28 junio 2007
27 junio 2007
El reloj de fichar
Ante el reloj de fichar me siento poeta. Hace algún tiempo escribí esa frase, aún recuerdo cierta sonrisilla de autocomplacencia por un pensamiento que me pareció redondo, casi brillante.
He llegado a casa después del turno de noche con los biorritmos cambiados, alterados, rebotando de aquí para allá sin saber muy bien si tengo que irme a dormir o cumplir con el compromiso personal e intransferible de rellenar un par de folios con algo pretendidamente brillante. Me he despojado de las ropas en un postrero intento por alejarme del olor a fábrica, de la automatización de los procesos, de la productividad media. En la nevera quedaba un poco de zumo de manzana. He zapeado el dial radiofónico en busca de una sinfonía pero me tengo que conformar con un motete campestre, así no hay manera de inspirarse.
Me siento ante el teclado con la intención de concretar la máxima que encabeza estas palabras, si me siento poeta una de mis obligaciones sería, por ejemplo, crear un mundo onírico con el que siempre he soñado: Un lugar donde la realidad y la ficción formen un solo elemento. Menuda quimera sin sentido después de ocho horas de trabajo nocturno.
El sol pinta de ámbar el barrio tras los cristales, desde el sexto piso no puedo escuchar el piar matutino de los gorriones, los panaderos dejan sus canastos a las puertas de los colmados chinos, los negros sin papeles hacen fila para coger el bus que les llevará al polígono, a la Expo 2008 o cualquier otro lugar dónde serán explotados con horarios interminables, salarios menguantes y condiciones laborales muy poco civilizadas. Aún faltan un par de horas para que las abuelas ¡qué Dios las bendiga! desayunen café con leche y tostada en el Bar Miguel después de dejar a los nietos apurando los últimos días de clase y antes de recorrer los mercados. La Policía Local empezará a apatrullar la ciudad y los poetas de verdad despertaran entre sábanas de blanco satén, desayunarán cereales con chocolate y leche vitaminada, se ducharan mientras cantan zarzuelas, leerán la prensa y de dispondrán a componer una oda al recién estrenado verano.
Y mientras tanto, los de la pacotilla luchamos por desprendernos del rol barato, olvidado y anticuado de ser obrero. Tengo más sueño que un niño chico, cabeceó en un baile patético y aporreó las teclas con la misma intensidad que el sol se cuela por el balcón. En un último intento rebusco alguna anécdota metalúrgica, algún comentario de media hora de bocadillo, la chispa de una soldadura o el sentido de la vida en las escobillas de un generador de energía eléctrica.
Unos recursos tan literarios como cualquiera otros, dirá algún incauto de esos que jamás han trabajado en turnos Non Stop de mañana, tarde y noche, y tal vez tenga razón. A lo mejor esta sequía es sólo la materialización de una falta de talento maquillada por cuatro frases medio hilvanadas en esos momentos de asueto en los que sueño con una vida literaria, un transcurrir alejado de jornadas en la que priman los traspasos futbolísticos, las ruedas blandas de la Fórmula 1, todos los políticos son igual de joputas y Camen Electra en bikini me mira desde la taquilla para prendas de seguridad.
Tal vez debería ir a la cama para coger el sueño de las siete y no despertar jamás. Tal vez entonces vea el mundo de otra manera y sienta de nuevo que, pese a todo, soy un escritor ante el reloj de fichar.
…
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…
Zzzzz.
He llegado a casa después del turno de noche con los biorritmos cambiados, alterados, rebotando de aquí para allá sin saber muy bien si tengo que irme a dormir o cumplir con el compromiso personal e intransferible de rellenar un par de folios con algo pretendidamente brillante. Me he despojado de las ropas en un postrero intento por alejarme del olor a fábrica, de la automatización de los procesos, de la productividad media. En la nevera quedaba un poco de zumo de manzana. He zapeado el dial radiofónico en busca de una sinfonía pero me tengo que conformar con un motete campestre, así no hay manera de inspirarse.
Me siento ante el teclado con la intención de concretar la máxima que encabeza estas palabras, si me siento poeta una de mis obligaciones sería, por ejemplo, crear un mundo onírico con el que siempre he soñado: Un lugar donde la realidad y la ficción formen un solo elemento. Menuda quimera sin sentido después de ocho horas de trabajo nocturno.
El sol pinta de ámbar el barrio tras los cristales, desde el sexto piso no puedo escuchar el piar matutino de los gorriones, los panaderos dejan sus canastos a las puertas de los colmados chinos, los negros sin papeles hacen fila para coger el bus que les llevará al polígono, a la Expo 2008 o cualquier otro lugar dónde serán explotados con horarios interminables, salarios menguantes y condiciones laborales muy poco civilizadas. Aún faltan un par de horas para que las abuelas ¡qué Dios las bendiga! desayunen café con leche y tostada en el Bar Miguel después de dejar a los nietos apurando los últimos días de clase y antes de recorrer los mercados. La Policía Local empezará a apatrullar la ciudad y los poetas de verdad despertaran entre sábanas de blanco satén, desayunarán cereales con chocolate y leche vitaminada, se ducharan mientras cantan zarzuelas, leerán la prensa y de dispondrán a componer una oda al recién estrenado verano.
Y mientras tanto, los de la pacotilla luchamos por desprendernos del rol barato, olvidado y anticuado de ser obrero. Tengo más sueño que un niño chico, cabeceó en un baile patético y aporreó las teclas con la misma intensidad que el sol se cuela por el balcón. En un último intento rebusco alguna anécdota metalúrgica, algún comentario de media hora de bocadillo, la chispa de una soldadura o el sentido de la vida en las escobillas de un generador de energía eléctrica.
Unos recursos tan literarios como cualquiera otros, dirá algún incauto de esos que jamás han trabajado en turnos Non Stop de mañana, tarde y noche, y tal vez tenga razón. A lo mejor esta sequía es sólo la materialización de una falta de talento maquillada por cuatro frases medio hilvanadas en esos momentos de asueto en los que sueño con una vida literaria, un transcurrir alejado de jornadas en la que priman los traspasos futbolísticos, las ruedas blandas de la Fórmula 1, todos los políticos son igual de joputas y Camen Electra en bikini me mira desde la taquilla para prendas de seguridad.
