La curvatura de la córnea

28 febrero 2020

Lola Herrera y la evolución de Cinco horas con Mario



La primera vez que me acerqué a la novela de Miguel Delibes “Cinco horas con Mario” lo hice para encontrarme con un relato político que transcurría en el año 1966 y se enfrentaba con la dictadura franquista. Con ese modo de lectura fui capaz de separar la paja del trigo con esa precisión juvenil de quien observa los acontecimientos con mucha convicción y, por lo tanto, la presencia de Carmen Sotillos en aquella primera lectura tan solo fue el atrezo al servicio de mis intenciones políticas. Hace unos cuantos años regresé a la novela por una de esas casualidades veraniegas. Lo hice en una edición de Galaxia Gutenberg para el Círculo de Lectores en la que pude leer unas notas de Víctor García de la Concha que me ayudaron a leer la novela desde otro punto de vista porque el interés por lo escrito se situaba en la figura de Miguel Delibes y su intención de dibujar una sociedad, un país; y lo hacía recordando una carta que el autor había enviado a su editor en la que le confesaba que la novela partía de la sensación de vivir en un tiempo de mentiras o medias verdades acunadas bajo el eslogan que por aquellos días publicitaba el franquismo: “Veinticinco años de paz” y que su pretensión al escribir la novela era oponer las dos maneras de pensar que había en el país: la cerril, tradicional e hipócrita, y la abierta y sana preconizada por Juan XXIII. Fue ahí, con la mención del papa cuando me llegó la revelación personal que me hizo cambiar definitivamente la mirada sobre la novela. Mis padres viajaron a la Ciudad del Vaticano a principios de los años setenta y mi madre, en lugar de traerse un recuerdo de Pablo VI como papa titular, había traído un plato con el perfil de Juan XXIII que había fallecido en 1963 y que presidió forever el pasillo de la casa familiar del barrio zaragozano de Las Fuentes, frente a la puerta que daba acceso al salón. Allí me lo encontraba en cada viaje que hacíamos del pueblo a la ciudad y allí estuvo hasta que mis padres dejaron el piso. Así que en esta segunda lectura estuve mucho más centrado en las palabras de Carmen Sotillos cuyos juicios eran los plausibles por el régimen y valoraba la diferencia que había entre las muchas cosas que yo había escuchado a mi madre, las vecinas y a los amigos de mis padres. Fue una lectura mucho más social que política, de separar entre quienes cultivaban la mala picadura y los que tenían una mirada sana.
Lola Herrera estrenó esta función en 1979 y el crítico de diario madrileño ABC no la cita ni una sola vez en una reseña donde pone toda la carga de su texto en la enorme figura literaria de Delibes y, parafraseo al autor del que no aparece el nombre, de un monólogo de enorme fuerza dramática con un encanto literario centrado en las repeticiones, en el ir y venir entre recuerdos y obsesiones con una veracidad coloquial que, en lugar de individualizar a Carmen Sotillos, la convierte en un prototipo generalizador. Lo que tal vez no sabía el crítico era que Delibes llegó a construir su novela sobre la estructura de monólogo, o de un diálogo entre la actividad de un vivo y la evidente pasividad de un muerto, porque temía que la censura no iba a aceptar el discurso ni las idea puestas en la boca de un Mario vivito y coleando. La consecuencia fue matar al protagonista y dar a conocer su pensamiento a través de la voz de la viuda ante el cadáver de su marido. La censura, como confesó más tarde Delibes, empezó siendo freno y sordina pero terminó por resultar un estímulo para la imaginación del escritor que en su afán por esquivar al toro buscaba soluciones inteligentes.
