Justicia talibán
Jorge Said está en Kabul para ser nuestros ojos. En la
crónica de hoy cuenta su deambular por la zona perimetral de aeropuerto
custodiada por los noruegos donde miles de personas avanzan y retroceden
desesperadas por entrar. El acceso es una puerta metálica pero para llegar hay
que saltar una alambra, después salvar
un canal por el que, a modo de foso, discurren dos metros ancho y dos de
profundidad de aguas sucias. En medio de la corriente hay un alambre de espino
y a cada lado cientos de personas esperando. No cuántas han sucumbido dentro
del canal.
Said se encuentra con un hombre abatido de unos cincuenta
años que, junto a su mujer y sus dos hijos de nueve y diez años, le cuenta que
trabajó durante cinco años para Estados Unidos como guardia de seguridad y que
lleva cinco días acudiendo al aeropuerto con todos los papeles en regla. Este
hombre es uno de los miles de personas que han colaborado con las fuerzas militares
extranjeras y que ahora temen las represalias del nuevo régimen talibán. Su
ejemplo explica a la perfección la distancia que va desde octubre de 2001
cuando George W. Bush ordenó el comienzo de la Operación Libertad Duradera que,
con un nombre tan esperanzador ha terminado en agosto de 2021 con unas
declaraciones de Biden para olvidar eslóganes y poner las cosas en su verdadero sitio: “El
objetivo del despliegue nunca fue construir una nación democrática, sino luchar
contra el terrorismo”
El hombre sentado junto al canal que delimita el aeropuerto
de Kabul está desesperado porque le han robado la bolsa de viaje justo cuando
trataba de pasar por encima del alambre. La bolsa de viaje contenía 7.000 dólares.
Todo su dinero, el dinero que guardaba para, si todo fallaba, intentar escapar
por tierra vía Irán o Pakistán. El hombre ha perdido toda esperanza y entre
lamentos afirma: “Ojalá a los ladrones los encuentren los talibanes y les
corten las manos.”
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