Tal vez debería ir a la cama para coger el sueño de las siete y no despertar jamás. Tal vez entonces vea el mundo de otra manera y sienta de nuevo que, pese a todo, soy un escritor ante el reloj de fichar.
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23 junio 2007
tricicle GARRICK
Los puntitos rojos y caminantes anunciaban una bocatería, pero lo que me hizo entrar fueron las frases en latín decorando los cristales de las ventanas y que fui incapaz de traducir, a excepción de la extraída de los tebeos de Asterix: Alea jacta est.
La carta era amplia pero no necesité leerla, sólo tenía ojos y jugos gástricos para el bocadillo de lomo con pimientos verdes, queso y cebolla pochada. ¿Un bar que presume de servir bocadillos y sin pan a las ocho y cuarto de la tarde? Increíble pero cierto. Me tragué la bola con acento más allá de Berlín de «se lo preparamos en diez minutos». Pasaron los diez minutos, quince más y los necesarios hasta completar media horita larga. En circunstancias normales era una espera que podía haber perdonado, el bocadillo olía a gloria celestial, pero tenía la hora pegada al culo. Valoré la posibilidad de tragarme aquel manjar en cuatro bocados, salir corriendo y digerirlo en la planta segunda, fila segunda, segunda butaca del Teatro Principal, la idea sonaba tan poco seductora que opté por el «¿Me lo pone para llevar?»
Era la primera vez que iba al teatro con un bocadillo en el bolso y comprobé como mis vecinos de localidad husmeaban el ambiente a la búsqueda del origen de aquellos efluvios tan sabrosos. Una señora con cara de avispada ya estaba en la zona de caliente-caliente cuando el técnico de iluminación me salvo con un fundido a negro.
David Garrick, según reza en programa de mano, era un actor inglés del siglo XVIII que los médicos de la época recomendaban para lo mismo que los de ahora recetan el Prozac: Para sanar cualquier pena del alma. Con esa premisa, el Tricicle declara que sus intenciones con este espectáculo son las de hacer olvidar al espectador sus problemas además de invitarle a mover los cuatrocientos músculos necesarios para morirse de la risa.
Joan Grácia, Paco Mir y Carles Sans salieron a escena y con ese mostrase ya provocaron las primeras risas y aplausos. Fue una situación que me recordó una de esas frases que no se sabe muy bien quien la ha dicho y, por lo tanto, se le atribuye automáticamente a Oscar Wilde, algo así como: No reírse de nada es de estúpidos, reírse de todo es de tontos.
Ahora debería loar toda la labor artística de Tricicle a lo largo de sus veinte años de carrera, de lo mucho que me he divertido con sus anteriores montajes y de cómo todavía sigo intentando, frente al espejo del baño, remedar la coreografía del ya mítico “Soy un truhán, soy un señor” de su primigenio “Manicomic” Y debería decir todo esto para curarme en salud cuando afirme que no me gustó la primera parte del espectáculo. Estuve demasiado minutos sin reírme, comprobando como se recurría a recursos ya utilizados en otras ocasiones, pensando en lo espectacular que hubiera sido la puesta en escena del video proyectado sobre una pantalla, alucinando como el trío que ha elevado a las más altas cotas del arte de la representación el gesto, la mueca, la expresión corporal, el silencio en definitiva…alucinando, decía, cuando se pusieron a cantar, a cantar bien, pero a cantar ¡¡Tricicle cantando!! ¿a que suena raro?
Pero no se asusten. Mediada la función la cosa se enderezó y regresamos a la senda que nunca se debería haber abandonado. Los sketches volvieron a tener chispa, ritmo y una presencia escénica de altura. Mundos que nacen de lo cotidiano para destilarse en el alambique de la genialidad de estos hombres de teatro. Un espectáculo que divierte y entretiene pero que no alcanza el altísimo listón de otros montajes.
De regreso a casa recordé que el bocadillo de lomo con pimientos verdes, queso y cebolla pochada continuaba en mi bolso. Me detuve en el Kiosco del Parque de Villafeliche y entre bocado y bocado me ventilé un trío de tubitos de cerveza. Con la barriga saciada me dio por pensar que tal vez hubiera sido un acierto ventilarme el bocata en el bar de las chicas del Este, llegar tarde al inicio de la representación y disfrutar de la segunda parte de Garrick. Sonreí, no por lo atípico de la idea, si no para cumplir con las trescientas veces al día que ríen los niños, un método fácil, económico y efectivo de ser feliz. Pero claro, al poco de iniciar la risoterapia me acordé de la frase de Oscar Wilde y deduje que se me podría calificar de pelín tonto porque, al fin y al cabo, no tenía nada nuevo de que reírme.
La carta era amplia pero no necesité leerla, sólo tenía ojos y jugos gástricos para el bocadillo de lomo con pimientos verdes, queso y cebolla pochada. ¿Un bar que presume de servir bocadillos y sin pan a las ocho y cuarto de la tarde? Increíble pero cierto. Me tragué la bola con acento más allá de Berlín de «se lo preparamos en diez minutos». Pasaron los diez minutos, quince más y los necesarios hasta completar media horita larga. En circunstancias normales era una espera que podía haber perdonado, el bocadillo olía a gloria celestial, pero tenía la hora pegada al culo. Valoré la posibilidad de tragarme aquel manjar en cuatro bocados, salir corriendo y digerirlo en la planta segunda, fila segunda, segunda butaca del Teatro Principal, la idea sonaba tan poco seductora que opté por el «¿Me lo pone para llevar?»
Era la primera vez que iba al teatro con un bocadillo en el bolso y comprobé como mis vecinos de localidad husmeaban el ambiente a la búsqueda del origen de aquellos efluvios tan sabrosos. Una señora con cara de avispada ya estaba en la zona de caliente-caliente cuando el técnico de iluminación me salvo con un fundido a negro.
David Garrick, según reza en programa de mano, era un actor inglés del siglo XVIII que los médicos de la época recomendaban para lo mismo que los de ahora recetan el Prozac: Para sanar cualquier pena del alma. Con esa premisa, el Tricicle declara que sus intenciones con este espectáculo son las de hacer olvidar al espectador sus problemas además de invitarle a mover los cuatrocientos músculos necesarios para morirse de la risa.
