El salto de Darwin: El dilema en la selva y la solidaridad social
Van diciendo por ahí que la obra El Salto de Darwin de
Sergio Blanco es una road movie porque sus protagonistas hacen un largo viaje durante
el mes de junio de 1982 por la Ruta Nacional N-40 desde no sabemos muy bien qué
lugar hasta el cabo Vírgenes en la Patagonia Argentina, mientras en la radio y
la tele se libra la última batalla de la Guerra de las Malvinas. La función
está construida sobre la geografía de un viaje iniciático que produce el
desplazamiento emocional de una familia que va a esparcir las cenizas del hijo
muerto en una guerra austral. Sin embargo yo me apunto a esa teoría de
Guillermo Altares que defiende que el western es posible sin caballos, ni
indios, ni cowboys, “que los verdaderos westerns hablan de solidaridad, de
personas que cruzan el mundo para empezar una nueva vida” y la familia de esta
función, más allá de que su vuelta al hogar podría ser el final feliz de una
road movie épica, la realidad es que no vamos a saber a ciencia cierta si su
viaje se ha terminado en el Sur del Sur, sin embargo sí que estaremos seguros
de que sus vidas han cambiado tanto que ya no podrán seguir el argumento de su vida
anterior al viaje, y que la nueva vida que se abre ante ellos es la epopeya de
un western del siglo XX.
El viaje que nos cuenta la función es la huida hacia adelante de una familia que
busca reconstruir los trozos rotos de sus vidas, por eso afloran los
conflictos, las contradicciones y esa encantadora condición humana que tan bien
reconocemos desde la butaca, unos en la debilidad de la pareja más joven, otros
en todas las retrancas, sobre entendidos y los chispazos que saltan entre la
pareja menos joven, y aquí me detengo para resaltar el sobresaliente trabajo de
Goizalde Núñez y Jorge Usón dando vida a esa pareja que se conoce tan bien que
son capaces de asumir su rol en la pareja con la paciencia de quien sabe que muchas
veces las cosas no siempre son como a uno le gustaría que fuesen y que la vida,
quien sabe, tal vez sea agarrarse a todas las demás. En esa tesitura las
relaciones y la acción dibuja una comedia trágica que muestra una cotidianidad
conmovedora como el preámbulo revelará la condición humana del Homo Sapiens, un
animal al que todos debemos comprender y perdonar en sus debilidades y que
guarda muchas similitudes con los pre neandertales que cuidaron a Benjamina,
una niña que nació en Atapuerca hace 530.000 años con una malformación rarísima
del cráneo y que, como ocurría con ancianos, débiles, enfermos o discapacitados,
se benefició de toda una comunidad volcada en su cuidado. Eran los cuidados
especiales para recalcar que, si Darwin defendía
esa máxima de que el individuo mejor adaptado es el que tiene más posibilidades
de sobrevivir, el comportamiento social solidario es capaz de dar un salto
evolutivo que separa a los humanos del mundo de los animales desde los
neandertales hasta el día que el ejército británico venció al ejército
argentino en las Islas de las Malvinas.
El salto de Darwin es un muestrario donde amor, humor y dolor
tienen un objetivo sanador siempre y cuando todos conduzcan en la misma
dirección, la dirección que marca un Ford Falcón de 1971 donde Padre, Madre,
Hijo y Novio atraviesan un país y abren sus almas para comprobar que las
debilidades humanas son la gasolina que nos ayudan a vivir tal y como somos, gracias
a las certezas que nos proporcionan la fe, peto también las mentiras piadosas
de esos que están a nuestro lado y que tanto nos aman aunque a veces seamos
incapaces de detectarlo.
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