Lola Herrera visitó el Teatro de las Esquinas de Zaragoza para mostrarnos una Carmen Sotillos que indudablemente era muy diferente a la que se estrenó hace cuarenta años. Por eso resultó tan interesante que junto al programa de mano se añadiese una hoja violeta en la que la actriz nos cuenta de primera mano su experiencia vital en ese largo camino de interpretar a Carmen Sotillos en diferentes épocas de su vida, una eventualidad que le ha permitido trabajar el personaje desde múltiples ópticas, tanto para conectar las experiencias del personaje con su propia vida, como para la aventura de penetrar en muchos de los pasadizos abiertos que Delibes deja en el texto.
Pero la función empezó con sorpresa y un poco de susto cuando el teléfono de la espectadora sentada detrás de mí decidió participar en la representación con la siguiente frase: La funda de su teléfono móvil está a menos de 400 metros. Les prometo que por un momento se detuvo mi respiración, sobre todo si tenemos en cuenta que hacía pocos días, la prensa nacional había recogido la noticia de que Lola Herrera había abandonado ese mismo escenario durante unos minutos porque un teléfono móvil no dejaba de sonar. Supongo que el la frase digital llegó hasta mis orejas pero no tuvo los suficientes decibelios para llegar al estrado y despistar a la actriz, así que casí de inmediato me pude central en el teatro y en la clase magistral que La Herrera impartió con cada uno de sus gestos ajustados, sin un miligramo de pose, falsedad o impostura. Todo fluía de manera natural, desde ese sentarse para darse un masaje en los pies, hasta abrir un termo mientras su voz modulaba sentimientos que a veces tenían eco de alegría y otras oscuridades de envida, con su pizca de miedo y esa ignorancia supina de quien sentencia como si el mundo cupiera en las calles de una capital de provincia. El tiempo pasaba y poco a poco, con esos pasitos indecisos de quien no termina de estar seguro de lo que hace, empecé a sentir que me acercaba a Carmen Sotillos, que cada frase reducía mi resistencia y aumentaba mi cariño y así, en una transición suave se escuchó alguna sonrisa entre el público hasta que me di cuenta que yo también sonreía y toda la platea estaba inmersa en ese mismo viaje de acercamiento, de acercarnos a Carmen Sotillos para intentar comprender muchas de las frases y sentencias que hace cuarenta años podrían definir el pensamiento medio del españolito-que-al-mundo-vienes-te-guarde-Dios y que en pleno siglo XXI son recibidas como la cháchara simpática de una abuela a la que queremos profundamente aunque diga todas esas barbaridades que, si en el pasado eran moneda común para justificar lo injustificable de un régimen dictatorial, ahora sonaban casi como una delicia costumbrista. Por eso, aunque Carmen Sotillos dice cosas terribles que el filtro del tiempo ha destilado hasta ser recibidas con humor, poco a poco me sumergí en el retrato de una época que viví de niño y que aún lucho por mantener en fresca en la retina, una vida que La Herrera ni lo cuenta, ni lo declama, ella te lo hace vivir. Ese es su gran logro, que gracias a la pericia con la que domina el oficio consigue que quieras a esa Carmen del escenario porque, más allá de las lecturas que tenga cada espectador, no creo que Delibes escribiera ese personaje para que fuera querido, por eso en esta crónica, al contrario que la escrita en el ABC de 1979, se cita con moldes de oro a esa dama de la escena que se llama Lola Herrera y que es capaz de transformar la monumental novela de Miguel Delibes titulada Cinco horas con Mario, en una obra de teatro que bien podría titularse Las cinco horas de Carmen Sotillos,o aún mejor: Cinco horas con Menchu.