Joan Grácia, Paco Mir y Carles Sans salieron a escena y con ese mostrase ya provocaron las primeras risas y aplausos. Fue una situación que me recordó una de esas frases que no se sabe muy bien quien la ha dicho y, por lo tanto, se le atribuye automáticamente a Oscar Wilde, algo así como: No reírse de nada es de estúpidos, reírse de todo es de tontos.
Ahora debería loar toda la labor artística de Tricicle a lo largo de sus veinte años de carrera, de lo mucho que me he divertido con sus anteriores montajes y de cómo todavía sigo intentando, frente al espejo del baño, remedar la coreografía del ya mítico “Soy un truhán, soy un señor” de su primigenio “Manicomic” Y debería decir todo esto para curarme en salud cuando afirme que no me gustó la primera parte del espectáculo. Estuve demasiado minutos sin reírme, comprobando como se recurría a recursos ya utilizados en otras ocasiones, pensando en lo espectacular que hubiera sido la puesta en escena del video proyectado sobre una pantalla, alucinando como el trío que ha elevado a las más altas cotas del arte de la representación el gesto, la mueca, la expresión corporal, el silencio en definitiva…alucinando, decía, cuando se pusieron a cantar, a cantar bien, pero a cantar ¡¡Tricicle cantando!! ¿a que suena raro?
Pero no se asusten. Mediada la función la cosa se enderezó y regresamos a la senda que nunca se debería haber abandonado. Los sketches volvieron a tener chispa, ritmo y una presencia escénica de altura. Mundos que nacen de lo cotidiano para destilarse en el alambique de la genialidad de estos hombres de teatro. Un espectáculo que divierte y entretiene pero que no alcanza el altísimo listón de otros montajes.
De regreso a casa recordé que el bocadillo de lomo con pimientos verdes, queso y cebolla pochada continuaba en mi bolso. Me detuve en el Kiosco del Parque de Villafeliche y entre bocado y bocado me ventilé un trío de tubitos de cerveza. Con la barriga saciada me dio por pensar que tal vez hubiera sido un acierto ventilarme el bocata en el bar de las chicas del Este, llegar tarde al inicio de la representación y disfrutar de la segunda parte de Garrick. Sonreí, no por lo atípico de la idea, si no para cumplir con las trescientas veces al día que ríen los niños, un método fácil, económico y efectivo de ser feliz. Pero claro, al poco de iniciar la risoterapia me acordé de la frase de Oscar Wilde y deduje que se me podría calificar de pelín tonto porque, al fin y al cabo, no tenía nada nuevo de que reírme.
21 junio 2007
Excusas
Acabo de hacer un ejercicio psicológico, estúpido e improductivo, una especie de test nemotécnico con el que he calculado la cantidad de excusas de tres al cuarto que fui capaz de inventar para que hoy, día de la entrada del verano, no este dando saltos en el Estadio Olímpico de Barcelona adorando a Sus Satánicas Majestades.
He recordado una a una todas y cada una de las patrañas que pertreché, pero prefiero no contarlas, son demasiado prosaicas, tan pegadas al realismo hipotecado, embrutecedor y monótono que…
He intentado reconducir la situación hacia algún aspecto positivo de este despropósito y, de paso, buscar el remedio a este ataque stoniano en el que estoy inmerso. En la primera fase he tenido que idear la acción logística que me permitiese trasladar un blister de treinta cervezas Ámbar desde el trastero hasta la nevera. La segunda etapa se ha desarrollado en los campos gastronómicos y ha consistido en la elaboración de un bocata con pan de chapata, jamón de Teruel y el mejor tomate de la ribera. El tercer paso ha sido una cuestión dónde la camiseta de Gijón 1995 Voodoo Lounge ha jugado el papel simbólico del pasado, el ritual ha consistido en enfundarme la camiseta para desembocar en la liturgia de no poder cubrir la mitad de mi graciosa barriguita y así, con el ombligo al aire, me dispongo a introducir en el reproductor de DVD uno de los mejores regalos de cumpleaños de todos los tiempos: Rolling Stones Four Flicks.
Estoy decidido a ver tres conciertos, uno detrás del otro en clausura de sofá y Non Stop. El primero será el formato XXL del Fourty Flicks Tour desde el Twickenham Stadium de Londres, en segundo lugar visionaré la versión para aforos de capacidad media desde el mítico Madison Square Garden de Nueva York, el colofón correrá a cargo de una sesión intimista desde la elengancia del Olimpia Theatre de Paris.
Toda esta parafernalia sólo será un placebo, el engaño consentido de una noche que debería haber sido y no es, la prueba del nueve, mecagoentó, para confirmar que con la llegada de la cuarentena nada es igual excepto si eres un verdadero, un auténtico, un genuino Rolling Stone.
He recordado una a una todas y cada una de las patrañas que pertreché, pero prefiero no contarlas, son demasiado prosaicas, tan pegadas al realismo hipotecado, embrutecedor y monótono que…
He intentado reconducir la situación hacia algún aspecto positivo de este despropósito y, de paso, buscar el remedio a este ataque stoniano en el que estoy inmerso. En la primera fase he tenido que idear la acción logística que me permitiese trasladar un blister de treinta cervezas Ámbar desde el trastero hasta la nevera. La segunda etapa se ha desarrollado en los campos gastronómicos y ha consistido en la elaboración de un bocata con pan de chapata, jamón de Teruel y el mejor tomate de la ribera. El tercer paso ha sido una cuestión dónde la camiseta de Gijón 1995 Voodoo Lounge ha jugado el papel simbólico del pasado, el ritual ha consistido en enfundarme la camiseta para desembocar en la liturgia de no poder cubrir la mitad de mi graciosa barriguita y así, con el ombligo al aire, me dispongo a introducir en el reproductor de DVD uno de los mejores regalos de cumpleaños de todos los tiempos: Rolling Stones Four Flicks.
Estoy decidido a ver tres conciertos, uno detrás del otro en clausura de sofá y Non Stop. El primero será el formato XXL del Fourty Flicks Tour desde el Twickenham Stadium de Londres, en segundo lugar visionaré la versión para aforos de capacidad media desde el mítico Madison Square Garden de Nueva York, el colofón correrá a cargo de una sesión intimista desde la elengancia del Olimpia Theatre de Paris.
Toda esta parafernalia sólo será un placebo, el engaño consentido de una noche que debería haber sido y no es, la prueba del nueve, mecagoentó, para confirmar que con la llegada de la cuarentena nada es igual excepto si eres un verdadero, un auténtico, un genuino Rolling Stone.
