La talla 44 no estaba en la percha.
Se lo dije al tendero y se fue hasta el almacen.
No había talla 44 y me trajo la 42.
Era evidente que aquella prenda tan exigua no me cubría esta tripa de noventa kilos.
No me atrevía a pedirle la 46, que si estaba en tienda.
Fue Migue quien me la trajo.
Aquello era otra cosa, sobre todo porque podía respirar.
Salí del probador convencido de encontrarme con la mirada acerada del dependiente, al contrario, «¿le gusta el pantalón?» me preguntó con amabilidad natural, nada del resabio baboso de algunos dependientes.
Le contesté con un triste "si", cuando me hubiera gustado contarle que tengo una camisa de cuadros marrones que le va espupéndamente, y que voy a ir a la comunión de María hecho un pincel y que..., en fin, que no le dije nada.
Pague con tarjeta y tras la firma me volvió a sonreir.
Una compra de la que he salido muy agustito, pese a la talla 46.
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