La curvatura de la córnea

30 diciembre 2006

Niebla

Hace una semana que la niebla no me deja ver el sol. Esta mañana me he asomado a la ventana, estaba cansado y triste, muy triste. Los tensores de las antenas del barrio están pintados del blanco que produce la congelación de la niebla, la estampa navideña es espectacular gracias a que anoche acabé con todos los papanoeles escaladores de la margen derecha del Ebro River, y después de tanta masacre tampoco estoy contento.
Esta tarde conduciré en paralelo a la ribera hasta escapar, dirección sur, de este manto que nos congela. Desde la falda del San Just, a más de novecientos metros sobre el nivel del mar, disfrutaré del añorado sol de invierno, el mismo que nos permitía romper los chupahielos de Los Pajares en pantalones cortos, el mismo que deshelaba los charcos del Barranco Malacara, el mismo sol que daba paso a una noche estrellada, la misma noche que veré hoy. La misma noche de hace muchos años, cuando la infancia era mi patria.

25 diciembre 2006

James Brown

James Brown ha muerto y desde esta bitácora os pido un minuto de música para honrar su memoria.

Demetrio Aldous (VI)

1-2-3-4-5

El cartero de Las Parras se levantó el día de San Juan y cuando iba a pelar la manzana del desayuno se percató de la desaparición de su navaja. La perica era una máquina perfecta de acero templado, mango de nácar y el nombre de Agapito grabado en la hoja. Se fue hasta el chorredero y la encontró junto a los rescoldos fríos de la hoguera que alumbró los conjuros de la noche anterior. Conjuros de chacota para reclamar intercesión a los muertos, solicitar deseos carnales para las mozas casaderas y ahuyentar el advenimiento de cualquier tipo de seres malignos. Eran tan de broma que Sebastiana La Cana se personificó sin ningún problema. Lo hizo sobre el pedestal de piedra con la cruz tallada que guarda la entrada a la era de las brujas. Estaba en cueros. Los senos, almibarados por secreciones seminales de erecciones soñadas y prohibidas por mandamientos divinos, estaban cubiertos por su larga melena de carbón y luna. Tenía un cuerpo esculpido con el propósito de satisfacer las apetencias de Eros, sin embargo, el rostro se mostró árido, como si un millón de lustros lo hubiera roturado para plantar, sin orden ni concierto, verrugas velludas del color del vinagre. Su presencia era poderosa y tan cargada de magnetismo que Agapito le regaló sin titubear su más preciado tesoro. Ella sostuvo la cheira albaceteña con ambas manos, la llevó hasta el Monte de Venus entre cánticos milenarios de puerperio y cordón umbilical y rasuró la pelusa azabache que adornaba el lupanar donde se concentraban todas las terminaciones nerviosas del placer. Agapito el Cartero quedó tan impresionado por la escena que dejó de hablar por los siglos de los siglos amén. Desde ese día repartió el correo avisando con el tolon-tolon de un cencerro, con los ojos extraviados de un loco y la cara extasiada de quien cree haber visto una Virgen.
Sebastiana La Cana estrenó sus malas artes con Pepe Aldous al que apodó El Rasurado. El conjuro tenía por finalidad que los labios de tan apuesto hombretón besaran el afeitado Monte de Venus, libaran en la profundidad de sus genitales y mordieran el clítoris inflamado por el deseo irrefrenable de sentir a un varón vagar por las dehesas virginales de su cuerpo. Pero el padre de Demetrio no cayó en las redes del lívido de la bruja que durante una noche de ventisca y nieve violeta imploró para que aquella afrenta se viera vengada.
La voz de la bruja fue escuchada y Pepe El Rasurado murió sin conocer a su hijo mientras en medio de la tormenta invernal, Sebastiana La Cana ejerció de matrona y de oráculo del futuro. La vida de Demetrio quedó marcada para siempre por el vaticinio de la mujer que había llevado a su padre a la tumba.
Continuará…