19 junio 2007
A las cinco de la tarde
A principios de los años ochenta confluyeron en Utrillas varios factores que propiciaron más de una década de Fiestas Patronales de no te menees: Varías generaciones con ganas de divertirse, una economía local todavía saludable, unas excelentes Comisiones de Fiestas, el apoyo de las autoridades municipales y una Plaza de Toros a estrenar.
Uno de los secretos del éxito era la venta masiva de los bonos de las fiestas a precios razonables y que permitía asistir a todos los espectáculos programados, es decir, sesión de tarde y noche durante cinco días.
El calor pesado de los primeros días de septiembre solía derrumbarse con noches frescas de luna verbenera, besos en las tapias y estrellas como lamparitas de noche. Las tardes en la Plaza de Toros eran de sudor pegado a la piel como si la sangría se derramara por los poros.
Las Fiestas iban mediadas y el cuerpo, pese a los días de charanga, las noches de bailoteo y las madrugadas de almuerzos, aguantaba gracias a los dieciocho años. Acudí a las gradas del alvero con la intención se cabecear una siestecita en algún rinconcito de la zona de sombra, un descanso para retomar fuerzas y regresar al jolgorio.
La actuación comenzó a las cinco de la tarde. Un señor bajito de movimientos nerviosos, empaquetado en un elegante traje azul marino, repeinado con empaque y encaramado sobre dos botines de tacón cubano tomó la plaza de toros sin complejos, soltó un par de carcajadas y aseguró que era la primera vez en su carrera profesional que cantaba bajo aquel sol de justicia, sin un triste toldito en el que cobijarse, y a una hora tan taurina.
Lo he hecho algunas veces y hoy lo he vuelto a intentar. Me miro, me veo y me gusta: Fiesta, cachondeo y buen humor. Un chaval con gorro despeluchado, barba incipiente, cachirulo morado al cuello, camisa naranja de La Peña de la Charanga, pantalones blancos, maripis del mercadillo y la movida de los ochenta que nos convertiría en modernos en fase de incubación. Desconozco el mecanismo, el pensamiento tal vez inexistente, el hecho objetivo es que abandoné la prepotencia musical tan propia de los años cercanos a la mayoría de edad, me coloqué a pie de escenario y ovacioné sin complejos ni zarandajas a un señor que, después de ser jardinero y taxista de Ava Gadner, llegó a un pueblo de la provincia de Teruel para dejarse la vida y agradar a la concurrencia con un espectáculo aderezado con lo que algunos llamaron la copla pop.
El Fary ha muerto de cáncer de pulmón a la edad de setenta años, que estas palabras sirvan como mi más sincero y emotivo homenaje por aquella tarde de septiembre en la que aprendí a respetar el trabajo de un artista.
Uno de los secretos del éxito era la venta masiva de los bonos de las fiestas a precios razonables y que permitía asistir a todos los espectáculos programados, es decir, sesión de tarde y noche durante cinco días.
El calor pesado de los primeros días de septiembre solía derrumbarse con noches frescas de luna verbenera, besos en las tapias y estrellas como lamparitas de noche. Las tardes en la Plaza de Toros eran de sudor pegado a la piel como si la sangría se derramara por los poros.
Las Fiestas iban mediadas y el cuerpo, pese a los días de charanga, las noches de bailoteo y las madrugadas de almuerzos, aguantaba gracias a los dieciocho años. Acudí a las gradas del alvero con la intención se cabecear una siestecita en algún rinconcito de la zona de sombra, un descanso para retomar fuerzas y regresar al jolgorio.
La actuación comenzó a las cinco de la tarde. Un señor bajito de movimientos nerviosos, empaquetado en un elegante traje azul marino, repeinado con empaque y encaramado sobre dos botines de tacón cubano tomó la plaza de toros sin complejos, soltó un par de carcajadas y aseguró que era la primera vez en su carrera profesional que cantaba bajo aquel sol de justicia, sin un triste toldito en el que cobijarse, y a una hora tan taurina.
Lo he hecho algunas veces y hoy lo he vuelto a intentar. Me miro, me veo y me gusta: Fiesta, cachondeo y buen humor. Un chaval con gorro despeluchado, barba incipiente, cachirulo morado al cuello, camisa naranja de La Peña de la Charanga, pantalones blancos, maripis del mercadillo y la movida de los ochenta que nos convertiría en modernos en fase de incubación. Desconozco el mecanismo, el pensamiento tal vez inexistente, el hecho objetivo es que abandoné la prepotencia musical tan propia de los años cercanos a la mayoría de edad, me coloqué a pie de escenario y ovacioné sin complejos ni zarandajas a un señor que, después de ser jardinero y taxista de Ava Gadner, llegó a un pueblo de la provincia de Teruel para dejarse la vida y agradar a la concurrencia con un espectáculo aderezado con lo que algunos llamaron la copla pop.
El Fary ha muerto de cáncer de pulmón a la edad de setenta años, que estas palabras sirvan como mi más sincero y emotivo homenaje por aquella tarde de septiembre en la que aprendí a respetar el trabajo de un artista.
18 junio 2007
16 junio 2007
Najwajean en concierto
Ocurrió en el momento adecuado, al poco de convertirme, por obra y gracia de mi sobrina Natalia, en un ferviente seguidor de la música electrónica de baile. Aquella no fue una tarea fácil. Seguí a pie juntillas una buena guía de audición, completé un cursillo acelerado de nuevos ritmos y comprendí que una manera diferente de construir canciones era posible. Un arduo camino para no volver a caer en el error de considerar una caja de ritmos como una aberración, equivocación muy de los años ochenta y de la que me arrepiento por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.
Los conversos suelen necesitar un acto especial, un milagro, un impacto emocional que les haga olvidar su anterior vida. En mi caso ocurrió en 1996. Era una de esas tarde en las que un par de cañas llevan hasta los tintos y las tapas, un par de rondas para calentar el morro, torreznos, morcillas y alguien pide chupito de hierba que no era otra cosa que el preludio del gintonic o del ronconcocacola.
Una noche de farra que terminó junto al rumor del Ebro y las luces azules del Club Náutico. Mi sombra alargada por las farolas indicaba el camino de vuelta a casa. Me detuve el tiempo necesario para conectar mis orejas a los auriculares de la radio portátil con la intención de buscar alguna oración house que me ayudase a caminar al ritmo de las mejores salas de baile. Porque ese fue mi asidero inicial a los ritmos electrónicos: La facilidad para bailar, para soltar amarras, para olvidarte de todo, una catarsis como jamás había experimentado.
