Lola Herrera y la evolución de Cinco horas con Mario
La primera vez que me acerqué a la novela de Miguel Delibes
“Cinco horas con Mario” lo hice para encontrarme con un relato político que transcurría
en el año 1966 y se enfrentaba con la dictadura franquista. Con ese modo de
lectura fui capaz de separar la paja del trigo con esa precisión juvenil de
quien observa los acontecimientos con mucha convicción y, por lo tanto, la
presencia de Carmen Sotillos en aquella primera lectura tan solo fue el atrezo
al servicio de mis intenciones políticas. Hace unos cuantos años regresé a la
novela por una de esas casualidades veraniegas. Lo hice en una edición de
Galaxia Gutenberg para el Círculo de Lectores en la que pude leer unas notas de
Víctor García de la Concha que me ayudaron a leer la novela desde otro punto de
vista porque el interés por lo escrito se situaba en la figura de Miguel Delibes
y su intención de dibujar una sociedad, un país; y lo hacía recordando una
carta que el autor había enviado a su editor en la que le confesaba que la
novela partía de la sensación de vivir en un tiempo de mentiras o medias verdades
acunadas bajo el eslogan que por aquellos días publicitaba el franquismo:
“Veinticinco años de paz” y que su pretensión al escribir la novela era oponer
las dos maneras de pensar que había en el país: la cerril, tradicional e
hipócrita, y la abierta y sana preconizada por Juan XXIII. Fue ahí, con la
mención del papa cuando me llegó la revelación personal que me hizo cambiar
definitivamente la mirada sobre la novela. Mis padres viajaron a la Ciudad del
Vaticano a principios de los años setenta y mi madre, en lugar de traerse un
recuerdo de Pablo VI como papa titular, había traído un plato con el perfil de
Juan XXIII que había fallecido en 1963 y que presidió forever el pasillo de la casa familiar del barrio zaragozano de Las
Fuentes, frente a la puerta que daba acceso al salón. Allí me lo encontraba en
cada viaje que hacíamos del pueblo a la ciudad y allí estuvo hasta que mis
padres dejaron el piso. Así que en esta segunda lectura estuve mucho más
centrado en las palabras de Carmen Sotillos cuyos juicios eran los plausibles
por el régimen y valoraba la diferencia que había entre las muchas cosas que yo
había escuchado a mi madre, las vecinas y a los amigos de mis padres. Fue una
lectura mucho más social que política, de separar entre quienes cultivaban la
mala picadura y los que tenían una mirada sana.
Lola Herrera estrenó esta función en 1979 y el crítico de
diario madrileño ABC no la cita ni una sola vez en una reseña donde pone toda
la carga de su texto en la enorme figura literaria de Delibes y, parafraseo al
autor del que no aparece el nombre, de un monólogo de enorme fuerza dramática
con un encanto literario centrado en las repeticiones, en el ir y venir entre
recuerdos y obsesiones con una veracidad coloquial que, en lugar de
individualizar a Carmen Sotillos, la convierte en un prototipo generalizador.
Lo que tal vez no sabía el crítico era que Delibes llegó a construir su novela
sobre la estructura de monólogo, o de un diálogo entre la actividad de un vivo
y la evidente pasividad de un muerto, porque temía que la censura no iba a
aceptar el discurso ni las idea puestas en la boca de un Mario vivito y
coleando. La consecuencia fue matar al protagonista y dar a conocer su pensamiento
a través de la voz de la viuda ante el cadáver de su marido. La censura, como
confesó más tarde Delibes, empezó siendo freno y sordina pero terminó por
resultar un estímulo para la imaginación del escritor que en su afán por
esquivar al toro buscaba soluciones inteligentes.
Lola Herrera visitó el Teatro de las Esquinas de Zaragoza
para mostrarnos una Carmen Sotillos que indudablemente era muy diferente a la
que se estrenó hace cuarenta años. Por eso resultó tan interesante que junto al
programa de mano se añadiese una hoja violeta en la que la actriz nos cuenta de
primera mano su experiencia vital en ese largo camino de interpretar a Carmen
Sotillos en diferentes épocas de su vida, una eventualidad que le ha permitido
trabajar el personaje desde múltiples ópticas, tanto para conectar las
experiencias del personaje con su propia vida, como para la aventura de
penetrar en muchos de los pasadizos abiertos que Delibes deja en el texto.
Pero la función empezó con sorpresa y un poco de susto
cuando el teléfono de la espectadora sentada detrás de mí decidió participar en
la representación con la siguiente frase: La funda de su teléfono móvil está a
menos de 400 metros. Les prometo que por un momento se detuvo mi respiración,
sobre todo si tenemos en cuenta que hacía pocos días, la prensa nacional había
recogido la noticia de que Lola Herrera había abandonado ese mismo escenario
durante unos minutos porque un teléfono móvil no dejaba de sonar. Supongo que
el la frase digital llegó hasta mis orejas pero no tuvo los suficientes
decibelios para llegar al estrado y despistar a la actriz, así que casí de
inmediato me pude central en el teatro y en la clase magistral que La Herrera
impartió con cada uno de sus gestos ajustados, sin un miligramo de pose, falsedad
o impostura. Todo fluía de manera natural, desde ese sentarse para darse un
masaje en los pies, hasta abrir un termo mientras su voz modulaba sentimientos que
a veces tenían eco de alegría y otras oscuridades de envida, con su pizca de
miedo y esa ignorancia supina de quien sentencia como si el mundo cupiera en
las calles de una capital de provincia. El tiempo pasaba y poco a poco, con
esos pasitos indecisos de quien no termina de estar seguro de lo que hace,
empecé a sentir que me acercaba a Carmen Sotillos, que cada frase reducía mi
resistencia y aumentaba mi cariño y así, en una transición suave se escuchó
alguna sonrisa entre el público hasta que me di cuenta que yo también sonreía y
toda la platea estaba inmersa en ese mismo viaje de acercamiento, de acercarnos
a Carmen Sotillos para intentar comprender muchas de las frases y sentencias que
hace cuarenta años podrían definir el pensamiento medio del
españolito-que-al-mundo-vienes-te-guarde-Dios y que en pleno siglo XXI son
recibidas como la cháchara simpática de una abuela a la que queremos
profundamente aunque diga todas esas barbaridades que, si en el pasado eran moneda
común para justificar lo injustificable de un régimen dictatorial, ahora sonaban
casi como una delicia costumbrista. Por eso, aunque Carmen Sotillos dice cosas
terribles que el filtro del tiempo ha destilado hasta ser recibidas con humor,
poco a poco me sumergí en el retrato de una época que viví de niño y que aún
lucho por mantener en fresca en la retina, una vida que La Herrera ni lo
cuenta, ni lo declama, ella te lo hace vivir. Ese es su gran logro, que gracias
a la pericia con la que domina el oficio consigue que quieras a esa Carmen del
escenario porque, más allá de las lecturas que tenga cada espectador, no creo
que Delibes escribiera ese personaje para que fuera querido, por eso en esta
crónica, al contrario que la escrita en el ABC de 1979, se cita con moldes de
oro a esa dama de la escena que se llama Lola Herrera y que es capaz de
transformar la monumental novela de Miguel Delibes titulada Cinco horas con
Mario, en una obra de teatro que bien podría titularse Las cinco horas de
Carmen Sotillos,o aún mejor: Cinco horas con Menchu.
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