La curvatura de la córnea

30 enero 2007

Desenmarañar

“He procurado que mi vida sea en lo posible… poema vivo de acción intensa y de heroísmo tácito, en pro de la cultura científica. Pobre es mi obra, pero ha sido todo lo intensa y original que mis escasos talentos consintieron”
Santiago Ramón y Cajal



La vida y obra de Don Santiago Ramón y Cajal es el motivo de la exposición que se puede visitar hasta el próximo 8 de abril en El Centro de Historia de Zaragoza.
La muestra recorre desde su nacimiento navarro, pasando por su infancia Oscense con versos juveniles en los que se atreve a rimar cuitas con derritas, hasta su fallecimiento madrileño y un par de manuscritos redactados en el umbral de la muerte.
El Premio Nobel de medicina no fue un buen estudiante, más pendiente del dibujo y la poesía que de las materias propias del bachillerato de aquella época suspendía una asignatura tras otra. Para incentivarle en el estudio, su padre le mostró la dureza del trabajo manual y para ello lo puso a trabajar de mancebo de barbero y de aprendiz de de zapatero. Lo que pretendió ser un castigo se convirtió en un regalo. Ramón y Cajal encontró en el oficio de remendón el sino de su vida, tanta pasión puso en aquella tarea que no sólo cosía suelas y clavaba tacones, además se dedicaba a personalizar el calzado con adornos tallados o pintados, dando rienda suelta al espíritu creativo que siempre caracterizó tanto en las excelentes pinturas y dibujos de temática médica y de carácter profesional hasta su pasión por la fotografía. Tal vez fue esta afición la que le llevó a interesarse por el método Golgi. Un protocolo de laboratorio que permitía impregnar las muestras de tejidos orgánicos para su posterior observación al microscopio y que llevó al científico italiano a proponer la teoría reticular y a definir el mundo de las células neuronales como una maraña continua muy parecida a una red.
Don Santiago mejoró este método de impregnación hasta desenmarañar aquella masa y proclamó la independencia de las células nerviosas, su capacidad de comunicarse una a una creando líneas de transmisión diáfanas, pulcras y rápidas.
La idea de un relato, la narración de una anécdota o la crónica de un evento cultural siempre aparece de improvisto. Puedo estar esperándola, incluso desearla con ansiedad, da igual porque su materialización es siempre una grata sorpresa, una avalancha de intenciones creativas que desborda el espacio temporal y este cerebro de embudo que la naturaleza me ha otorgado. Esa presencia bruta es como la malla reticular de Golgi: Un magma espeso dónde se cruzan las ansias de contar, las frases hechas, los refranes, el estilo soñado, todo lo que quiero decir más cuarto y mitad de palabras adosadas, adiposas y grasientas que sólo ocupan lugar, que estorban, que no dejan ver. En un momento determinado que soy incapaz de determinar empiezo a usar la técnica de la doble impregnación de Don Santiago. La masa informe de letras se va disipando, los claros y las pausas toman su espacio, las líneas se estructuran, las ideas fluyen sobre ese entramado y recorren con sencillez el camino que va desde mis ideas hasta los sentimientos del lector, ese territorio que, una vez conquistado te pertenece para siempre.
Lo malo de la película es que casi nunca ocurre tal cual lo he contado, y llegar hasta el happy end es un camino muy difícil de recorrer. La mayoría de las veces ocurre que las letras no se apartan, los claros y las pausas desaparecen o pretenden ser las primas donas del evento, las líneas nunca se enderezan y lo que debería ser autopista sólo se queda en camino del exceso o, mucho peor, del defecto. En esa dificultad me hallo cada día, en cada palabra, en cada línea, en cada párrafo: Desenmarañar.
Con esas reflexiones a cuestas visitaba la exposición cuando recordé a Alonso Cordel y como sus palabras llegaron hasta la Isla de Idle. El poeta manchego me recomendó derribar el edificio, zambullirme en el montón desordenado de escombros y reconstruirlo palabra a palabra. Destruir para volver a construir. Ese es el penoso camino de la mejoría literaria, un camino que sólo se puede recorrer con esfuerzo y trabajo. Y para perfeccionar el estilo sólo hay que seguir el ejemplo de Don Santiago Ramón y Cajal: “Más que escasez de medios, lo que hay es miseria de voluntad. El entusiasmo y la perseverancia hacen milagros. Desde el punto de vista del éxito, lo costoso, lo que pide tiempo, brío y paciencia, no son los instrumentos sino desarrollar y madurar una aptitud”

27 enero 2007

Un par de mentiras

La cuenta cuentos Cristina Verbena nos propuso la mentira como materia de trabajo en uno de sus talleres. Las primeras respuestas fueron timoratas y vergonzosas, pero cuanto más nos adentrábamos en el territorio dónde las sardinas corren por los montes, mayor deleitación encontrábamos en inventar las más truculentos, exagerados e increíbles embrollos.
El ejercicio tenía un requetepequeñísimo truco en forma de tentadora propuesta: Participar en calidad de teloneros en el espectáculo oral de las Noches Inenarrables. Los que aceptamos el reto nos comprometimos a buscar dos mentiras que expondríamos al auditorio a modo de calentamiento, y antes de entrar en el fascinante universo del contador de cuentos japonés Josi.
La invitación parecía sencilla así que me dispuse a seguir la pista a las falsedades en este mundo compuestas por mentiras untuosas, balsámicas, cotidianas, recurrentes, piadosas y de tapadillo. Mentirijillas en los sentimientos, mentirotas obscenas en las bocas de los próceres del poder, auto mentiras como placebo hacía la felicidad. Las mentiras históricas o las peligrosas medias verdades. Mentir con todas las de la ley para disfrutar, sobrevivir o crear la fascinante ilusión de una historia. Inventar algo tan real como los pelos de mis orejas a partir de una invención. Abrir un pasadizo hacía la imaginación que tuviera la más obvia de las falsedades como punto de partida.
La primera mentira llegó de inmediato, como si de un acto natural se tratase, me gustó porque traía la edificante mordiente de la ironía: Las corbatas, las pajaritas y el resto de la ropa de mi armario están de huelga. Afortunadamente han cumplido con los servicios mínimos.
Y tanto me gusto que estuve balanceándome entre sus recovecos con la deleitación de creador, satisfecho y hedonista hasta que reparé en mi olvido. El ejercicio consistía en buscar dos mentiras, no en refocilarse en la primera de ellas.
Pasaron tres días con sus tres noches, llegó la ola de frío con sus nevadas, sus cadenas y sus cortes de carreteras, pero yo no había encontrado mi segunda mentira. Tuve que esperar hasta el viernes por la tarde a las 19:45 horas, quince minutos antes de subirme al estrado de la biblioteca María Moliner y declamar ante los presentes un par de trolas.
Ocurrió, como tantas otras veces, mientras cruzaba el Parque Bruil. Aterrizó en mi coco con rotunda alegría, como si llegar tarde y por los pelos fuera la cosa más divertida en el mundo de las engañifas y los enredos. Decía así: Los tres cerditos están instalados en el salón de mi casa desde el día que el lobo feroz derribó sus tres soluciones habitacionales de protección oficial.
Me gustó mucho porque tenía las hechuras de la primera frase de un cuento hipotecario o del corolario a una aventura especulativa. Y una aventura he venido a proponerte ¿Te atreverías a dejar en esta bitácora un par de mentiras?
Prometo cuidarlas, mimarlas y darles de comer tres veces al día hasta que crezcan, se desarrollen y sean capaces de inspirarme la mejor historia que las yemas de mis dedos puedan construir.


