La esencia del fútbol es no desafinar
La selección española de futbol jugó en las olimpiadas de
Tokyo con una pareja de centrales finos, ese nuevo tipo de jugador que sabe
tocar la bola y tiene capacidad para empezar a construir el juego de ataque
desde el borde del área propia. Una de las pegas que se les achaca a estos
jugadores es que no tienen el gen defensivo que les permite olvidar el
academicismo del toque y regresar a la tradición del defensa contundente de
antaño, cuya máxima era que si pasaba la pelota no pasaba el delantero y su
mejor recurso técnico era dar un buen patadón para enviar el cuero, y el
peligro de gol, a cincuenta metros de la portería.
Para solucionar mi duda sobre la conveniencia de mezclar
estos dos tipos de jugadores en el equipo nacional acudí a los conocimientos
técnicos de mi amigo Alberto Turón Calvete que, en lugar de resolver mis dudas,
me dedicó un par de regates a pierna cambiada hasta culminar con una sentencia
que parecía un penalti en el último minuto: Javi, eres demasiado romántico.
Alberto tiene razón, soy un romántico y creo que la culpa la
tiene mi padre. El señor Isaac que no era futbolero más allá de partirse de la
risa cuando veía en la tele a Hugo Sánchez dando aquellas volteretas para
celebrar sus goles, sin embargo consiguió que me aficionara al Atleti en una
época en la que el fútbol estaba mucho menos presente en los medios de
comunicación y solo veíamos con la boca abierta los resúmenes dominicales en el
programa Estudio Estadio mientras la moviola nos hipnotizaba con el cuerpo de
los jugadores a cámara lenta: Ahora para adelante y ahora para atrás. La excusa
perfecta para alimentar esa eterna discusión que todavía no ha terminado sobre
si una falta es falta, faltita o sigan, sigan señores que eso es fútbol.
Mi padre me contó muchas historias que siempre empezaban con
un viaje inesperado a Bilbao, unas veces llevaba en su camión un motor que era
urgente reparar para que la mina siguiera funcionando, otras veces tenía que
salir pitando con el Land Rover para recoger a unos importantes geólogos que querían
investigar las entrañas de Utrillas. En todas aquellas aventuras siempre
terminaba visitando el campo de San Mamés donde los bilbaínos cantaban loas a
su equipo sin importarles el marcador, al final lo esencial del fútbol era la
camaradería entre la afición y no desafinar. Quizás por eso, cuando empecé a
ver los partidos del Utrillas en el Campo La Vega, más allá de mi admiración
por la efectividad goleradora del Pepico, el despliegue físico y táctico del
Juli o la velocidad del Chemari, lo que más me gustaba era observar la grada.
Mis amigos gritando consignas, las primeras carantoñas de una pareja o las
montañas de cáscaras de pipas para matar el nerviosismo de un resultado
adverso. Hubo una época que lo romántico dejó paso a lo violento y recuerdo
estar atónito en la grada sin entender nada y con una pena muy grande. Ese
relato no me gustaba.
En mi conversación con Alberto terminé afirmando que los
románticos somos los únicos que podemos hacer que el fútbol sobreviva porque,
como recuerda Julio Llamazares en el periódico de hoy, se ha convertido en la
película de Los hermanos Marx en el Oeste, “un negocio que necesita quemar los
vagones para continuar andando y el combustible ha empezado a escasear” y quién
sabe si veremos estallar esa burbuja efervescente de millones sepultando el
juego, las buenas historias, los maravillosos relatos. Llamazares es pesimista
y afirma que “para el fútbol el tiempo del romanticismo ya pasó”, pero yo
quiero situarme en el lado optimista del campo porque creo que la mirada de los
aficionados es la que puede producir ese cambio: Regresemos al terreno de juego
donde luchan los protagonistas, que fluyan los relatos en las gradas, en los
bares y en el sofá, que lo más importante sea no desafinar.
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