23 diciembre 2006

El almacén

El almacén de un garito no parece el sitio más adecuado para llevar a cabo un acto cultural. Las suspicacias quedaron fulminadas ante (viajecito al tópico) la verborrea argentina del responsable de la organización.
Todos los eventos que allí se han realizado en el pasado y los que piensan celebrar en el futuro tienen el espíritu de lo alternativo, un claro marchamo de circuito off y hasta se utilizó el término de clandestino para definir un espacio dónde cualquier creativo tiene la posibilidad de mostrar sus textos, su voz, su obra visual aunque la tabla rasa de la leyes califiqué el lugar como prohibido. Estos condicionantes, junto a la meditada y elegida decisión de la organización por mantener el anonimato, me impiden describir el acogedor local de copas en el que anoche tuve el placer de ver una excelente actuación con Don Nadie a la música, Daniel Rabanaque a los versos y el colectivo Zombra a las imágenes.
La salida de Don Nadie al escenario me causó una profunda impresión porque el guitarrista era el vivo retrato de Pablo Abraira cuando el éxito le sonreía con la ornitológica canción “Gavilán o Paloma” Un dúo que presenta una Interesante propuesta musical a base guitarras limpias y sencillas, y unas voces que tan pronto sonaban raciales, profundas, milenarias, como, lo juro, a las extensiones vocales de los coros al estilo Bunbury. Excelente versión de “Fever” con voz subyugante y potente línea de bajo. Sobresaliente.
Daniel Rabanaque recitó su versos acerados abrazados al excelente soporte sonoro de Don Nadie que enriquecieron con brillantez los textos del autor de “Vaho en el cristal” (Editorial Point de lunettes) La escritura de este zaragozano permite al lector buscar los ritmos, las pausas, incluso los sentimientos enhebrados entre línea y línea. Pero sin lugar a dudas el poeta aportó una excelente técnica narrativa y consiguió mejorar sus palabras escritas con una lección magistral de matización en la voz, en los tonos y hasta ayudó a los músicos transformándose en máquina de ritmo bucal.
Es una agradable novedad que un poeta sea capaz de elevar la calidad de su creaciones con el uso apasionado, medido y brillante de la palabra, con una retórica moderna y muy alejada de los modelos tradicionales de lecturas sin chicha ni limoná a los que tan acostumbrados (y aburridos) estamos.
La avalancha de sonidos y poesía tenía un excelente colchón visual en las imágenes generadas por Zombra. Grafismos habitualmente sencillos pero tratados con tan buen gusto y tanta efectividad que la guarnición se convirtió en uno de los platos principales. La iconografía del evento se acrecentó gracias a los tres proyectores que envolvían el escenario para crear un ambiente especial, una isla entre sombras y luces dónde la música y los textos quedaron perfectamente subrayados, sin excesos, sin los peligrosos alardes de tecnicismo que pueden dejar fuera la calidez de artes tan evocadoras como la música y el verso.
El espectáculo consiguió transmitir emociones a una distancia tan corta como la de treinta personas sentadas, apretaditas y con los cinco sentidos puestos en recibir aquel caudal de creatividad, pasión y buen hacer.
Para terminar nada mejor que uno de mis poemas favoritos de Daniel Rabanaque:

cuarentaiséis

otra vez esta sensación
como ganas de hacerme pequeñito
hasta ocupar aovillado las costuras del sofá