26 enero 2007

LUZ

Luz Casal ha sido operada de urgencia de cáncer de mama. Ahora es buen momento para pensar en ella.

25 enero 2007

Hom3najes

El corazón de José Antonio se paró junto al Mediterráneo. El mar que puede verse desde el décimo piso del Edificio Coblanca de la Avenida Europa de Benidorm, el mar y una pequeña isla dónde puedes situar todos los sueños. Tal vez por eso su nicho es el más alto y estoy convencido que desde esa atalaya, por encima de aliagas, carrascas y choperas, podrá escuchar el rumor de las olas.
Las manos habilidosas de Vitoriano sellaron su tumba. Cerré los ojos pero no pude detener las lágrimas que me llevaron hasta mi primer verano con bicicleta.
***
José Antonio esprintó todo lo largo de la calle de la Fuente La Morera, giró a la izquierda, se levantó sobre los pedales, aceleró a tope, la mirada fija en la puerta del Frontón, los músculos tensos, la mano derecha preparada para tirar de freno, la cuesta abajo interminable, curva a la derecha de noventa grados, velocidad desbocada, frenazo en seco, la rueda trasera derrapó, la adrenalina desbordada durante ese instante dónde sólo la suerte puede salvarte el honor de no morder el polvo, la gravilla traicionera no tuvo misericordia y José Antonio dio con sus huesos en el suelo, una vez más.
Cuando llegué hasta él lo encontré enredado entre los pedales de su BH a cada kilómetro un parche. Se debatía enfurecido para recobrar la verticalidad. Frené con suavidad. Mi bicicleta Orbea, la que siempre se estropea, todavía mantenía el brillo de lo recién estrenado pero desprecié la pata de cabra y la dejé tirada sobre el asfalto. Quise ayudarle pero su mirada me hablo con claridad: Como me toques te mato.
***
A mediados de los setenta todavía no se había acuñado la palabra discapacitado, y ahora, cuando pienso en las piernas de José Antonio, en nuestras miradas y en nuestras actitudes, no encuentro rastro ni de maldad, ni de pena. Atisbo el espíritu de chavales de pueblo, de la exaltación de lo heroico, de la amistad por encima de todo, de los sueños de grandeza, de la felicidad. ¿En que curva del camino perdí todo ese bagaje?
***
Reanudé la marcha hasta el cercano cruce de la Cope. Antes de incorporarme a la carretera eché un vistazo a mis espaldas. José Antonio había conseguido incorporarse y comenzaba el ritual de encajar la particularidad de sus piernas sobre los pedales.
La tentación me visitó nada más pasar los Jardines Florida y no pude evitar tomar la calle de la Fuente la Morera. Estaba imbuido por el deseo de vencer a aquella curva de noventa grados. Pedaleé con todas mis fuerzas hasta encarar la cuesta por la que me lancé a tumba abierta. La velocidad aumentó, la puerta del frontón se acercó más y más, sabía que el éxito de la maniobra dependía de elegir el momento adecuado para apretar el freno trasero y provocar un derrape ajustado sobre la gravilla, el ruido elevó el ritmo cardíaco y demandé a la suerte que viniera a salvarme de la curva porque yo no iba a apoyar mi pie derecho sobre el asfalto. La suerte no vino a ayudarme.
Me incorporé y busqué el pañuelo de cuadros grises y blancos que mi madre se empeñaba en meterme en los bolsillos traseros de todos los pantalones. «Nunca se sabe lo que puede pasar» me decía. Empapé de saliva una de sus esquinas, limpié el surco de sangre que brotó de la rodilla izquierda y unas gotitas rojas acabaron adornando el suelo dónde hacía unos minutos había estado tendido José Antonio.
Aquellos rasguños y raspaduras que adornaban a todos los zagales del pueblo no eran heridas, eran las insignias que certificaban nuestro valor.
***
Abrí los ojos para volver a la realidad de Vitoriano colocando multitud de flores. Los presentes, tras rezar un padrenuestro, caminaron hacia la salida del cementerio en procesión silenciosa de cabizbajos. Permanecí estático. Once meses atrás estuve allí, fue en el entierro de Antonio y quise hacerle una visita. Una visita que siempre juré no hacer. Incumplí mi promesa. Frente a su nicho no supe que decir y nada pude pensar. Sólo pena. La pena que siento ante la incapacidad para atrapar las palabras que me permitan moldear sus recuerdos entrelazados con los míos.
Entre Antonio y José Antonio me encontré con el nicho de Isaac Vicente. La muerte siempre es inesperada, pero cuando llega al filo de los treinta años se convierte en una injusticia que soy incapaz de entender.
Para Isaac también guardo en mi memoria la alacena del 1 de julio de 1995, lo recuerdo bien porque ese día celebramos la despedida de soltero de mi cuñado Juan. Una despedida que empezó a la hora del café, se prolongó durante toda la noche y terminó con la llegada del picajoso sol utrillense que nos obligó a volver a casa.
***
Llevábamos terciada la visita a todos los bares cuando me encontré con Isaac en la Plaza del Ayuntamiento. Él venía de El Templo y yo me dirigía hacía el Atlantic. Cruzamos nuestras miradas. La mía intentaba ser la del vaquero más duro del oeste. Isaac sonrió expectante. Lo reconozco: A menudo disfruto provocando a esos hombretones gigantes y forzudos que atesoran un gran corazón. Les amenazo, les provoco y les pincho. Ellos reconocen la jovialidad del encuentro y ríen a mandíbula batiente.
Isaac era tan enorme que mi barbilla apenas llegaba a la altura de su pecho. Me preguntó a que se debía tanto jolgorio. «Es por El Espartaco» le dije. «Tiene intención de casarse». No me pregunten que extraño arrebato se apoderó de mi voluntad para ponerme a bailar. No era un baile cualquiera, era la danza del mejor púgil de pueblo. Los puños sólo abandonaban la defensa del rostro para marcar los golpes a un milímetro del cuerpo de Isaac. Un directo, un crochet, combinación derecha – izquierda y gancho. Me alegré al escuchar sus carcajadas que se fundieron con las mías. Ya me iba a despedir pero… Isaac se agachó.
Fue un movimiento rápido e inesperado. Sus manos atraparon mis tobillos y me elevó por los aires hasta quedarnos en una extraña posición. Isaac de pie con los brazos estirados, entre sus manos mis tobillos. De esta guisa fui incapaz de mantener la verticalidad, así que coloqué mi cuerpo en paralelo al suelo y apoyé las manos sobre sus hombros. Nuestras caras se quedaron una enfrente de la otra.
«Menos mal que somos amigos, ¿eh?» dijo muy serio. Aún no había contestado cuando permitió que mis pies volvieran a tierra. Empezó a alejarse entre risotadas mientras repetía una y otra vez «¡Javi, te has asustado! ¡Que te has asustado!» No se volvió pese a mis gritos que unas veces pedían venganza y otras le proponían la penúltima copa de la noche. Me hubiera gustado seguirle pero no pude, un ostentoso temblor de rodillas, entre el miedo y la tajada etílica, me lo impidió.
***
Nada más cruzar la puerta del cementerio me impuse la obligación de volver a ver el mundo con los ojos de la alegría. Fue difícil porque la pena sobrevolaba en el ánimo de todos. Mi mirada seleccionó el rostro desencajado de Pili Pérez, cuñada de José Antonio. A su lado estaba Pili Vicente, hermana mayor de Isaac. Junto a ellas se encontraba Natalia, hija de Antonio. No era la primera vez que las veía juntas, ni será la última.
El recuerdo me transportó a las calles de Utrillas en el mes de septiembre de 1982. Sobre una carroza engalanada de tules pude ver a las mujeres de hoy cuando eran tres niñas preciosas.