El dial estaba apalancado en la frecuencia de Radio 3 y la redifusión nocturna del programa matutino Siglo XXI lo cambió todo. Aquella noche de regreso de la pachanga escuché “Dead for you” por primera vez y todo cambió.
Fue una caída del caballo en toda regla. Aquel sonido tenía, además de intensidad, ritmo y brillantez, un carga emotiva que era la primera vez que sentía con música electrónica, mucho más que Chemical Brothers, mucho más de Prodigy, mucho más que Björk. Aquella canción construida con maquinitas y un ordenador latía con pasión en su estructura interna. Fue tan intensa su audición que transformado en el Gene Kelly de La Rivera bailé, bailé y bailé hasta meterme en la cama y seguir bailando.
Tras la brillantez de aquel primer disco titulado “No Blood”, Calos Jean y Najwa Nimri se separaron, grabaron un par de sencillos y colaboraron en bandas sonoras pero el proyecto Najwajean se diluyó. Mr Jean apostó por discos de aluvión donde todos los ritmos eran posibles, además de convertirse en un afamado productor capaz de refrescar las ideas de Fangoria, llevar hasta el siglo XXI las canciones fetiche de Miguel Bosé, confeccionar un traje a medida para Bebe o mezclar sin ningún rubor las aventuras y desventuras de Camela.
Najwa fabricó discos elegantes, sinuosos y en continúa búsqueda. Un camino que la alejó de la electrónica y de los arreglos más floristas hasta encaminarla por la senda de la naturalización del sonido en la combinación simple y eterna de voz y guitarra.
Han tenido que pasar once años para que estos brillantes músicos cumplieran con la afición y se subieran a un escenario para mostrarnos los nuevos temas de un disco que se editará el próximo mes de octubre. Una apuesta arriesgada esa de cantar en directo unas canciones que todavía no tiene soporte físico.
La Sala Oasis presentaba el aforo perfecto de tres cuartas partes, pero lo que no cambia son las cervezas de juguete a precios desorbitados. En esas estaba, sacando los machacantes del bolsillo para abonar las consumiciones, cuando la imagen oronda de Carlos Jean me dejó boquiabierto… ¡portaba una guitarra eléctrica cruzada en el pecho! y detrás la banda con pinta de haber salido de algún garito de Bristol. Pronto se confirmaron mis dudas: “Dead for you” seguía siendo igual de envolvente que en 1996 pero las cuerdas de los instrumentos nobles habían sido sustituidas por la densidad obsesiva del garaje. El concierto nada tuvo que ver con los inicios electrónicos del grupo, delante de nuestras narices un concierto de rock con canciones que desprendían el aroma de los grandes temas.
Tras el desconcierto inicial del esto-no-suena-a-lo-que-yo-me-esperaba todo transcurrió por los caminos de la calidad: Desde el sonido indie, pasando por la voz arrebatadora de Najwa en diva años cincuenta hasta en las desgarradoras inmediaciones del punk. Guitarreo sin consideración y una línea de bajo capaz de hacer bailar a un muerto. Un sonido excelente, sin estridencias y perfectamente medido, pesado y ecualizado. Una hora y cuarto de temas nuevos con una potencia y energía que se agradecen.
Un guiño al pasado y la mil veces remezclada “Like those roses” dio por concluida la parte oficial del concierto que dio paso a lo nunca visto. Los asistentes continuamos rugiendo como no recuerdo, tanto se gritó que el grupo tuvo que regresar al escenario para repetir dos temas. Y eso que es un triunfo: Conseguir que el público zaragozano nos merezcamos un bis extra, se convirtió en algo menor por las repeticiones de los temas porque, señores, eso se tiene preparadito y nos tocamos, por ejemplo, un par de clásicos, así de paso, olvidamos el precio de la entrada…y de las cervezas.
Najwajean ha regresado con mucha fuerza, así que permanezcan atentos a las estanterías de su tienda favorita porque el próximo mes de octubre tendrán disco nuevo en el mercado y seguro que vale la pena.
Los conversos suelen necesitar un acto especial, un milagro, un impacto emocional que les haga olvidar su anterior vida. En mi caso ocurrió en 1996. Era una de esas tarde en las que un par de cañas llevan hasta los tintos y las tapas, un par de rondas para calentar el morro, torreznos, morcillas y alguien pide chupito de hierba que no era otra cosa que el preludio del gintonic o del ronconcocacola.
Una noche de farra que terminó junto al rumor del Ebro y las luces azules del Club Náutico. Mi sombra alargada por las farolas indicaba el camino de vuelta a casa. Me detuve el tiempo necesario para conectar mis orejas a los auriculares de la radio portátil con la intención de buscar alguna oración house que me ayudase a caminar al ritmo de las mejores salas de baile. Porque ese fue mi asidero inicial a los ritmos electrónicos: La facilidad para bailar, para soltar amarras, para olvidarte de todo, una catarsis como jamás había experimentado.
El dial estaba apalancado en la frecuencia de Radio 3 y la redifusión nocturna del programa matutino Siglo XXI lo cambió todo. Aquella noche de regreso de la pachanga escuché “Dead for you” por primera vez y todo cambió.
Fue una caída del caballo en toda regla. Aquel sonido tenía, además de intensidad, ritmo y brillantez, un carga emotiva que era la primera vez que sentía con música electrónica, mucho más que Chemical Brothers, mucho más de Prodigy, mucho más que Björk. Aquella canción construida con maquinitas y un ordenador latía con pasión en su estructura interna. Fue tan intensa su audición que transformado en el Gene Kelly de La Rivera bailé, bailé y bailé hasta meterme en la cama y seguir bailando.
Tras la brillantez de aquel primer disco titulado “No Blood”, Calos Jean y Najwa Nimri se separaron, grabaron un par de sencillos y colaboraron en bandas sonoras pero el proyecto Najwajean se diluyó. Mr Jean apostó por discos de aluvión donde todos los ritmos eran posibles, además de convertirse en un afamado productor capaz de refrescar las ideas de Fangoria, llevar hasta el siglo XXI las canciones fetiche de Miguel Bosé, confeccionar un traje a medida para Bebe o mezclar sin ningún rubor las aventuras y desventuras de Camela.
