La curvatura de la córnea

09 agosto 2021

Las gotas del agua de planchar

 


(Gracias a Leila Guerreriro)

Cuando mi madre sacaba el paño y las sábanas viejas con las que transformaba la mesa de la cocina en el territorio de la plancha, yo salía corriendo a por mí cubo de detergente Colón y lo volcaba junto a la nevera. Enseguida ordenaba aquel batiburrillo y lo transformaba en mi batalla favorita, de un lado los indios Apaches pertrechados de caballos, arcos y hachas. A una baldosa de distancia el Exin castillo con muralla, torres y ciudadela al cuidado de un buen número de marines norteamericanos. Siempre dudaba en qué lugar colocar a los vaqueros y la mayoría de las veces terminaban ajenos a la batalla al cuidado de un ganadería de osos pardos, cocodrilos y unos cerdos tremendamente gordos que cuando llegaba Navidad se trasladaban al portal de Belén.

Mientras los indios rodeaban las murallas y caían como moscas, mi madre ponía dos gruesas planchas de metal sobre la cocina de carbón para que se fueran calentando, llenaba una taza transparente de Duralex con agua del grifo y, sobre el sillón de anea donde siempre se sentaba mi padre, colocaba un montón de ropa. Entonces comenzaba la coreografía, el ir y venir de las planchas desde lo alto de los fuegos a los cuellos de las camisas o los pantalones vueltos del revés. De vez en cuando mi madre metía los dedos en la taza con el agua de planchar y con un movimiento magistral distribuía las gotas sobre la prenda en la que inmediatamente aplicaba la plancha de turno con unos movimientos ágiles, rápidos y certeros.

Yo alargaba la batalla innecesariamente porque, aunque la fuerza bélica de las metralletas y los cañones de los marines era inmensamente superior al rudimentario equipamiento de los Apaches, en realidad estaba esperaba el gran momento que, no sé cómo lo hacía, me pillaba desprevenido: Mi madre mojaba sus dedos en el agua para planchar pero, en el último momento hacía gala de una gran habilidad, giraba la muñeca en el último momento y mandaba un par de ráfagas de gotas de agua de planchar sobre mi cara. Entonces yo daba un respingo y protestaba enérgicamente con un falso y mal disimulado enfado que mi madre curaba con otra y otra y otra ración de gotas que ya les hubiera gustado a los Apaches como munición para tomar el castillo. Todo terminaba en una explosión de carcajadas y, mientras mi madre no dejaba de planchar, yo me revolcaba por el suelo incapaz de dominar la risa.

De a pocos regresaba la calma y entonces mi madre me pedía que le llenara la taza de agua porque con un trasto como tú por aquí no hay manera de planchar con tranquilidad. A mí me gustaba mucho acercarme, tomar la taza y llenarla de nuevo porque cuando la devolvía a la zona de operaciones mi madre me miraba con una sonrisa, me decía gracias hijo mío y yo sentía toda la fuerza de su amor.

El momento mágico se esfumaba cuando yo abría con rapidez la puerta de la calle mientras mi madre gritaba escalares abajo: ¡¡¡Javi recoge todos esos trastos que has dejado en medio!!! Pero yo ya corría por el Barrio del Piojo camino de la vía vieja del tren. 


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