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24 febrero 2020

El Hombre Almohada entre la imaginación y la violencia




Teatro PezKao estrenó el 20 de febrero en el Teatro del Mercado de Zaragoza  “El Hombre Almohada” del irlandés Martin McDonagh cuya trama gira en torno a un escritor que vive en un país totalitario donde la policía lo interroga para dilucidar la relación entre los cuentos infantiles que escribe y una serie de asesinatos.
La historia parte de la premisa de lo peligroso que puede ser la literatura, o cualquier otro acto de creación, porque el Estado tiene muy difícil acotar las mentes que son capaces de crear otros espacios más allá de la gris realidad, o imaginar nuevas historias que pueden ser tan coloridas como un cerdo verde o tan truculentas como el uso incomprensible de la violencia. Historias que, con independencia de su naturaleza, se cuentan desde la belleza del lenguaje, ese lugar donde el horror se puede hacer poema. Por eso, cuando uno de los personajes sitúa la acción en un “estado totalitario” recordé la idea del sociólogo Max Weber sobre la íntima relación que se produce entre violencia y Estado porque, si bien es ser cierto que la violencia no debería ser el medio normal que usa el Estado para relacionarse con la sociedad civil, todos sabemos que el gran poder público es la exclusiva del uso de la violencia, y es precisamente ese monopolio el que le obliga a respetar los derechos inalienables del ser humano, una convicción que ,a estas alturas del siglo XXI, quizás ya no precise de una distopía para imaginar a la policía sobrepasar los límites que Weber señala al Estado.
Creo que es pertinente subrayar la apuesta valiente de Teatro Pezakao por llevar a cabo un montaje que obliga a la precisión de un cirujano a la hora de trabajar con elementos dramáticos tan sensibles como delimitar un entorno de humanidad e ingenuidad dentro de un ambiente  desolador, y que además aspira a mostrarnos la crueldad que somos capaces de desarrollar.
El inicio de la representación es claro y nítido gracias a una sencilla escenografía y una excelente iluminación, que nos sitúa de inmediato en una de esas escenas que tantas veces hemos visto en las películas donde un poli bueno y un poli malo interrogan a un sospechoso. Y a partir de aquí nos encontramos con dos planos. El excelente dibujo que Nashaat Conde hace del poli malo gracias al uso de la violencia psicológica y verbal, mientras su compañero, el poli malo, encarnado en la gran corpulencia de Javier Guzman se queda un poco desdibujado precisamente porque quizás su papel pide más dosis de violencia física para que el miedo crezca de verdad e inunde el patio de butacas. También hay que destacar el trabajo actoral de un Chavi Bruna que ilumina el segundo acto de la función con un personaje claro, diáfano al que quieres desde el primer minuto.  El papel protagonista recae en los hombros de Fran Martínez, es un trabajo difícil que no se termina de completar porque por el camino se pierde la dosificación en el tránsito de un hombre naif de cierta sensibilidad e ingenuidad infantil que se transforma a lo largo de la obra hasta enfrentarse al dilema de su responsabilidad como escritor, hijo y hermano. Tampoco ayuda al personaje la elección dramática con la que se presentan los cuentos en escena, una simple lectura o la proyección de imágenes son aspectos que aportan muy poco al desarrollo dramático, incluso al contrario, creo que restan tensión e interés, y esto es algo muy extraño en una compañía que en otras ocasiones nos ha ofrecido una excelente alquimia teatral en obras como “Nudo”, “Incómodos” o “Manipulados”
Levantar una función como “El hombre almohada” es un gran reto que te obliga a superar la dificultad de mezclar todas las contradicciones que abre la trama de un texto que contiene elementos que lo acercan a la sensibilidad de la  comedia negra, pero que pide a gritos de la veracidad suficiente para que nos atrape el horror. Teatro PezKao realiza un potente trabajo desde la honestidad  de siempre y con ese aire fresco que tan bien le viene a la escena teatral local gracias a una obra comprometida y valiente. Por eso les dediqué un cerrado y prolongado aplauso.