21 enero 2007

La Montaña de Arcilla

Para Alejandro Pastor

La noche aún se ceñía a las cuestas del Castillo cuando Otilio El Rumiales bajó por sus rampas tarareando Cielito Lindo entre cabriolas y volteretas. La ranchera hacía honor al mejor consejo que le dejó en herencia su abuelo: Si empiezas el día cantando tendrás la suerte de cara. Lo seguían ovejas, cabras y una perra. Chispa era el resultado de mil cruces entre canes callejeros sin oficio, ni beneficio. El árbol genealógico nunca fue importante para Otilio, al contrario, no tenía reparos en galardonar a su ayudante con el título de la más lista de la familia y en cuanto se presentaba la ocasión contaba como se habían conocido.
«Fue en una tarde de verano con tanta calorina que yo sólo estaba para sestear y poco mas. Y no hay mejor sitio para planchar la oreja que la sombra del pajar que tiene el tío Pantaleón. En esas faenas andaba cuando el rabillo del ojo me avisó. Era la Chispa que se arrimaba al rebaño más tiesa que una vela. Cuatro ladridos bastaron. En un periquete formó un grupo tan compacto que parecía la procesión de las fiestas. Las trapicheó en perfecto orden y concierto hasta el abrevadero que hace lindero con la casa del tío Gorrión. Fíjate si estuvo viva que siguió paso por paso el mismo recorrido que hago yo y eso, ¡ya me dirás!, es demostrar bien a las claras que la perra es más lista que el hambre»
La alegría mejicana del pastor venía a cuento porque tocaba pastorear en los contornos de la fuente La Teja, una hermosa paradera entre el río Mena y el camino de Las Parras dónde se reunían los jubilados con la excusa de llenar botijos y búcaros pero con la intención de darle a la cháchara, confirmar los últimos rumores y arreglar todos los males de este mundo.
Chispa se hacía cargo del ganado mientras El Rumiales disfrutaba de la compañía de los viejos. Se acercaba hasta la fuente, se sentaba en el suelo y escuchaba una y mil veces las peripecias que habían pasado aquellos hombres hasta llegar a Utrillas: Toño Aguardiente contaba como venció el miedo al estrondo do tren y viajó hasta la Mina Santiago con la muller preñada, duas maletas robadas y tres rapaces colados sin billetes. El Furia del Feria cofesaba que había abandonado marranos, encinas y bulerías para soñar con la Seat de Barcelona, con tan buena suerte, que una nevada de las de antes lo dejó aislado junto a la boca mina de Santa Bárbara. Hamed El Moro rememoraba el paso del estrecho tras el vuelo de una gaviota y como se escondió en una camionada de troncos que lo descargó dónde las maderas se convertían en traviesas para la mina El Sur.
Las mismas historias repetidas mil veces pero con mil detalles distintos que las mudaban, nuevos relatos en los que se colaban anécdotas y chascarrillos para formar una coctelera de la uno no sabía si probaba el néctar de la ficción o el grueso caldo de la realidad.
Florita La Verdulera madrugó para colocar la mercancía en el colmado sin nombre que su madre tenía en la calle La Fuente: Melocotones de Calanda, tomates y patatas del huerto de Juan Morales, olivas picudas y aliñadas en Castilleja de la Cuesta, vinos de Lécera, licores de Ortigueira, huevos de las gallinas de La Leonor y legumbres castellanas a granel.
Esperaba al pastor todas las mañanas para entregarle un atillo con queso, nueces y una pizca de amor. «Recuerda» le decía «Antes de cruzar el río tienes que dar tres saltos sobre la piedra de Las Brujas. El primero por San Abdón, el segundo por San Senén y el tercero el por milagro que hizo nuestro Señor para librarlos de las fauces de los leones ¿Me lo prometes por el lunar que tengo junto a la boca?»
Otilio siempre vadeaba el río Mena por el paso del ahogado. Una zona donde el cauce se ensanchaba para que las aguas se desparramaran y perdieran la suficiente profundidad como para cruzar a brincos sobre piedras y guijarros A veces le preguntaban porque no utilizaba el puente y siempre contestaba lo mismo. «Paso por dónde me enseñó mi abuelo»
La pasarela prohibida era una tentación para el ganado. Una cabra desafió al pastor y se dispuso a cruzarla. Otilio mostró su enfadó a base de gritos, silbidos y pedradas. El animal resistió un rato la rebeldía pero se rindió sin remedio y regresó resignado al rebaño. El rifirrafe dejó en el olvido el compromiso del joven con Florita La Verdulera y atravesó el río sin subirse al único peñasco al que jamás se encaramaban sus cabras.
La Tejería se desparramaba junto al río, desde la casa de Concha La Herrera hasta terminar al pie de la Montaña de Arcilla. Allí fue dónde Chispa adelantó posiciones hasta plantarse en vanguardia del rebaño. Un ladrido marcial detuvo la marcha junto al pastor petrificado por el miedo.
***
Griffo Moss era un charlatán de feria que descubrió la pasión de la gente por comprar los más extraños e inútiles productos. De mercado en mercado había llegado hasta Cortes de Aragón.
— Dignos caballeros y hermosas damas de esta Comarca. Hasta esta ilustrísima Villa ha venido este humilde vendedor desde el londinense Portobello Road con la intención de proveeros de los mejores productos, las más finas telas y los cosméticos más sofisticados. Todo ello a unos precios irrisorios, precios de saldo, unos precios para partirse de risa.
»La fama paleontológica de estas tierras es conocida en los cinco continentes y por eso os quiero mostrar el último gran invento en la zoología de los grandes vertebrados: El dragosilbato.
»Algunos sabihondillos sólo verán en este prodigio un pito común y corriente como el que usan los trencillas del balompié, los colegiados del baloncesto o los policías municipales. Nada más alejado de la realidad. El dragosilbato es un artefacto sin par, cuya principal característica radica en atraer a todo tipo de dragones. Como lo han oído señoras y señores. Para conseguir el prodigioso acontecimiento de atraer a un dragón sólo tienen que soplar en mitad de un bosque encantado, en las soledades de las estepas, en la perpetuidad de lo hielos, en ciénagas putrefactas, o en cualquier otro paraje dónde residan esas fenomenales criaturas. Y todo a un solo golpe de dragosilbato.
