Yo vengo sin idiomas desde mi soledad,
y sin idiomas voy hacia la tuya.
(Luís García Montero)Encontrar las palabras que me permitieran disfrutar de la belleza, esa era mi meta soñada, el destino inalcanzado, una quimera. Al principio anduve con la esperanza del atleta, con el entrenamiento como Biblia y la disciplina como rezo. Duró poco porque los esfuerzos físicos requieren solidez en los principios y en las creencias, y yo soy dado a moverme como la veleta, siempre virando para acomodarme a las premisas de los otros, secuestrado por criterios ajenos que me dejan al albur de sus caprichos.
Lo leí en “La muerte en Venecia” La belleza esta en el camino. No fue difícil encontrar un camino, lo complicado resultó desenmarañar el mecanismo de la creación, de la originalidad, de la brillantez. El batacazo fue culpa mía porque había ignorado toda la extensión de lo expresado por el novelista alemán Thomas Mann que, además de la citada, establecía otra premisa: El camino sólo es el medio, lo imprescindible es la sensibilidad del hombre y la razón para transmutar el pensamiento en sentimiento. Unas condiciones insalvables que explicaba mi fracaso
Recobré el resuello pese a las constantes derrotas cuando la solución definitiva se presentó en un sueño: El conocimiento podría desvelarme los secretos para traducir lo sensible al lenguaje escrito, si acumulaba todo el saber posible podría utilizarlo en la elaboración de nuevas ideas que mostrasen la vida que me rodeaba y los mundos que soñaba. Era una buena teoría que partía de unas expectativas demasiado optimistas. Todo se fue al traste cuando quedó demostrada mi falta de capacidad para el aprendizaje sistemático, lo limitado de mi sistema de almacenamiento impidió acumular cantidades apreciables de conceptos, teorías y cánones.
Entonces reparé en algo muy importante a lo que no había dado la importancia que los nuevos tiempos requerían: La comunicación on line, una vía con el mundo exterior, el ojo del Gran Hermano que todo lo ve, la ventana por la que asomarme y darle al mundo todo lo que soy. Bueno o malo, brillante o mediocre, esos binomios dejaban de tener importancia en el mundo virtual porque lo importante era estar, ¡al carajo con los contenidos! En esa etapa estuve muy excitado, la aventura resultó enriquecedora, embarcado en la enorme avalancha generada por mis congéneres internautas, aprendía de una manera inconsciente, intuitiva, sin esfuerzo aparente. La panacea terminó con un solo click, todo se vino abajo, el mundo maravilloso que la pantalla plana me mostraba se disipó.
Cuando decidí tirar la toalla llegó ella. Fue un día al caer la tarde, se presentó con el calor del sol de otoño, con la familiaridad de quien se sabe deseado, como si hubiera espiado las necesidades de mi espíritu para presentarse en el momento oportuno, en ese segundo en el que me di cuenta de lo innecesario de mi presencia, de la simpleza de mi existir, del sinsentido que significaba el devenir desde el alba hasta el insomnio de la noche. Recibí su compañía alegre y esperanzado, era la señal que necesitaba, el último recurso para alcanzar la excelencia, la postrera posibilidad de comprender la belleza, el alivio para calmar la mediocre ansiedad que sentía frente al folio en blanco. Qué estúpido fui.
Me aferré a ella con todas mis fuerzas, la amarré a mi vida, seguí todas sus premisas. Todo fue en vano, en contra de mis expectativas, no hizo nada por salvarme, sólo se dedicó a expandir su presencia en derredor hasta aislarme del mundo y de mis pensamientos. Ahora me encuentro perdido en estos páramos, insatisfecho por no haber conjugado la fórmula espacio-tiempo hasta alcanzar una belleza singular, un territorio mítico dónde los hombres descubran mi acción creadora.