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15 febrero 2020

La Tuerta o como miramos la vida pasar

La Tuerta, una producción de Nueve de Nueve Teatro, es el estreno en la escritura y la dirección del actor Jorge Usón y, como se lee en el programa de mano, nos encontramos antes un cuento, un esperpento poético.
El valor literario del esperpento es deformar la realidad con la alquimia de lo grotesco para degradar personajes y valores hasta llevarlos al ridículo. La lupa del esperpento funciona especialmente bien cuando se aplica a los poderosos porque difumina la enjundia del cargo y desvela la condición humana que, para regocijo del populacho, suele ser cerril y mentecata. El cuento por su parte hace referencia a la narración de hechos que, aunque suelen ser imaginarios, también se puede aplicar a situaciones costumbristas o de cualquier otra índole porque su esencia es la narración, los cuentos son para contarlos. Jorge Usón ha tomado estos elementos narrativos para jugar en escena con la idea de que un parche en la flor de la vida puede ser el generador de una rabia que te arruine el resto de la vida,
La representación tiene la inapelable virtud de ser estéticamente bella gracias a un espacio escénico diáfano que, construido sobre un lienzo en blanco, aprovecha la extraordinaria iluminación de Gómez-Cornejo y el magnífico subrayado musical de Torsten Weber y Mariano Marín, para arropar a la figura femenina como protagonista total de una composición inspirada en la genialidad de Goya y Velázquez.
La Tuerta navega sobre la idea de que la rabia ante un acontecimiento inesperado, que bien puede ser fruto del azar pero también de la adicción juvenil hacia el amor, lo emocionantemente prohibido y lo peligroso. La pregunta es, ¿Qué es más humano, eliminar la rabia o dejarla que gobierne nuestras vidas para que modifique la lógica reacción humana?
Usón deposita la responsabilidad de la narración de todos los personajes sobre un solo cuerpo que será el demiurgo que impulse la historia en un universo literario en el que intervienen diferentes puntos de vista y es ahí, en la elección de cómo se nos cuenta la historia, donde el drama a veces pierde pie, en esas ocasiones donde el cuento nos deja huérfanos de uno de los personajes, en esos diálogos donde no vemos a los dos personajes, donde solo queda una voz y el espectador tiene que completar la escena. Es un ejercicio arriesgado porque el cuento, si precisa de algo, es de ser contado en su totalidad. Sin embargo, la historia alcanza sus mejores cotas cuando la historia se desdobla en una serie de planos y contra planos en los que aparecen todos los personajes bajo la lupa del esperpento y, al contrario de lo que ocurre  con los poderosos, el esperpento nos deja ver toneladas de humanidad que nos llevan al perdón y la compasión porque los personajes de Usón están ahí para que los amemos en la dualidad de un texto que casi siempre se desarrolla con el lenguaje popular que habla de Tinder, motos y calzoncillos, pero que de repente se eleva por destilación poética a otros aromas mucho más literarios y menos prosaicos.
Pero, más allá de elementos técnicos o literarios, la gran protagonista de la función es la actriz María Jáimez que lidia con la difícil tarea de alternar la interpretación de todos los personajes a través de la voz, la actitud y la coreografía. La actriz compone cuadros notables a lo largo de todos los vaivenes del cuento, tanto en escenas donde la acción lo es todo, como cuando la palabra es la protagonista de lienzo, incluso en esas pausas donde el silencio se llena con su mirada. Durante la representación no pude dejar de mirarla, estuve con ella, la quise y ahora la quiero aún más, sentí los latidos de su corazón y el aliento de sus pulmones pero todo se quedó ahí, al bordecito, al ladito de esa raya que traspasa la emoción y te rompe. Sin embargo, cuando el oscuro final se la llevó, le dediqué el más fuerte y prolongado de mis aplausos porque, ante un desafío como el que representa La Tuerta, la única respuesta posible es el agradecimiento.
Vayan ustedes a ver a La Tuerta para reflexionar sobre esos caprichos de la vida que a veces nos quita lo que más queremos o necesitamos, y sin embargo está en nuestras manos la decisión de cómo miramos al mundo, y si lo hacemos con un ojo, con dos o tras los cristales tintados de unas gafas que filtren el perdón, la risa, la tristeza o el amor.

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