»Estoy convencido. Muchos de ustedes han soñado más de una vez con entablar relación con los más importantes dragones que pueblan nuestro planeta. Pues bien, no deje escapar esta gran oportunidad porque hoy, en honor al pasado histórico que realza esta noble Villa, he decidido tirar la casa por la ventana. Las cinco primeras personas que adquiera un dragosilbato se van a llevar, completamente gratis, un magnífico estuche de cuero con adornos de bronce para utilizarlo como funda de tan excelso instrumento científico, dos mantas zamoranas y tres gorros de lana.
***
Tomás O´Malley del Arrabal era un gacetillero de tres al cuarto que publicaba algunas de sus crónicas en el Heraldo de Aragón. Andaba de viaje por la provincia de Teruel en busca de cuentos, chismes y leyendas. El dragosilbato era la señal que estaba esperando, así lo pensó el reportero, el pistoletazo de salida que lo llevaría a recorrer el mundo silbando en lagos, desiertos y valles hasta convertirse en el draconólogo más importante de la historia
El literato nunca supo explicar porque no compró aquella maravilla que la ciencia le brindaba y continuó su viaje sin un mal reportaje que ofrecer al periódico. El atardecer detuvo su camino en Utrillas y se alojó en la afamada Fonda del Belles dónde se dispuso a cenar en el rincón más apartado del comedor.
— Compadre— le dijo el hombre que cenaba, también solo, en la mesa de al lado — Mala facha traemos y le voy a decir un cosa con el permiso de usted. Este negocio de la vida son cuatro días y más vale pasarlos de cara que de puto culo, usted ya me entiende.
El Chapito era un minero veterano en tajos y galerías. Siempre estaba fumando y movía el cigarrillo entre sus dedos con la habilidad de un malabarista, era pequeñusete y le daba a la sin hueso con un desparpajo digno de Boby Deglané.
— Con el permiso de usted voy a presentarme. Mi nombre no viene al caso porque todo el mundo me conoce como El Chapito y a mí, que quiere que le diga, me gusta porque más que un mote, es el resumen de mi personalidad, vamos que yo soy El Chapito — Le alargó la mano y añadió — Un amigo para lo que haga falta ¿Me permite?
Tomás permaneció callado pero eso no sirvió de nada porque su vecino dio un salto, se sentó a su lado y siguió hablando como si tal cosa. El Chapito trasegaba del buen vino de Lécera entre chascarrillos, chistes y sucedidos con tanta eficacia que el recuerdo de Griffo Moss y su dragosilbato se diluyó poco a poco.
— ¿Sabe usted —preguntó el minero — qué en la cueva La Hiedra hay, para quien quiera criarlo, un huevo de dragón azul?
— ¿Un huevo de dragón azul?
— Como lo oyes compadre. Un huevo de dragón azul.
— ¿Y cómo sabes tu que en esa cueva hay un huevo de dragón azul?
— Quia quillo. Todo el mundo esta al cabo de la calle que en la cueva La Hiedra hay un huevo de dragón azul.
El periodista sabía que una de las características del huevo del dragón azul era que, una vez resguardado en alguna cueva segura, podía esperar decenios antes de empezar el proceso de gestación.
— Y… ¿está lejos esa cueva en la que dices que hay un huevo de dragón azul?
— No. Esta aquí al lado. Cruzamos la carretera y el río, tiramos Barrio de la Tejería para arriba, pasamos de largo la Montaña de Arcilla y el barrio del Oeste, después sólo hay que subir monte a través. La cueva esta al otro lado. Desde allí se ven los Lavaderos de carbón, el discurrir del río Martín y hasta la torre medieval de la iglesia de Montalbán.
***
Arifé Lezagón nació en la explanada que corona la Montaña de Arcilla, lo hizo el día que el ferrocarril minero recorrió por última vez el trayecto entre la mina Santiago y los Lavaderos. Llegó a este mundo en un nido de metal, sobre la cama de brasas candentes que mantuvo una elevada temperatura y consiguió el desarrollo del embrión hasta que veinte meses después rompió el cascarón.
Tomás O´Malley mantuvo los rescoldos con la quema del lignito que conseguía en la curva del Mocho gracias al cambio brusco de dirección que daba el tren como consecuencia del trazado de la vía, y que provocaba una lluvia mineral desde las vagonetas que iban repletas de carbón. No era un trabajo fácil porque aquel maná tenía muchos pretendientes que luego se dedicaban a venderlo por los pueblos de la comarca.
El pequeño dragón crecía con tanta rapidez que su alimentación se convirtió en un problema y O´Malley buscó soluciones para calmar aquella voracidad. Pasó noches enteras cazando conejos con lazos furtivos, atrapó ratones de campo durante las madrugadas y preparó cepos vespertinos para gorriones incautos.
En las noches con claro de luna se cubría con pieles de cabra, se pintaba la cara con sangre, se ocultaba tras las sombras alargadas de las tapias de los corrales y esperaba con paciencia de depredador. Llegado el momento oportuno mataba gallinas y polluelos con los que preparaba el bocado más apreciado por una cría de dragón azul: Un suculento plato de aves a la cazuela.
Aquellas sangrías nocturnas excitaron los cuchicheos de habladores, charramengueros y alcahuetes que alimentaron todo tipo de rumores hasta que quedó establecido que durante las noches de luna llena un sanguinario Chupasangre merodeaba los gallineros, la virginidad de las mozas y las sábanas de los niños malos.
Arifé Lezagón aprendió los rudimentos del lenguaje con inusitada rapidez y antes de los seis meses ya era capaz de hablar. Tomás se alegró mucho de aquellos adelantos porque pudo enseñarle una melodía que había escuchado en las calles del zaragozano Barrio del Gancho. Era una canción mágica que según decía la leyenda era utilizada entre los dragones para atraer a sus congéneres y entablar lazos de amistad. La coplilla decía así:

Dragón de cualquier linaje
que escuchas esta tonada.
Abandona tu hospedaje
y acude a esta llamada.