19 diciembre 2006

Y si cierro los ojos


Manuel Álvarez Trigo pensó que la geografía entre su Córdoba natal y Valdeconejos nunca le hubiera llevado hasta un banco nevado de la Plaza del Ayuntamiento de Utrillas. La amistad era la responsable de aquella situación, ella habría trazado el itinerario que le llevaba desde el encarcelamiento hasta el abrazo soñado en libertad con su camarada Gregorio Oro. Un camino de esperanza que se detuvo al auspicio de los grados bajo cero.
La humedad trepó desde los pies hasta las corvas ante la posibilidad de pasar la noche al raso sabiendo que no era una buena idea. La persiana del estanco lo sacó de sus reflexiones, lo hizo con tanto estruendo que giró la cabeza con retazos de desgana pero con la suficiente curiosidad para certificar la procedencia del ruido, un gesto reflejo muy alejado de la indagación, un mínimo movimiento de cuello que burló al destino, la chispa adecuada que activó un resorte olvidado, el despertador de la inquietud dormida en el jergón de la memoria.
Un trío de clarinetistas cruzó ante los ojos atónitos del cordobés, cada uno portaba un maletín de instrumento, lo hacían con enjundia, en perfecta formación, marcando el paso como si ensayaran el andar rumboso que se les exige a los músicos en procesiones y pasacalles. Los tres zagales formaban parte de las incorporaciones infantiles a la Banda de las Minas y Ferrocarriles de Utrillas, una propuesta novedosa que partió de Don Eusebio Monterde con el fin de garantizar continuidad y juventud a la formación musical que él mismo dirigía.
Manuel se sacudió el frío y siguió a la terna de chavales hasta el umbral de lo que parecía un almacén pero no se atrevió a entrar. Esperó con las orejas muy abiertas y el otro lado de la puerta le devolvió el jolgorio de instrumentos que se afinan, correrías de sillas que se colocan en semicírculo y tres golpes de batuta sobre un atril.
“La canción del olvido” sonó fluida, rotunda y con algunos desajustes inapreciables para el profano. La melodía tuvo el poder balsámico del mejunje cervantino de Fierabrás, fue capaz de suturar heridas y olvidar barrotes. Las manos ateridas de frío abandonaron las profundidades de los bolsillos del gabán para surcar el aire y construir un ballet de mimo: Extendió el brazo izquierdo hasta el infinito y los largísimos dedos hasta el más allá, apretó la mano derecha contra un arco intangible que paseó sobre las cuerdas tensas de un violín de viento y quimera.
No hubo reloj capaz de medir el tiempo que sólo volvió a caminar con el silencio. Los músicos descansaban. Manuel giró el picaporte, empujó la puerta y entró sin sospechar el cambio que iba a producirse en su vida. La primera mirada se desplegó lenta, afectiva y minuciosa sobre los instrumentos: Clarinete, saxofón, trompeta, bombardino, trombón, tuba, platillos, caja y bombo.
— Buenas noches señores, ¿me permitirían escuchar la segunda parte del ensayo?
— Por supuesto — respondió el director Monterde que estaba asombrado por la extasiada expresión del recién ingresado — ¿Es usted aficionado a la música?
— Si, la música me gusta. — Manuel hizo una pausa que le llevó hasta muchos años atrás, hasta su primer día de clase de solfeo — Toco el violín.
— ¡Eso es estupendo! — se alegró Don Eusebio — Si a usted le place se puede incorporar a este modesto ensayo. Sería un honor contar con el sonido clásico del violín entre estos instrumentos de viento y percusión.
Manuel encogió los hombros contrariado y en su cara se pudo leer la tristeza de tantos meses sin el tacto suave de la madera, las cuerdas y los pentagramas.
— No se preocupe — resolvió el director con presteza — ya veo que no dispone de instrumento pero eso no será obstáculo. José López y Julián Ávalos andar a la carrera a casa de Antonio Giménez, decirle que el recado va de mi parte y que, por favor, necesitamos su violín.
Los jovenzanos volaron como las flechas y en un periquete Manuel apretó las clavijas a la pasión de su vida, los dedos recordaron con prontitud la coreografía mil veces ensayada y los primeros sonidos fluyeron chispeantes y afinados.
— ¡Me ca…! — No terminó de decir Don Eusebio — resulta que ahora no tengo partituras para usted.
— No se preocupe. — Dijo el violinista con pausada tranquilidad — Puedo seguir la partitura del saxofón alto.
Los ojos del director se dilataron para conformar un gesto de admiración. Para que un violín pueda tocar en el mismo tono que un saxofón se tiene que, además de leer las notas, trasladarlas a una distancia de una tercera menor, y esa operación mental requiere grandes dosis de conocimiento y práctica musical.
“La leyenda del beso” rompió el tenso segundo que precedió a la memorable interpretación de Manuel, una ejecución magistral que finalizó con euforia en los aplausos, camaradería entre los músicos y una avalancha de inevitables preguntas.
Manuel Álvarez Trigo pasó la noche junto a las calderas del Pozo Santa Bárbara en compañía del fogonero Ramón Calvo, sobrino de quien prestó el violín a un cordobés perdido entre el futuro y el sur, un violinista de talla mundial que dirigió la Banda y la Escuela de Música de la Minas y Ferrocarriles de Utrillas con tanta seriedad y buen hacer que sus notas viajaron hasta Zaragoza capital dónde el maestro Sariñena, director de la Orquesta Sinfónica, elevó un informe muy favorable en el que se alababa el buen hacer de aquellos músicos de vocación y mineros de profesión.
Sesenta años han pasado desde que ocurrió lo relatado y dicen las crónicas populares que a Don Manuel le pudo el alcohol y terminó por faltar con cierta frecuencia a los ensayos, que un día abandonó Utrillas y volvió al camino que por un tiempo lo dejó varado en un pueblo de la provincia de Teruel, que se enroló en un grupo de variedades y recorrió el mundo por enésima vez, que hizo gala del artista que llevaba en las venas. Y si cierro los ojos, puedo verlo disfrutar de la música en un vaivén de café concierto y verbenas.