Najwa fabricó discos elegantes, sinuosos y en continúa búsqueda. Un camino que la alejó de la electrónica y de los arreglos más floristas hasta encaminarla por la senda de la naturalización del sonido en la combinación simple y eterna de voz y guitarra.
Han tenido que pasar once años para que estos brillantes músicos cumplieran con la afición y se subieran a un escenario para mostrarnos los nuevos temas de un disco que se editará el próximo mes de octubre. Una apuesta arriesgada esa de cantar en directo unas canciones que todavía no tiene soporte físico.
La Sala Oasis presentaba el aforo perfecto de tres cuartas partes, pero lo que no cambia son las cervezas de juguete a precios desorbitados. En esas estaba, sacando los machacantes del bolsillo para abonar las consumiciones, cuando la imagen oronda de Carlos Jean me dejó boquiabierto… ¡portaba una guitarra eléctrica cruzada en el pecho! y detrás la banda con pinta de haber salido de algún garito de Bristol. Pronto se confirmaron mis dudas: “Dead for you” seguía siendo igual de envolvente que en 1996 pero las cuerdas de los instrumentos nobles habían sido sustituidas por la densidad obsesiva del garaje. El concierto nada tuvo que ver con los inicios electrónicos del grupo, delante de nuestras narices un concierto de rock con canciones que desprendían el aroma de los grandes temas.
Tras el desconcierto inicial del esto-no-suena-a-lo-que-yo-me-esperaba todo transcurrió por los caminos de la calidad: Desde el sonido indie, pasando por la voz arrebatadora de Najwa en diva años cincuenta hasta en las desgarradoras inmediaciones del punk. Guitarreo sin consideración y una línea de bajo capaz de hacer bailar a un muerto. Un sonido excelente, sin estridencias y perfectamente medido, pesado y ecualizado. Una hora y cuarto de temas nuevos con una potencia y energía que se agradecen.
Un guiño al pasado y la mil veces remezclada “Like those roses” dio por concluida la parte oficial del concierto que dio paso a lo nunca visto. Los asistentes continuamos rugiendo como no recuerdo, tanto se gritó que el grupo tuvo que regresar al escenario para repetir dos temas. Y eso que es un triunfo: Conseguir que el público zaragozano nos merezcamos un bis extra, se convirtió en algo menor por las repeticiones de los temas porque, señores, eso se tiene preparadito y nos tocamos, por ejemplo, un par de clásicos, así de paso, olvidamos el precio de la entrada…y de las cervezas.
Najwajean ha regresado con mucha fuerza, así que permanezcan atentos a las estanterías de su tienda favorita porque el próximo mes de octubre tendrán disco nuevo en el mercado y seguro que vale la pena.
14 junio 2007
El desorden
El poeta Alejandro Pastor vio a buscarme a la puerta de casa. Tardé unos segundos en reconocerlo porque, en vez de aparecer al volante de su Fiat Tipo con la bola plateada de la disco music colgada del espejo retrovisor, se presentó con un Mini.
Desde Las Fuentes hasta La Aljaferia solo hablamos de las bondades y el equipamiento del coche que, vaya por Dios, no era suyo, era de su hermana. Y uno, que no puede callarse, reconvirtió la conversación en una sopa de añoranzas de cuando ejercía de copiloto en el Mini verde de mi hermano. Una máquina con un motor de 850 centímetros cúbicos capaz de hacer patinaje artístico sobre las nieves, por entonces perpetuas, de la sierra de San Just.
Nos sentamos en la terraza del bar “La Teja”, el poeta pidió un botellín de agua y yo un tinto del Somontano, tenía que entornar la voz para el ensayo de “Robinsón de cabaret caribeño” y perder el miedo a esas frases que todavía andan un poco flojas en mi memoria. La conversación saltó de un tema a otro hasta que Alejandro sacó un puñado de folios de una carpeta roja.
— Me gustaría que leyeras estos poemas para…
El nombre de la copistería Lorente fue lo único que había visto cuando me sobresaltó el bocinazo de algún camión de reparto. Fue un gesto estúpido, blandito, una tontería que elevó el poemario por los aires, se escapó de entre mis manos y voló como las golondrinas de algún poema romántico. Un vientecillo cabroncente vino a unirse a la torpeza con tanto entusiasmo que los textos dibujaron suficientes filigranas en el aire como para componer una gavilla de sonetos.
Los versos intimistas se quedaron esparcidos en torno a la mesa del velador y los pillé sin mayor problema. Los rebeldes, los que ponen la mejilla una y mil veces para que los-que-están-de-vuelta-de-todo recuerden que la vida es soñar, los festivo-sexuales, los de la fiel infantería, los sórdidos, los irónicos y todos los demás le cogieron el tranquillo a las acrobacias y aterrizaron al otro lado de la avenida, en la puerta de Casa Emilio.
Los frenazos dieron olor de Gran Premio a la escena. Crucé los cuatro carriles enfebrecido, enajenado, cegado ante la posibilidad de perder aquellas palabras, recogí las hojas una a una y regresé.
— No tenía decidido el orden de los poemas — dijo Alejandro — Pero el método que has utilizado me ha parecido de lo más adecuado. Lo tendré en cuenta, chavalote.
***
La copistería Lorente ofrece sus servicios en el reverso de la carpeta “escaneado e impresión digital color gran formato, fotocopias, ploteado de archivos, plegado de planos y plastificados de rifas”. Rifas Plastificadas se me antoja un excelente título para un libro de poemas.
Los poemas de Alejandro me esperan dentro de esta carpeta. He esperado hasta las doce de la noche para empezar a leerlos, he quitado la ropa sin planchar que se amontonaba en el sillón que compré para leer y que uso de estantería, he abierto una botella de vino tinto sin etiqueta (es lo mejor que me puedo permitir con mi salario subyugado al euribor) Sin embargo, y pese a los preparativos, no me atrevo a acariciar las palabras, todavía vírgenes, que el poeta me ha entregado. Palabras que son el producto de un proceso de sedimentación que ahora se me ofrece para arañar su impoluta superficie con la punta de mis lapiceros de colores, como si mi torpeza fuera merecedora de impartir justicia, de opinar sobre la calidad de lo escrito, de valorar que giros poéticos son mediocres o geniales, como si la miopía de mi nula preparación literaria tuviera algo que añadir a la piel, a los huesos y al corazón del poeta, …como si el desorden producto de mi torpeza no fuera suficiente aportación a la obra poética de Alejandro Pastor.