Aprendió la canción el mismo día que lanzó su primera llamarada y chamuscó el culo desprevenido de su dueño que lejos de sulfurarse dio un salto de alegría. Era evidente que su pequeño dragón había dejado de ser un bebe. Ya no había más excusas para retrasar lo inevitable. Partieron a la mañana siguiente en el último tren que hizo el trayecto desde los Lavaderos de carbón hasta la Estación Utrillas del zaragozano barrio de Montemolín. Un viaje que cambió sus vidas.
Recorrieron los cinco continentes. El dragón cumplió a la perfección su papel de reclamo cantarín y conforme el viaje avanzaba con más virtuosismo entonaba la canción que fascinó a los más afamados dragones.
Tamuríl Calafalfas el que nunca ríe, bajó de la cima del Gerlachowsky Stit en los Cárpatos eslovacos, Amras Nénmacil el de los bigotes verdes, emergió de las aguas del Lago Qinghai en los territorios más al oeste de China, Lólindir Miriel se asomó a la boca del gran cráter del africano Ngorongoro, Timúviel Emanaë el guardián alado, descuidó la vigilancia del templo de Chichén-Itzá, Anurión el hijo más veloz del viento, Elros el marsupial, Arkoma el anfibio sagrado del Bático y Wrangel el dragón del Ártico
***
Tomas O´Malley regresó a Zaragoza con la intención de encerrarse en su casa natal del barrio del Arrabal para desmenuzar los millones notas que había tomado y transcribirlas a un libro que sería referencia mundial sobre la historia de los dragones y sus hábitos de vida. Para culminar este magno proyecto necesitaba la mayor tranquilidad posible y decidió deshacerse de Arifé. Al principio pensó en sacrificarlo, aunque desechó la idea porque se vio incapaz de matarlo y de eliminar un cadáver tan voluminoso sin levantar sospechas. Barajó la posibilidad de dejarlo en libertad, pero tampoco era una buena medida porque Lezagón, además de haber nacido en cautividad, siempre había vivido bajo su protección y soltarlo a su libre albedrío hubiera supuesto una irresponsabilidad. La solución pasó por buscarle un nuevo hogar y el periodista pensó que nada mejor para estos casos que insertar un anuncio en la sección de mascotas del Heraldo de Aragón.
“Se regala un dragón azul joven con buena salud, excelente humor y especializado en hacer compañía a niños y mayores. Domina a la perfección los usos sociales, el canto y el arte de la conversación.”
Que las autoridades municipales fueran las más interesadas en hacerse cargo del animalito sorprendió sobremanera al periodista que pensó «De haberlo sabido le hubiera puesto un precio de Casa Consistorial»
Los ediles tuvieron la brillante idea de alojar a Arifé en un mini estanque cuadrangular recién inaugurado dónde el Barrio Jesús se asoma al final de la Avenida Cataluña, una esquina desde dónde se podía ver las torres de la Basílica del Pilar, una charca diminuta de perímetro enjaulado en la que el dragón azul se convertiría en un elemento decorativo para disfrute de la ciudadanía.
La novedad del dragón vivito y coleando causó un gran alboroto, no sólo en la margen izquierda, sino en toda la ciudad. Una muchedumbre iba a verlo desde todos los barrios durante los primeros meses pero poco a poco se convirtió en un adorno invisible. El desinterés de los ciudadanos coincidió con la apatía de las autoridades por aquel monstruo que causaba un sin fin de gastos en alimentación y en limpieza.
***
“Entrevistas con dragones” fue un éxito editorial sin precedentes y Tomás O´Malley se convirtió en un personaje muy famoso que pasaba los meses promocionando su obra por toda España y en cada uno de los países en los que fue editada. Peregrinó por tertulias radiofónicas, conferencias congresuales y coloquios universitarios.
Y mientras el periodista bebía de las mieles del éxito, Arifé Lezagón se convirtió en un fantasma. Pasaba la mayor parte de las horas sumergido bajo las aguas estancadas de su calabozo y apenas si asomaba la cabeza para recoger de la superficie insectos, hojas y otros restos orgánicos que el aire arrastraba hasta su morada.
Una noche a media noche emergió para ver la luna llena, se encontró con el flash ofensivo de un fotógrafo despistado y un zarandeo atávico le recordó su condición animal. El fogonazo lo cegó durante unos segundos en los que reconoció su decrepitud, un dragón azul en desuso, adormecido y atorado. El instinto activó el mecanismo biológico de la llama piloto y una chispa prendió fuego al gas metano. Los barrotes de la celda fueron abrasados hasta quedar reducidos a un montón de escoria que el cierzo esparció.
Una novedosa sensación de libertad se adueñó de sus aciagos pensamientos. Arifé salió del estanque, desplegó sus alas y un movimiento cimbreante lo libró de las últimas gotas de humedad dejándolo listo para el vuelo. El dominio en el arte de volar era uno de los grandes misterios en torno a los dragones azules por la incomprensible relación que existía entre sus alas y su cuerpo.
Arifé nunca había surcado los cielos, sin embargo, fue capaz de mover las alas con la rapidez necesaria para despegar. Una vez en el aire y tras algunos minutos de dudas, desequilibrios y cabeceos, consiguió la estabilidad suficiente para escudriñar la ciudad palmo a palmo.
Buscó el rastro sulfuroso que el carbón había depositado en un recuerdo infantil sin saber que aquella pista había desaparecido para siempre. Sobrevoló los barrios de Montemolin, San José y Las Fuentes hasta descubrir la chimenea de la antigua Estación Utrillas. El corazón le dio un vuelco al saber que estaba en el buen caminó. En dirección Este encontró la inconfundible señal que el antiguo ferrocarril minero había dejado en la orografía: Una rubrica kilométrica que pasaba por las estaciones de Belchite, Lécera y Muniesa, se elevaba hasta los once mil ciento once metros sobre el nivel del mar de Minas de Segura y llegaba hasta las desoladas ruinas de los Lavaderos.
Avistó la entrada a la cueva de La Hiedra con los primeros rayos de luz y recordó el terreno despejado que coronaba la Montaña de Arcilla. Aterrizó en el mismo lugar que lo vio nacer a un mundo que lo había tratado con desden, a una vida aplastada por las ambiciones de un plumilla y a la indiferencia humana ante su encarcelamiento infame tras las rejas de una jaula.
***
El tiempo sobrepasó la delgada línea que separa la penumbra de la noche con la explosión de luz. Las siluetas se transformaran en color: Una perra con parda mirada, un pastor petrificado de negro miedo y unas ovejas de blancos vellones como si la vida real se hubiera dado el lujo de parecerse a una postal navideña.
El dragón azul movió el cuello con la velocidad del látigo. La liberación del instinto depredador fue muy breve, un instante efímero que devolvió el orden de las cosas a su estado natural. No hubo alivio, ni alegría, ni pena, tan sólo ejecutó la consigna que le venía dada desde el albor de los tiempos.
Cuando la sangre humana se mezcló con la de los animales, Florita La Verdulera sintió un hueco de luto adueñándose de sus entrañas que dejó paso al dolor y a la clarividencia. «Otilio» sentenció «no ha saltado sobre la piedra de Las Brujas»


