Las gotas del agua de planchar
(Gracias a Leila Guerreriro)
Cuando mi madre sacaba el paño y las sábanas viejas con las
que transformaba la mesa de la cocina en el territorio de la plancha, yo salía
corriendo a por mí cubo de detergente Colón y lo volcaba junto a la nevera.
Enseguida ordenaba aquel batiburrillo y lo transformaba en mi batalla favorita,
de un lado los indios Apaches pertrechados de caballos, arcos y hachas. A una baldosa
de distancia el Exin castillo con muralla, torres y ciudadela al cuidado de un
buen número de marines norteamericanos. Siempre dudaba en qué lugar colocar a
los vaqueros y la mayoría de las veces terminaban ajenos a la batalla al
cuidado de un ganadería de osos pardos, cocodrilos y unos cerdos tremendamente
gordos que cuando llegaba Navidad se trasladaban al portal de Belén.
Mientras los indios rodeaban las murallas y caían como
moscas, mi madre ponía dos gruesas planchas de metal sobre la cocina de carbón
para que se fueran calentando, llenaba una taza transparente de Duralex con
agua del grifo y, sobre el sillón de anea donde siempre se sentaba mi padre, colocaba
un montón de ropa. Entonces comenzaba la coreografía, el ir y venir de las
planchas desde lo alto de los fuegos a los cuellos de las camisas o los
pantalones vueltos del revés. De vez en cuando mi madre metía los dedos en la
taza con el agua de planchar y con un movimiento magistral distribuía las gotas
sobre la prenda en la que inmediatamente aplicaba la plancha de turno con unos
movimientos ágiles, rápidos y certeros.
Yo alargaba la batalla innecesariamente porque, aunque la
fuerza bélica de las metralletas y los cañones de los marines era inmensamente
superior al rudimentario equipamiento de los Apaches, en realidad estaba
esperaba el gran momento que, no sé cómo lo hacía, me pillaba desprevenido: Mi madre
mojaba sus dedos en el agua para planchar pero, en el último momento hacía gala
de una gran habilidad, giraba la muñeca en el último momento y mandaba un par
de ráfagas de gotas de agua de planchar sobre mi cara. Entonces yo daba un
respingo y protestaba enérgicamente con un falso y mal disimulado enfado que mi
madre curaba con otra y otra y otra ración de gotas que ya les hubiera gustado
a los Apaches como munición para tomar el castillo. Todo terminaba en una
explosión de carcajadas y, mientras mi madre no dejaba de planchar, yo me revolcaba
por el suelo incapaz de dominar la risa.
De a pocos regresaba la calma y entonces mi madre me pedía
que le llenara la taza de agua porque con un trasto como tú por aquí no hay
manera de planchar con tranquilidad. A mí me gustaba mucho acercarme, tomar la
taza y llenarla de nuevo porque cuando la devolvía a la zona de operaciones mi
madre me miraba con una sonrisa, me decía gracias hijo mío y yo sentía toda la
fuerza de su amor.
El momento mágico se esfumaba cuando yo abría con rapidez la
puerta de la calle mientras mi madre gritaba escalares abajo: ¡¡¡Javi recoge
todos esos trastos que has dejado en medio!!! Pero yo ya corría por el Barrio
del Piojo camino de la vía vieja del tren.
Etiquetas: Relato
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