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Fotografía "O valor das palavras negativas..." de Filomena Chito
Desde Las Fuentes hasta La Aljaferia solo hablamos de las bondades y el equipamiento del coche que, vaya por Dios, no era suyo, era de su hermana. Y uno, que no puede callarse, reconvirtió la conversación en una sopa de añoranzas de cuando ejercía de copiloto en el Mini verde de mi hermano. Una máquina con un motor de 850 centímetros cúbicos capaz de hacer patinaje artístico sobre las nieves, por entonces perpetuas, de la sierra de San Just.
Nos sentamos en la terraza del bar “La Teja”, el poeta pidió un botellín de agua y yo un tinto del Somontano, tenía que entornar la voz para el ensayo de “Robinsón de cabaret caribeño” y perder el miedo a esas frases que todavía andan un poco flojas en mi memoria. La conversación saltó de un tema a otro hasta que Alejandro sacó un puñado de folios de una carpeta roja.
— Me gustaría que leyeras estos poemas para…
El nombre de la copistería Lorente fue lo único que había visto cuando me sobresaltó el bocinazo de algún camión de reparto. Fue un gesto estúpido, blandito, una tontería que elevó el poemario por los aires, se escapó de entre mis manos y voló como las golondrinas de algún poema romántico. Un vientecillo cabroncente vino a unirse a la torpeza con tanto entusiasmo que los textos dibujaron suficientes filigranas en el aire como para componer una gavilla de sonetos.
Los versos intimistas se quedaron esparcidos en torno a la mesa del velador y los pillé sin mayor problema. Los rebeldes, los que ponen la mejilla una y mil veces para que los-que-están-de-vuelta-de-todo recuerden que la vida es soñar, los festivo-sexuales, los de la fiel infantería, los sórdidos, los irónicos y todos los demás le cogieron el tranquillo a las acrobacias y aterrizaron al otro lado de la avenida, en la puerta de Casa Emilio.
Los frenazos dieron olor de Gran Premio a la escena. Crucé los cuatro carriles enfebrecido, enajenado, cegado ante la posibilidad de perder aquellas palabras, recogí las hojas una a una y regresé.
— No tenía decidido el orden de los poemas — dijo Alejandro — Pero el método que has utilizado me ha parecido de lo más adecuado. Lo tendré en cuenta, chavalote.
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La copistería Lorente ofrece sus servicios en el reverso de la carpeta “escaneado e impresión digital color gran formato, fotocopias, ploteado de archivos, plegado de planos y plastificados de rifas”. Rifas Plastificadas se me antoja un excelente título para un libro de poemas.
Los poemas de Alejandro me esperan dentro de esta carpeta. He esperado hasta las doce de la noche para empezar a leerlos, he quitado la ropa sin planchar que se amontonaba en el sillón que compré para leer y que uso de estantería, he abierto una botella de vino tinto sin etiqueta (es lo mejor que me puedo permitir con mi salario subyugado al euribor) Sin embargo, y pese a los preparativos, no me atrevo a acariciar las palabras, todavía vírgenes, que el poeta me ha entregado. Palabras que son el producto de un proceso de sedimentación que ahora se me ofrece para arañar su impoluta superficie con la punta de mis lapiceros de colores, como si mi torpeza fuera merecedora de impartir justicia, de opinar sobre la calidad de lo escrito, de valorar que giros poéticos son mediocres o geniales, como si la miopía de mi nula preparación literaria tuviera algo que añadir a la piel, a los huesos y al corazón del poeta, …como si el desorden producto de mi torpeza no fuera suficiente aportación a la obra poética de Alejandro Pastor.
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Fotografía "O valor das palavras negativas..." de Filomena Chito
10 junio 2007
Cuarenta de mayo
El fin de semana había sido muy duro y la tarde del domingo se presentaba como un oasis. Se deleitó bajo la ducha que poco a poco fue enfriando hasta que le hizo gritar. Se afeitó despacio, muy despacio.
Ella lo esperaba envuelta en el Kimono que él le regaló el día de su cumpleaños de 1986. Tendida en la cama. Ojos cerrados. Cabello de aroma floral. Bajo la seda japonesa, la piel morena madurada bajo los primeros días de sol. Cuarenta de mayo.
Se la comió de la cabeza a los pies con mordisquitos de pitiminí tras las orejas y feroces dentelladas en los mofletes del culo. En el camino de los bocados rodeó los pechos, avistó el ombligo y descubrió la excitante sensación de un nuevo, diminuto y tentador rasurado pubiano.
Allí regresó en cuanto los glóbulos rojos recuperaron el oxígeno perdido con tanto ir y venir del corazón a la pasión lúbrica de los abrazos magnetizados por la electricidad de sus cuerpos.
Se deslizó sobre la pradera dallada con la intención última de aterrizar en los sonrosados laberintos por los que rastreó la húmeda escalada del placer, un descenso jalonado de besos. Entonces lo supo. Aquellos juegos estirados por el tiempo de caricias de moviola, lenguas incansables y fricciones porosas casi siempre le precipitaban a un territorio resbaladizo: El gatillazo acechaba de nuevo.
__________
Fotografía: Quark
Ella lo esperaba envuelta en el Kimono que él le regaló el día de su cumpleaños de 1986. Tendida en la cama. Ojos cerrados. Cabello de aroma floral. Bajo la seda japonesa, la piel morena madurada bajo los primeros días de sol. Cuarenta de mayo.
Se la comió de la cabeza a los pies con mordisquitos de pitiminí tras las orejas y feroces dentelladas en los mofletes del culo. En el camino de los bocados rodeó los pechos, avistó el ombligo y descubrió la excitante sensación de un nuevo, diminuto y tentador rasurado pubiano.
Allí regresó en cuanto los glóbulos rojos recuperaron el oxígeno perdido con tanto ir y venir del corazón a la pasión lúbrica de los abrazos magnetizados por la electricidad de sus cuerpos.
Se deslizó sobre la pradera dallada con la intención última de aterrizar en los sonrosados laberintos por los que rastreó la húmeda escalada del placer, un descenso jalonado de besos. Entonces lo supo. Aquellos juegos estirados por el tiempo de caricias de moviola, lenguas incansables y fricciones porosas casi siempre le precipitaban a un territorio resbaladizo: El gatillazo acechaba de nuevo.