11 enero 2007

Con una mirada negra


Mi segunda singladura en barco terminó en una estación de autobuses. Fue tras mi único viaje de estudios del que recuerdo la visita resacosa a una catedral gótica, el chunda chunda de las discotecas y un solo de guitarra de Mark Knopler. Tenía quince años.
Eran las nueve de la noche y faltaban un par de horas para que nos recogiera el autobús del Lechero, así que decidí cumplir con la promesa de regresar a casa sin un chavo. Hurgué en todos los bolsillos y me senté a la barra del bar de la estación para darme un banquete compuesto por una Coca-Cola, un bocadillo de lomo con pimientos verdes y una ración de patatas bravas.
Tardé un siglo en comprobar quien tiraba de mi camiseta favorita serigrafiada con el número 23 porque temía alguna broma de mis compañeros, o la exigencia de repartir el botín culinario del que estaba dando cuenta.
Fue su mirada negra la que me hirió. Mis ojos escaparon de los suyos hasta recalar en una mata de pelo negra atada en una grasienta coleta, en dos mocos negros solidificados sobre el labio superior y en unos ropajes negros que me recordaron las vestimentas negras de las fotos sepias de los años negros. Su brazo extendido como un puente entre mi abundancia y su miseria terminaba en la palma roñosa de la pobreza.
— Dame algo.
La seguridad de su voz me descolocó. No había suplica en su tono, al contrario, estaba recibiendo una orden.
— Que me des algo.
Era una niña, no tendría más de doce años dentro de un cuerpo menudo pero con el rostro garabateado como si la vida se hubiera entretenido en arar todo el futuro de una sola vez. Mis movimientos fueron lentos, tan lentos como me permitió el boquiabierto cerebro. Aparté el bocadillo de la proximidad de mis labios y se lo ofrecí. Pasó todo el tiempo del mundo y un poco más. Fue agradable sentir durante un segundo la sensación del buen samaritano, como si aquel gesto fuera suficiente para ganarme el título de solidario.
— Métete el bocadillo por el culo y dame dinero.
***
No pude darle lo que me pedía. Ese pensamiento se fijó en mi mente durante el regreso desde la costa hasta las faldas turolenses de la Sierra de San Just. Una noche de martirio. No podía olvidar las palabras con las que aquella niña me había sacado del sueño. Creo que fue en ese preciso momento cuando abandoné la infancia para ingresar en el mundo adulto dónde la realidad lo ocupa casi todo. Un zarpazo a la conciencia, el primer envite que me obligó a reflexionar más allá de los libros de aventuras, de las canciones y de las hormonas en estado perpetuo de ebullición.
Aquella niña había aprovechado su situación para presionar sobre mis sentimientos con tanta crudeza que resolví con acusarla. Ella me exigió el dinero que yo no tenía, a cambio le ofrecí lo poco que podía entregarle. Este gesto fue rechazado con tanto desprecio que desde entonces jamás le he dado dinero a quien extiende su mano con el único propósito de entrar en nuestros remordimientos con una mirada negra.

08 enero 2007

Demetrio Aldous (VII)

1-2-3-4-5-6

La algarabía en el patio era generalizada, reían los aprobados y también los suspendidos porque tiempo habría de lamentar ceros patateros y males en conducta, aseo y puntualidad. Doña Ceferina, La Cefe repartió, como ya era costumbre, los boletines de notas con la solemnidad, la parsimonia y la prosodia de las grandes ocasiones. Sus alumnos asistían desesperados ante tanta ceremonia y mientras sus compañeros disfrutaban de las recién inauguradas vacaciones estivales, ellos aguantaban con estoicismo la emoción de la profesora que, tras citar a Rigoberto Pérquique Cambroneras, se puso a llorar.
El Burroberto había sido, sin lugar a dudas, el alumno más burro que Doña Ceferina había tenido en su larga trayectoria en el ejercicio del magisterio. El chaval compensaba su falta de capacidad con un gran corazón, una amabilidad sin límites y un esfuerzo ímprobo por adquirir los conocimientos que se le escapaban entre las puntas de los dedos como si el lenguaje, la geografía o las matemáticas fueran criaturas insondables y escurridizas. La maestra desarrolló a lo largo del curso un cariño especial hacía aquel niño que le llevó a saltarse, sin ningún tipo de remordimiento, todas las normas éticas de su profesión. Rigoberto aprobó y recibió el Título de Graduado Escolar para premiar su voluntad e intento constante de superación.
Demetrio abandonó el aula cuando la profesora dio por terminado el Curso Escolar, dejó atrás el colegio y corrió con todas sus fuerzas hacía el sueño de entregar a su madre el mejor de los regalos: Un trozo de cartulina en el que figuraban un ristra ejemplar de sobresalientes. Llegó ahogado hasta la Calle Baja dónde frenó en seco y tomó aliento. Los últimos doscientos metros los hizo caminando, con la tranquilidad suficiente para sopesar la posibilidad de que su madre, aconsejada por Doña Ceferina, solicitara una beca para continuar los estudios en la capital.
Sebastiana La Cana siguió los pasos de Demetrio. El zagal no se dio cuenta de tal eventualidad porque los vaivenes del pensamiento lo habían dejado indefenso. Las garras huesudas de la bruja lo atraparon del pescuezo.
— Más despacio hijo bastardo y mal parido.
El joven intentó escapar pero no pudo hacer nada ante la fuerza bruta y desmedida de Sebastiana.
—No tengas tanta prisa por llegar al regazo mal oliente de tu puta madre.
La mirada bizca de aquella mujer lo dejó paralizado.
—Seguro que esa zorra no te ha contado que fueron mis manos las que te trajeron a este valle de lágrimas cuando ella ya había desfallecido, cuando esa guarra te había abandonado en una maraña de vísceras y miasmas fui yo la que te saco del vientre asqueroso dónde nunca deberías haber estado.
El cerebro de Demetrio forjó un resorte de autodefensa y generó un sonido majestuoso: El oleaje de un océano bermellón contra los más altos acantilados azules. Fuera de esa rutina isocrónica todo era silencio.
— He vigilado cada uno de tus días, he velado todas tus noches y he arrastrado el dolor que sólo conocen las mujeres estériles o las madres de hijos deformes y putrefactos. Cada uno de tus momentos de felicidad significó un infierno para mí. Pudé haber acabado contigo en cualquier momento pero he esperado todo este tiempo de bilis y ciénaga porque quería asegurarme una última satisfacción: Contarte con pelos y señales la mala follá del cabrón de tu padre. Un putero de tres al cuarto que se creyó el Rey del Mambo y sólo era un pelele de poca monta del que me enamoré como una perra caliente. Habría dado mi vida y el manto asqueroso de mi virgo por el placer de sentir su verga arañar las áridas paredes de mi coño hasta cubrirlas por el lodo amarillento que llevaba la herencia de su sangre, por él hubiera engendrado en mis entrañas el ser más miserable y deforme. Pero el desagraciado de tu padre eligió a la mala pécora que te amamantó con sebo rancio de japuta.
El colchonero lanero anunciaba el futuro del descanso a través de la nueva megafonía instalada sobre el tejadillo de una DKV verde. La misma salmodia con fuerte acento valenciano repetida sin interrupción gracias a una cinta Orchid de treinta minutos por cara. La tentación de la modernidad con sólo desprenderse del colchón de la abuela y sustituirlo por el volumen perfecto de dos paralelogramos almohadillados y unidos por una franja tapizada de espuma.
La técnica de venta consistía en pasar un par de veces por cada calle. En el primer paseillo, las vecinas se asomaban a las ventanas picadas por la curiosidad que les levantaba el reclamo sonoro. La furgoneta circulaba con las puertas posteriores abiertas para que se pudiera apreciar con todo lujo de detalle los nuevos colchones capaces de cambiar la orientación anodina de los sueños. La decisión más importante para asegurar la venta consistía en calcular con precisión el tiempo que necesitaban las clientas para valorar el trabajo diario de airear, remover y ablandar sus viejos colchones de lana. Un cuarto de hora solía ser suficiente. Las que se decidían esperaban al segundo paseillo de la furgoneta apostadas a las puertas de sus casas.
Nadie cambió su jergón cuando la furgoneta del colchonero lanero recorrió por segunda vez la Calle Baja y obligó a Sebastiana La Cana a aflojar la presión con la que tenía sometido a Demetrio. Un segundo de lucidez bastó y el muchacho huyó de un salto. Puso todo su corazón en el brinco que lo llevó hasta los cuatro colchones que a modo de reclamo se apilaban en la parte posterior de la DKV.
Rodó a lo largo de la furgoneta hasta estrellarse contra el tabique que separaba la zona de carga del conductor y chocar con la cabeza más de la región. Ambos acallaron el grito que los hubiera delatado como el capitán gallina de las sardinas.
— ¿Qué haces aquí? — preguntó Demetrio.
— Menos humos que el recién llegado eres tú. — respondió Rigoberto
— Yo he llegado hasta aquí por accidente, por eso me extraña que…
— Pues ahuecando el ala que en este viaje lo que menos necesitamos son accidentes.
— ¿Viaje?
— Si, vi-a-je. Voy de polizón.
— Vamos Rigoberto. Los polizones son los que se cuelan en los barcos, no en las furgonetas de los vendedores ambulantes. Esto es un caso de vida o muerte. Sebastiana ha intentado matarme y ahora lo más importante es avisar al colchonero para que nos lleve hasta el puesto de la Guardia Civil a denunciar a esa bruja.
— ¡De eso nanaí!— Rigoberto gateó hasta la parte posterior de la furgoneta y cerró las dos puertas traseras. — El colchonero ha vendido media docena de colchones y se vuelve a casa echando leches sin parar ni en la Naranja Mecánica, así que, este mendas lerendas estará esta noche a bordo de algún barco mercante del puerto de Valencia.
— ¡Tú estás más pirao de lo que yo me pensaba! ¡Rigoberto no me seas majara!
Los zagales se enzarzaron en una pelea que no llegó a tanto, rodaron de allá para acá enganchados por la pechera hasta que Demetrio sintió una terrible punzada en el estómago y detuvo el baile.
— Mi madre acaba de morir.
El olor a mar llegó tras casi doscientos kilómetros de amargo silencio.
— ¿Demetrio?
— ¿Qué?
— ¿Te puedo hacer una pregunta?
— ¿Qué pregunta?
— ¿Por qué nunca me llamas El Burroberto como hacen los demás?
— Porque eres más listo de lo que te crees. ¿Sabes que decía mi madre? — Rigoberto se encogió de hombros — Que todos tenemos un nombre y dos apellidos.