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14 diciembre 2006

Palabras

Mi padre se ha quedado sin palabras. Siempre contó las mismas historias mil veces repetidas y mil veces disfrutadas. Embelesaba a los hijos, y eran multitud, de todos los vecinos, a toda la familia en Navidad, a los nietos (como olvidar la cara ensimismada de Natalia con seis años) A todos menos a mi, y no es reproche. Me recuerdo como espectador de gallinero mientras el resto del público estaba en el patio de butacas. Nunca sentí aquellos cuentos como tales, para mí, era la historia de su vida. Las peripecias de un pueblerino en dos guerras, de guiñol y de Gila, combates sin muertos dónde no había ni buenos ni malos, eso vendría con la pasión por la discusión política y los debates sin cuartel, pero entonces ya me afeitaba y olvidé, tonto de mi, que en la vida casi todo es un cuento. Siempre le agradeceré que no inyectara odio a mi infancia, ese odio que tantas veces he visto entre ganadores y entre vencidos.
Abrió los ojos después de dormitar durante demasiadas horas a un mundo nuevo, al menos eso me inspiró la sorpresa de su rostro. Le invité a expresarse pero renunció a la caja gigante que dentro tenía una caja mediana, la caja mediana contenía otra caja pequeña, pero dentro de la caja pequeña aún había otra más y de esta guisa más de un mes sin que de ninguna de las cajas saliera otra cosa que otra caja, a sus encuentros con animales parlanchines en las curvas que preceden a los Baños de Segura, a sus conversaciones en pleno mes de agosto con sus amigos los Reyes Magos, a Cagancho, a las gachas, a la cabecica de ajos, a Perico Sarmiento que fue a cagar y se lo llevó el viento, a la cabra montesina que rompe cerrojos y llaves y se come a los niños a pares a pares, al colorín colorado este cuanto se ha acabado y el que no levante el culo lo tiene cagado.
Tardé demasiado tiempo en comprender la grandeza de su talento innato para contar. Y ahora, delante del monitor, me pregunto cuanto influyó su salvaguardia por la tradición oral en mis narraciones, por el empeño (y todos los fallos) en transmitir emociones, por sus huellas que encuentro en muchos de mis textos, por tanto gozo (y sufrimiento) sobre las tablas y frente al público, por el dolor que siento de no tener un hijo al que contarle mil y una historias, por ese impulso que ojala me lleve hasta ser lector, narrador, un cuenta cuentos rodeado de niños ¿Cuánto de esos impulsos se los debo a mi padre?
Quizás ha llegado el momento de tomar sus palabras, hacerlas mías (para bien o para mal) y lanzarlas a los cuatro vientos.
***
Las palabras tampoco regresaron durante la última noche. A veces le preguntaba si me reconocía, pero su única respuesta era la mirada, una mirada débil. Mantuvo los ojos abiertos, al menos cada una de las miles de veces que lo miré. Había dejado de moverse de un lado para otro, ya no se agarraba a las barras laterales de la cama, ni siquiera entrelazó sus dedos sobre el pecho. Jugó un par de veces con los conductos transparentes que le mantenían conectado al gotero y esperó a que yo abandonara la habitación, el hospital y mis miedos.
Mi padre murió el domingo diez de diciembre a las nueve y media de la mañana en compañía de mi hermano Sasi. Era la primera vez que me hacía caso en toda su vida.

02 diciembre 2006

Flex

El logotipo estaba serigrafiado en cada una de las cuatro ruedas de la cama. Quizá suene frívolo pero esa fue el primer detalle que alcancé a ver después del traslado de Hospital. La cama era nueva, a salvo de desconchones y óxidos, y disponía de barras anticaída que se accionaban mediante un sencillo sistema de palancas muy alejado de las maniobras mecánicas en la oscuridad de su predecesora: La antigualla turolense.
La habitación aparentaba más amplitud pero el lujo estaba en las mesillas auxiliares que me parecieron más modernas y funcionales que la última vez. Disponían de dos bandejas extraíbles a diferentes alturas, tiradores cromados, freno en las cuatro ruedas multidireccionales y una serigrafía en la que se podía leer “Hospital Universitario Miguel Servet” La ropa de cama y el camisón eran iguales, testimonio palpable de que la administración sanitaria de la Comunidad Autónoma Aragonesa mantenía la identidad interprovincial de sábanas, mantas y almohadas.

***

Movió las manos desde los costados hasta entrelazarlas sobre el pecho. Es uno de sus gestos durante el sueño y que hace muy poco descubrí también como mío.

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Un joven torbellino entró vestido de negro con estampaciones de circunferencias multicolores, botas sin tacón, aretes enormes en las orejas, pelo liso y largísimo. Me deslumbró su sonrisa ¡Cuanta energía!
Atendió a su padre en un periquete de arrumacos, masaje de pies e inmediatamente puso el brillo de sus ojos en mi rostro asombrado que repitió asombro cuando me habló de usted. Yo también sonreí.

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Hay otros ojos, ojos que transitan por los pasillos y no pueden evitar la mirada al interior de las habitaciones. Miradas curiosas a caballo del paso decidido del visitante profesional, miradas dubitativas de quien confunde el pasillo de los pares con el de los impares, miradas que no quieren mirar pero que incomprensiblemente acaban mirando.
Yo también he asaltado con mi mirada el ámbito privado donde un enfermo reposa, gime o vela. ¿Cuál es el motivo de esas miradas? Muchas veces me respondo que es el impulso ante el aburrimiento de tantas horas de paseos sobre baldosas de hospitales, pero me temo que tan solo es una excusa barata. Dime, lector de esta bitácora ¿qué esconden todas esas miradas lanzadas desde los pasillos amarillos de los hospitales? ¿Qué buscan?