Manuel Álvarez Trigo pensó que la geografía entre su Córdoba natal y Valdeconejos nunca le hubiera llevado hasta un banco nevado de la Plaza del Ayuntamiento de Utrillas. La amistad era la responsable de aquella situación, ella habría trazado el itinerario que le llevaba desde el encarcelamiento hasta el abrazo soñado en libertad con su camarada Gregorio Oro. Un camino de esperanza que se detuvo al auspicio de los grados bajo cero.
La humedad trepó desde los pies hasta las corvas ante la posibilidad de pasar la noche al raso sabiendo que no era una buena idea. La persiana del estanco lo sacó de sus reflexiones, lo hizo con tanto estruendo que giró la cabeza con retazos de desgana pero con la suficiente curiosidad para certificar la procedencia del ruido, un gesto reflejo muy alejado de la indagación, un mínimo movimiento de cuello que burló al destino, la chispa adecuada que activó un resorte olvidado, el despertador de la inquietud dormida en el jergón de la memoria.
Un trío de clarinetistas cruzó ante los ojos atónitos del cordobés, cada uno portaba un maletín de instrumento, lo hacían con enjundia, en perfecta formación, marcando el paso como si ensayaran el andar rumboso que se les exige a los músicos en procesiones y pasacalles. Los tres zagales formaban parte de las incorporaciones infantiles a la Banda de las Minas y Ferrocarriles de Utrillas, una propuesta novedosa que partió de Don Eusebio Monterde con el fin de garantizar continuidad y juventud a la formación musical que él mismo dirigía.
Manuel se sacudió el frío y siguió a la terna de chavales hasta el umbral de lo que parecía un almacén pero no se atrevió a entrar. Esperó con las orejas muy abiertas y el otro lado de la puerta le devolvió el jolgorio de instrumentos que se afinan, correrías de sillas que se colocan en semicírculo y tres golpes de batuta sobre un atril.
“La canción del olvido” sonó fluida, rotunda y con algunos desajustes inapreciables para el profano. La melodía tuvo el poder balsámico del mejunje cervantino de Fierabrás, fue capaz de suturar heridas y olvidar barrotes. Las manos ateridas de frío abandonaron las profundidades de los bolsillos del gabán para surcar el aire y construir un ballet de mimo: Extendió el brazo izquierdo hasta el infinito y los largísimos dedos hasta el más allá, apretó la mano derecha contra un arco intangible que paseó sobre las cuerdas tensas de un violín de viento y quimera.
No hubo reloj capaz de medir el tiempo que sólo volvió a caminar con el silencio. Los músicos descansaban. Manuel giró el picaporte, empujó la puerta y entró sin sospechar el cambio que iba a producirse en su vida. La primera mirada se desplegó lenta, afectiva y minuciosa sobre los instrumentos: Clarinete, saxofón, trompeta, bombardino, trombón, tuba, platillos, caja y bombo.
— Buenas noches señores, ¿me permitirían escuchar la segunda parte del ensayo?
— Por supuesto — respondió el director Monterde que estaba asombrado por la extasiada expresión del recién ingresado — ¿Es usted aficionado a la música?
— Si, la música me gusta. — Manuel hizo una pausa que le llevó hasta muchos años atrás, hasta su primer día de clase de solfeo — Toco el violín.
— ¡Eso es estupendo! — se alegró Don Eusebio — Si a usted le place se puede incorporar a este modesto ensayo. Sería un honor contar con el sonido clásico del violín entre estos instrumentos de viento y percusión.
Manuel encogió los hombros contrariado y en su cara se pudo leer la tristeza de tantos meses sin el tacto suave de la madera, las cuerdas y los pentagramas.
— No se preocupe — resolvió el director con presteza — ya veo que no dispone de instrumento pero eso no será obstáculo. José López y Julián Ávalos andar a la carrera a casa de Antonio Giménez, decirle que el recado va de mi parte y que, por favor, necesitamos su violín.
Los jovenzanos volaron como las flechas y en un periquete Manuel apretó las clavijas a la pasión de su vida, los dedos recordaron con prontitud la coreografía mil veces ensayada y los primeros sonidos fluyeron chispeantes y afinados.
— ¡Me ca…! — No terminó de decir Don Eusebio — resulta que ahora no tengo partituras para usted.
— No se preocupe. — Dijo el violinista con pausada tranquilidad — Puedo seguir la partitura del saxofón alto.
Los ojos del director se dilataron para conformar un gesto de admiración. Para que un violín pueda tocar en el mismo tono que un saxofón se tiene que, además de leer las notas, trasladarlas a una distancia de una tercera menor, y esa operación mental requiere grandes dosis de conocimiento y práctica musical.
“La leyenda del beso” rompió el tenso segundo que precedió a la memorable interpretación de Manuel, una ejecución magistral que finalizó con euforia en los aplausos, camaradería entre los músicos y una avalancha de inevitables preguntas.
Manuel Álvarez Trigo pasó la noche junto a las calderas del Pozo Santa Bárbara en compañía del fogonero Ramón Calvo, sobrino de quien prestó el violín a un cordobés perdido entre el futuro y el sur, un violinista de talla mundial que dirigió la Banda y la Escuela de Música de la Minas y Ferrocarriles de Utrillas con tanta seriedad y buen hacer que sus notas viajaron hasta Zaragoza capital dónde el maestro Sariñena, director de la Orquesta Sinfónica, elevó un informe muy favorable en el que se alababa el buen hacer de aquellos músicos de vocación y mineros de profesión.
Sesenta años han pasado desde que ocurrió lo relatado y dicen las crónicas populares que a Don Manuel le pudo el alcohol y terminó por faltar con cierta frecuencia a los ensayos, que un día abandonó Utrillas y volvió al camino que por un tiempo lo dejó varado en un pueblo de la provincia de Teruel, que se enroló en un grupo de variedades y recorrió el mundo por enésima vez, que hizo gala del artista que llevaba en las venas. Y si cierro los ojos, puedo verlo disfrutar de la música en un vaivén de café concierto y verbenas.
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