Continuará

06 enero 2007

Atasco a las seis de la mañana

La fila de coches era un fenómeno extraño para las seis de la mañana. No había visto un atasco de esa envergadura ni cuando la Guardia Civil de Tráfico montaba los controles de alcoholemia a la puerta de la CAF. Un sitio estratégico para la caza de los maquineros de la discoteca Coliseum que cogían la variante de Zuera con la intención de esquivar el controladísimo tramo de entrada a Zaragoza por la carretera de Huesca. En medio de esas redadas para borrachos, pastilleros y bacalas, la autoridad hacía soplar a la mitad del turno de noche de La Montañanesa. El resultado de tanto celo controlador maquillaba a la baja la estadística de beodos al volante porque los currante hace décadas que hemos dejado de beber en el tajo.
Decenas de conductores estaban de pie junto a sus vehículos parados sobre el puente del río Gállego, alguno de ellos saludaba con la mano. No había duda, eran ellos.
En contra de cualquier tradición, cabalgaban solos, nada de pajes, ni bestias de carga, ni comitivas interminables de carrozas, saltimbanquis y serpentinas. Tampoco llevaban coronas, ni turbantes, ni mantos de armiño. Vestían chaquetilla azul de un material sintético de muy mala calidad, pantalón a juego y un chaleco con bandas reflectantes. Lo que más me impresionó fueron los camellos. Al contrario de todos los que he visto en parques y zoológicos, no abrían constantemente la boca poniendo cara de pito. Iban serios y majestuosos, con lenta cadencia en el andar y gustándose por derecho.
Guillermo se había detenido a mi lado y cuando la comitiva real llegó hasta nuestra altura les interrogó con la frescura que gasta habitualmente con los de su misma condición.
— ¿Qué pasa Majestades? Muy prontito hemos acabado de currar, ¿eh? Qué esto ya no es lo que era, ¿verdad? Qué ahora no escribe la carta ni San Pedro y todo los méritos y el negocio se los lleva el Papa Noel ese de los cojones, que me tiene hasta… y me repito, que me tiene hasta los mismísimos kinder sorpresa. — Tenía toda la intención de seguir con su diatriba de barra de bar, pero acerté a darle un codazo y enmudeció tras lanzarme una mirada entre furiosa y mosqueada.
— Tiene usted razón — le dijo Melchor — Cada vez nos escriben menos cartas y esta merma de lo postal no se ha compensado con el aumento de los correos electrónicos. ¡Ay! Si sólo hiciéramos el reparto a aquellos que nos han escrito, nos merendábamos el trabajo en un santiamén.
— ¡Claro! — subrayó Guillermo — Y como el barrigudo ese que viene desde Lapo, Lapo hostias, o como coño se llame el lugar ese de los iglú, pues eso, que como a ese tipo ni hace falta escribirle, ni nada parecido, pues aparece en casa de uno sin que nadie lo haya llamado y echándole más morro que los tocinos de mi pueblo.
— Papa Noel, — contestó Gaspar— vive en Laponia. Y no debería usted enfadarse con él. Este buen señor viaja hasta aquí porque lo reclaman millones de personas y también tiene derecho a llevar un mensaje de ilusión a los niños que lo esperan ilusionados.
— ¡Los niños! Mecagoentó. Anda y que les den a los niños, a sus padres y a tó lo que se menea. Que no, que no puede ser tanta tontería, que la culpa de todo la tiene la tele y el venga a darles a manos llenas lo que se puede y lo que no. Que no hay medida, señores, que no hay medida. Que nos pensamos que con venga a comprar y comprar estamos cumpliendo y no. Que no, que no se cumple así, que falta calor humano y sobran cacharros, despiporre y hasta el coño de la Bernarda.
— Tendríamos que reflexionar — apostilló Baltasar — sobre la deriva a la que nos está llevando la adquisición masiva de juguetes poco apropiados para el desarrollo personal, emocional y social de los niños.
Guillermo estaba dispuesto a continuar pero los tres jinetes movieron la cabeza para pedir disculpas por interrumpir la conversación. Continuaron su marcha parsimoniosa y nosotros esperamos hasta que los perdimos de vista más allá de las primeras casas que delimitan el Barrio de Montañana y el de Santa Isabel.
— ¿Hace un chocolate con un par de porritas y rematamos con una copita de moscatel?
No pude negarme a una proposición tan dulce y que terminó como el rosario de la aurora porque un par de maromos chulitos y descreídos pusieron en duda la conversación que mi compañero había mantenido con Sus Majestades Los Reyes Magos de Oriente. El altercado fue de órdago.
Los palomos restañan sus vaciladas baratas en el servicio de Urgencias del Hospital Miguel Servet, mi compañero esta en casa dando explicaciones a la parienta por los lamparones de chocolate mezclados con sangre que adornan su camisa, y yo, yo que siempre he tenido más miedo que once viejas, continúo escondido en la oficina-almacén de la Churrería Los Ángeles dónde he podido comprobar que su conexión a Internet es mucho más veloz que la mía.

