La curvatura de la córnea

14 agosto 2021

La esencia del fútbol es no desafinar

 

La selección española de futbol jugó en las olimpiadas de Tokyo con una pareja de centrales finos, ese nuevo tipo de jugador que sabe tocar la bola y tiene capacidad para empezar a construir el juego de ataque desde el borde del área propia. Una de las pegas que se les achaca a estos jugadores es que no tienen el gen defensivo que les permite olvidar el academicismo del toque y regresar a la tradición del defensa contundente de antaño, cuya máxima era que si pasaba la pelota no pasaba el delantero y su mejor recurso técnico era dar un buen patadón para enviar el cuero, y el peligro de gol, a cincuenta metros de la portería.

Para solucionar mi duda sobre la conveniencia de mezclar estos dos tipos de jugadores en el equipo nacional acudí a los conocimientos técnicos de mi amigo Alberto Turón Calvete que, en lugar de resolver mis dudas, me dedicó un par de regates a pierna cambiada hasta culminar con una sentencia que parecía un penalti en el último minuto: Javi, eres demasiado romántico.

Alberto tiene razón, soy un romántico y creo que la culpa la tiene mi padre. El señor Isaac que no era futbolero más allá de partirse de la risa cuando veía en la tele a Hugo Sánchez dando aquellas volteretas para celebrar sus goles, sin embargo consiguió que me aficionara al Atleti en una época en la que el fútbol estaba mucho menos presente en los medios de comunicación y solo veíamos con la boca abierta los resúmenes dominicales en el programa Estudio Estadio mientras la moviola nos hipnotizaba con el cuerpo de los jugadores a cámara lenta: Ahora para adelante y ahora para atrás. La excusa perfecta para alimentar esa eterna discusión que todavía no ha terminado sobre si una falta es falta, faltita o sigan, sigan señores que eso es fútbol.

Mi padre me contó muchas historias que siempre empezaban con un viaje inesperado a Bilbao, unas veces llevaba en su camión un motor que era urgente reparar para que la mina siguiera funcionando, otras veces tenía que salir pitando con el Land Rover para recoger a unos importantes geólogos que querían investigar las entrañas de Utrillas. En todas aquellas aventuras siempre terminaba visitando el campo de San Mamés donde los bilbaínos cantaban loas a su equipo sin importarles el marcador, al final lo esencial del fútbol era la camaradería entre la afición y no desafinar. Quizás por eso, cuando empecé a ver los partidos del Utrillas en el Campo La Vega, más allá de mi admiración por la efectividad goleradora del Pepico, el despliegue físico y táctico del Juli o la velocidad del Chemari, lo que más me gustaba era observar la grada. Mis amigos gritando consignas, las primeras carantoñas de una pareja o las montañas de cáscaras de pipas para matar el nerviosismo de un resultado adverso. Hubo una época que lo romántico dejó paso a lo violento y recuerdo estar atónito en la grada sin entender nada y con una pena muy grande. Ese relato no me gustaba.

En mi conversación con Alberto terminé afirmando que los románticos somos los únicos que podemos hacer que el fútbol sobreviva porque, como recuerda Julio Llamazares en el periódico de hoy, se ha convertido en la película de Los hermanos Marx en el Oeste, “un negocio que necesita quemar los vagones para continuar andando y el combustible ha empezado a escasear” y quién sabe si veremos estallar esa burbuja efervescente de millones sepultando el juego, las buenas historias, los maravillosos relatos. Llamazares es pesimista y afirma que “para el fútbol el tiempo del romanticismo ya pasó”, pero yo quiero situarme en el lado optimista del campo porque creo que la mirada de los aficionados es la que puede producir ese cambio: Regresemos al terreno de juego donde luchan los protagonistas, que fluyan los relatos en las gradas, en los bares y en el sofá, que lo más importante sea no desafinar.

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