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Fotografía: Quark
05 junio 2007
Volver a la Biblia
Durante mucho tiempo estuvo junto al diccionario de la RAE y de vez en cuando la consultaba o leía algunos de sus versículos, casi siempre del Eclesiastés. Pero desde que nos mudamos la he perdido de vista. No recuerdo que hice con ella, tal vez se extravió o se fue en busca de mejores lectores, es posible que duerma apilada en el trastero junto con otros libros de los que fui incapaz de separarme definitivamente o se haya escondido ante la consagración definitiva de una visión agnóstica de la vida y de la muerte. Porque en ambas facetas del ser me he encontrado varado y no he sentido la necesidad de recurrir a algún Dios que respondiese a mis preguntas, a ninguna deidad que calmase mis entrañas.
La preocupación por la idea de Dios estuvo muy acentuada en mis lecturas durante la década que transcurrió entre mi vigésimo y trigésimo cumpleaños. Fueron años de indagación, de búsqueda de respuestas en ensayos, artículos y sentimientos. Leí la Biblia con la ayuda de una guía cartográfica escrita por Isaac Asimov y sin ninguna ayuda espiritual, el resultado fue decepcionante en el campo religioso. Tanta decepción no me dejó ver lo narrativo en un libro que muchos llaman sagrado, y eso ya debería ser suficiente marchamo para leerlo con atención exclusivamente literaria, para disfrutar de la primera parte como de la aventura de un pueblo acogido al refugio de un Dios sangriento, para saborear la segunda parte en la que un laico se rebela contra las autoridades religiosas establecidas y temerosas de perder su cuota de poder.
La preocupación por la idea de Dios estuvo muy acentuada en mis lecturas durante la década que transcurrió entre mi vigésimo y trigésimo cumpleaños. Fueron años de indagación, de búsqueda de respuestas en ensayos, artículos y sentimientos. Leí la Biblia con la ayuda de una guía cartográfica escrita por Isaac Asimov y sin ninguna ayuda espiritual, el resultado fue decepcionante en el campo religioso. Tanta decepción no me dejó ver lo narrativo en un libro que muchos llaman sagrado, y eso ya debería ser suficiente marchamo para leerlo con atención exclusivamente literaria, para disfrutar de la primera parte como de la aventura de un pueblo acogido al refugio de un Dios sangriento, para saborear la segunda parte en la que un laico se rebela contra las autoridades religiosas establecidas y temerosas de perder su cuota de poder.
03 junio 2007
Despertar
El cierzo azotó su despertar contra la persiana cerrada a cal y canto. Los ojos, atemorizados por la posibilidad brillante del sol, sólo tuvieron valor para escrutar los dígitos rojos que certificaban el paso del tiempo. El sobresalto produjo la migración de media vuelta hacia los territorios inhóspitos del otro lado de la cama donde el frío era aún más intenso, la tristeza se asentó en mis huesos y un nuevo día vino a joderme la vida.
La primera señal de alerta fue una familiar sequedad en la boca que pensó eliminar con algún líquido fresco. El camino hasta la nevera estaba jalonado por la más cerrada oscuridad y tal vez fue el miedo a tropezar, la victoria de la desidia o una alarmante falta de optimismo la causa que le impidió levantarse y caminar. Se dejó caer sobre el dúctil suelo de madera y comenzó a reptar sobre las bolitas etéreas de polvo que se amontonaban por doquier. El recorrido resultó mucho más arduo de lo que esperaba. Descansó, una vez terciado el camino, sobre la ensenada donde aún dormía el PC.
Pulsó el botón de arranque con el movimiento instintivo que da la rutina del que no espera gran cosa. Para su sorpresa, la pantalla emitió un hálito de alegría cuando la oscuridad quedó rota por el logotipo de Windows. Fue un instante breve, brevísimo, demasiado efímero para la catarsis pero, sin embargo, fue la más larga señal de amistad que había recibido en mucho tiempo. No consiguió las fuerzas suficientes para elevar el cuerpo y sentarlo sobre la silla. Ante aquella dificultad postural, intentó mover el ratón arrodillado ante el altar tecnológico pero comprobó horrorizado como los músculos no acertaban a sincronizarse con los deseos. Pasó largo rato en aquella danza estúpida de querer alcanzar con los dedos lo que el cerebro le negaba. Desistió apuntillado contra las tablas. La muerte del sobrero fue un ritual sin fiesta, sin la grandiosidad soñada, un cúmulo de vómitos de sangre sin brillantez: El descubrimiento amargo de que la tristeza había vuelto a ganar la batalla.
La primera señal de alerta fue una familiar sequedad en la boca que pensó eliminar con algún líquido fresco. El camino hasta la nevera estaba jalonado por la más cerrada oscuridad y tal vez fue el miedo a tropezar, la victoria de la desidia o una alarmante falta de optimismo la causa que le impidió levantarse y caminar. Se dejó caer sobre el dúctil suelo de madera y comenzó a reptar sobre las bolitas etéreas de polvo que se amontonaban por doquier. El recorrido resultó mucho más arduo de lo que esperaba. Descansó, una vez terciado el camino, sobre la ensenada donde aún dormía el PC.
Pulsó el botón de arranque con el movimiento instintivo que da la rutina del que no espera gran cosa. Para su sorpresa, la pantalla emitió un hálito de alegría cuando la oscuridad quedó rota por el logotipo de Windows. Fue un instante breve, brevísimo, demasiado efímero para la catarsis pero, sin embargo, fue la más larga señal de amistad que había recibido en mucho tiempo. No consiguió las fuerzas suficientes para elevar el cuerpo y sentarlo sobre la silla. Ante aquella dificultad postural, intentó mover el ratón arrodillado ante el altar tecnológico pero comprobó horrorizado como los músculos no acertaban a sincronizarse con los deseos. Pasó largo rato en aquella danza estúpida de querer alcanzar con los dedos lo que el cerebro le negaba. Desistió apuntillado contra las tablas. La muerte del sobrero fue un ritual sin fiesta, sin la grandiosidad soñada, un cúmulo de vómitos de sangre sin brillantez: El descubrimiento amargo de que la tristeza había vuelto a ganar la batalla.