03 enero 2007

El cazador

Toni reinaba desde la barra portátil de las verbenas y nunca necesitó cruzar la frontera que separaba a los acodados de los bailarines. Festejar a ritmo de pasodoble le resultaba cochambroso, humillante y demasiado cansado. Un depredador de su categoría sólo necesitaba apostarse, otear el ambiente, elegir presa y lanzarse a por ella.
La última noche del mes de Junio eligió a la nueva funcionaria. Consolación llevaba tanto tiempo estudiando sus oposiciones a secretaria de corporación municipal que cuando obtuvo la plaza en aquel culo del mundo sólo pensaba en desquitarse de tantas horas de artículos, reglamentos y zarandajas administrativas que le servirían para ganarse el pan pero que la habían dejado sequita de casi todo excepto de su exceso de carnes. Llevaba un mes asombrando a propios y extraños con su admirable capacidad para trasegar una botella de Anís El Mono mientras despojaba de salarios y pagas extras a los picapedreros que adecentaban el único camino que llegaba al pueblo. Nunca se había visto cosa semejante en el casino. Una mujer que cada día daba una exhibición con la baraja en el juego del hijo puta.
Los cantos regionales anunciaron el fin de la fiesta. Consolación los bailó con revuelo de falda, sudor el canalillo y la respiración entrecortada como si los orgasmos tuvieran una jota por banda sonora. Toni brindó por ella desde la distancia. El vaso de plástico de La Zaragozana ejerció de eficaz sedal y la jotera mordió en el anzuelo de la belleza autóctona de aquel mocetón de peinado esculpido, perfumado con Varón Dandy y acicalado con el primer pantalón de pitillo que se había vendido en la provincia.
Se comieron a besos en los soportales del antiguo mercado. Toni disfrutó enfebrecido de la generosidad de unos pechos templados que se desbordaron con la liberación del Belcor de blonda suave y con los broches en la parte delantera del sujetador. Morreo y tetas era la meta establecida por el galán para dar por ganado el lance, sin embargo, para su amante sólo significaba una línea imaginaría y no estaba dispuesta a respetarla.
Consolación desabrochó con destreza la hebilla de la correa, los cinco botones dorados del ceñidísimo Lee y hurgó con urgencia y sin decoro en las profundidades vellosas que contenían los blancos calzoncillos. La maniobra pilló desprevenido a Toni que mantuvo la erección durante el tiempo que Consolación dedicó a explorar, con la precisión del cartógrafo, aquel falo musculoso, vibrante y prometedor.
Podría haber elegido una penetración vaginal con su cuerpo acostado sobre los sacos de patatas, o mostrar el camino negro, virginal y desconocido de su ano, sin embargo, la lujuria llevó sus labios hasta el prepucio sonrosado. Una vez allí, la lengua hizo la genuflexión de los creyentes y comenzó la deliciosa tarea de libar en el altar sagrado del placer, hasta que un temprano borbotón de leche caliente llegó desde la oscuridad del infortunio para cortar de un tajo la lubricidad de los sueños.
Consolación La Insaciable se limpió con parsimonia nariz, parpados y mejillas hasta que la frustración humedeció el pañuelo bordado y abandonó su rostro. Lo hizo en cuclillas y en silencio, y sólo se incorporó para dictar sentencia «Ahora entiendo porque te llaman Toni Picha Floja»

01 enero 2007

Las doce uvas

Para los eventos institucionalizados siempre conecto La Primera de Televisión Española y pocas cosas hay tan institucionalizadas como las Doce Campanadas desde La Puerta del Sol. Ramón García con capa y Anne Igartiburu demasiado discreta para todo lo que nos enseñó el año pasado a Retruécano y a un servidor, que tardamos mucho tiempo en reponernos de una imagen tan perturbadora.
Explicación exhaustiva con ensayo visual del realizador: Plano de ocho segundos de la bola en descenso controlado, veinte segundos de plano medio con zoom de aproximación para los cuartos y primerísimo plano para las doce campanadas. Se añadía este año una novedad: Un contador numérico de campanadas. Se justificaba para favorecer el seguimiento de los sordomudos pero yo creo que en realidad estaba allí para los despistados.
La tensión fue controlada con maestría hasta la hora hache y la ingesta comenzó en el momento preciso. A la tercera uva estaba claro que la cadencia entre toque y toque era desesperantemente lenta, tan parsimoniosa que nos privaba del vértigo irracional que provoca la velocidad. Mi aburrimiento ante semejante pachorra campanera quedó compensado con la alegría de mi hermana que, con el número diez en el contador de sordomudos, se auto declaró vencedora y alzó jubilosa el plato que segundos antes contenía la docena de uvas más diminutas que he visto en mi vida. No le valieron las explicaciones, que no se trataba de terminar antes, que todos deberíamos finiquitar al mismo tiempo y que… no me hizo ni caso. Ella estaba más contenta que unas pascuas porque era la primera vez en su vida, sobrepasados los cincuenta, que había conseguido comerse las uvas dentro del tiempo en el que transcurre tan San Silvestre acontecimiento. Y brindamos la llegada del nuevo año, eso si, mientras los demás levantábamos nuestras copas doradas y burbujeantes, la ganadora de la carrera de uvas lo hizo con agua de la Fuente del Mocho
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