el espacio no cultivado y por lo
tanto el espacio natural no transformado. El Saltus permanente supone el 20% de
las tierras emergidas y está compuesto por hielo, roca desnuda o agua, pero
también lo es el hábitat dedicado al uso residencial que puede ser urbano o
rural. En cualquier caso el espacio habitado por el hombre tiene tan poco de
natural como los productos con los que nos alimentamos. Siguiendo esa línea de
pensamiento recuerdo al cocinero Ferrán Adriá cuando afirma que “eso de comer
natural es imposible” porque afirma que en biología, “lo natural es que lo que
crea la naturaleza. Y en el caso de las frutas y verduras es el hombre quien
los ha creado. Los frutos naturales están en los Andes y son incomestibles.
Todas las frutas y verduras que comemos habitualmente son artificiales”
Por eso la idea que maneja Adriá de lo que es y no es
natural está muy cerca de las afirmaciones de Del Molino en cuanto a que
urbanos y rurales estamos tan alejados de la naturaleza como de los
cazadores-recolectores. En cualquier caso Del Molino no cuestiona “la
intervención sobre el paisaje, sino hasta donde tiene derecho la humanidad a
servirse de la naturaleza. Lo difícil es acordar dónde está la raya.” El autor
vuelve de nuevo a esa idea de que en lo político está la solución, se trata de
desmoralizar la versión de la historia que convierte a los seres humanos en el
“agente patógeno que rompe el equilibrio del planeta mediante el artificio, la
codicia y la maldad”. Sin embargo quizás deberíamos pararnos a pensar que no
hay una ruptura con la naturaleza desde los asentamientos agrícolas de la
revolución neolítica, y que tan solo nos comportamos de acuerdo a nuestra
idiosincrasia. Comenzar a pensar las cosas desde ese punto de vista consigue
eliminar cualquier dogma religioso del ecologismo o el culto al buen salvaje y
así, tal vez seamos capaces de afrontar la catástrofe que se nos viene encima dando
el gran salto político que se precisa para su análisis, debate y solución.
Provincias
Del Molino ha decidido que ya está bien de sobrevolar las
alturas de las construcciones políticas y empieza un lento descenso a la
realidad más cercana y claro, el primer destino son las ciudades de provincias
que “olvidadas en todos los debates”, es allí “donde más se nota el proceso de
desintegración de la comunidad política española.” El autor refuta “el mito
propagado por nos nacionalistas catalanes y aceptado en general” de que España
se convirtió en un país centralista gracias a los decretos borbónicos de Nueva
Planta de 1714, si acaso, afirma el autor fue la apertura de un largo proceso
de más de dos siglos hasta llegar a un Estado moderno que reemplazó el antiguo
régimen. Esta idea de un largo proceso me lleva hasta el hispanista Gerald
Brenan, a la importancia que le asigna a la “patria chica”, como cada ciudad de
provincia es “el centro de una intensa vidas política y social” y así, la
vinculación a la ciudad natal puede resultar mucho mayor que la patria o al
Estado y ese, afirma Brenan, es un problema político de primer orden que
precisa alcanzar cierto equilibrio “entre un gobierno central eficaz y los
imperativos de la autonomía local.” En ese sentido Del Molino advierte que la
democracia liberal que aspire a ser algo más que una bandera debería cuidar la
ciudad de provincia y su funcionamiento en red como nexo de unión entre el
poder y los rincones más lejanos: “Una vida provinciana estable garantiza la
integración de los ciudadanos en la normalidad democrática.”
Del Molino aún desciende más en su análisis y nos invita a
pensar en nuestros vecinos y nos invita a realizar una pregunta básica que responda
“con quién y cómo queremos vivir” porque la realidad más cercana se observa a
través de la ventana, y en esa proximidad debería ser el germen de cualquier
proyecto político. La cuestión esencial es preguntarnos dónde y cómo queremos
vivir, en un espacio rural o urbano, en la megaciudad o en la ciudad de
provincias. Del Molino nos invita a reflexionar porque la decisión de vivir
lejos de los modelos más razonables que el mundo ha puesto en juego, es una
decisión que tiene un precio alto y quizás deberíamos preguntarles a quienes
repueblan una aldea abandonada para saber si estaríamos dispuestos a dar ese
salto vital.
Uno podrá estar de acuerdo o no con la percepción que tiene
Del Molino de este país que el definió, con un acierto que quizás no esperaba,
como La España Vacía, pero lo que no se puede discutir es su amor por esta
tierra y las ganas de debatir sobre su futuro. El estilo de Del Molino es una
de las grandes virtudes del libro y esa capacidad para llevarnos de un lugar a
otro a base de citas, referencias y una construcción de la narración tan
erudita como entretenida, de manera que permite diferentes grados de lectura
dependiendo de cada lector y lo hace con un tono agradable de manera que la
narración siempre te invita a seguir con la lectura. Pero además este libro nace
con la vocación de ser la campana que nos despierta para percatarnos de que ni
somos tan frágiles ni estamos tan aislados, que el concepto España sigue siendo
posible con sus mitos, su historia, sus ciudades y su gente. Y tal vez, en esa
nueva construcción me atrevo a invitarles a que hagan caso a Santiago Auserón cuando
nos recuerda que el título de su disco “De un país en llama” surgió recorriendo
las carreteras de los años ochenta de este país mientras giraba con su grupo Radio
Futura. El aquellos caminos solían encontrarse con la quema de rastrojos
después de la cosecha que favorecían la aceleración del proceso de recuperación
de la tierra. El fuego acababa con las pestilencias y las cenizas devolvían a
la tierra los nutrientes, una técnica del neolítico, ese período en el que Del
Molino asentó las bases para contar que ahora, en pleno siglo XXI, tenemos que
construir una comunidad política que otorgue derechos y obligaciones mutuas,
desde la plaza de cualquier pueblo hasta el sofá del salón de cualquier ciudad,
o como cantaba Pepe Da Rosa, del cabo de Gata al de Finisterre.
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