Para Alejandro Pastor
La noche aún se ceñía a las cuestas del Castillo cuando Otilio El Rumiales bajó por sus rampas tarareando Cielito Lindo entre cabriolas y volteretas. La ranchera hacía honor al mejor consejo que le dejó en herencia su abuelo: Si empiezas el día cantando tendrás la suerte de cara. Lo seguían ovejas, cabras y una perra. Chispa era el resultado de mil cruces entre canes callejeros sin oficio, ni beneficio. El árbol genealógico nunca fue importante para Otilio, al contrario, no tenía reparos en galardonar a su ayudante con el título de la más lista de la familia y en cuanto se presentaba la ocasión contaba como se habían conocido.
«Fue en una tarde de verano con tanta calorina que yo sólo estaba para sestear y poco mas. Y no hay mejor sitio para planchar la oreja que la sombra del pajar que tiene el tío Pantaleón. En esas faenas andaba cuando el rabillo del ojo me avisó. Era la Chispa que se arrimaba al rebaño más tiesa que una vela. Cuatro ladridos bastaron. En un periquete formó un grupo tan compacto que parecía la procesión de las fiestas. Las trapicheó en perfecto orden y concierto hasta el abrevadero que hace lindero con la casa del tío Gorrión. Fíjate si estuvo viva que siguió paso por paso el mismo recorrido que hago yo y eso, ¡ya me dirás!, es demostrar bien a las claras que la perra es más lista que el hambre»
La alegría mejicana del pastor venía a cuento porque tocaba pastorear en los contornos de la fuente La Teja, una hermosa paradera entre el río Mena y el camino de Las Parras dónde se reunían los jubilados con la excusa de llenar botijos y búcaros pero con la intención de darle a la cháchara, confirmar los últimos rumores y arreglar todos los males de este mundo.
Chispa se hacía cargo del ganado mientras El Rumiales disfrutaba de la compañía de los viejos. Se acercaba hasta la fuente, se sentaba en el suelo y escuchaba una y mil veces las peripecias que habían pasado aquellos hombres hasta llegar a Utrillas: Toño Aguardiente contaba como venció el miedo al estrondo do tren y viajó hasta la Mina Santiago con la muller preñada, duas maletas robadas y tres rapaces colados sin billetes. El Furia del Feria cofesaba que había abandonado marranos, encinas y bulerías para soñar con la Seat de Barcelona, con tan buena suerte, que una nevada de las de antes lo dejó aislado junto a la boca mina de Santa Bárbara. Hamed El Moro rememoraba el paso del estrecho tras el vuelo de una gaviota y como se escondió en una camionada de troncos que lo descargó dónde las maderas se convertían en traviesas para la mina El Sur.
Las mismas historias repetidas mil veces pero con mil detalles distintos que las mudaban, nuevos relatos en los que se colaban anécdotas y chascarrillos para formar una coctelera de la uno no sabía si probaba el néctar de la ficción o el grueso caldo de la realidad.
Florita La Verdulera madrugó para colocar la mercancía en el colmado sin nombre que su madre tenía en la calle La Fuente: Melocotones de Calanda, tomates y patatas del huerto de Juan Morales, olivas picudas y aliñadas en Castilleja de la Cuesta, vinos de Lécera, licores de Ortigueira, huevos de las gallinas de La Leonor y legumbres castellanas a granel.
Esperaba al pastor todas las mañanas para entregarle un atillo con queso, nueces y una pizca de amor. «Recuerda» le decía «Antes de cruzar el río tienes que dar tres saltos sobre la piedra de Las Brujas. El primero por San Abdón, el segundo por San Senén y el tercero el por milagro que hizo nuestro Señor para librarlos de las fauces de los leones ¿Me lo prometes por el lunar que tengo junto a la boca?»
Otilio siempre vadeaba el río Mena por el paso del ahogado. Una zona donde el cauce se ensanchaba para que las aguas se desparramaran y perdieran la suficiente profundidad como para cruzar a brincos sobre piedras y guijarros A veces le preguntaban porque no utilizaba el puente y siempre contestaba lo mismo. «Paso por dónde me enseñó mi abuelo»
La pasarela prohibida era una tentación para el ganado. Una cabra desafió al pastor y se dispuso a cruzarla. Otilio mostró su enfadó a base de gritos, silbidos y pedradas. El animal resistió un rato la rebeldía pero se rindió sin remedio y regresó resignado al rebaño. El rifirrafe dejó en el olvido el compromiso del joven con Florita La Verdulera y atravesó el río sin subirse al único peñasco al que jamás se encaramaban sus cabras.
La Tejería se desparramaba junto al río, desde la casa de Concha La Herrera hasta terminar al pie de la Montaña de Arcilla. Allí fue dónde Chispa adelantó posiciones hasta plantarse en vanguardia del rebaño. Un ladrido marcial detuvo la marcha junto al pastor petrificado por el miedo.
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Griffo Moss era un charlatán de feria que descubrió la pasión de la gente por comprar los más extraños e inútiles productos. De mercado en mercado había llegado hasta Cortes de Aragón.
— Dignos caballeros y hermosas damas de esta Comarca. Hasta esta ilustrísima Villa ha venido este humilde vendedor desde el londinense Portobello Road con la intención de proveeros de los mejores productos, las más finas telas y los cosméticos más sofisticados. Todo ello a unos precios irrisorios, precios de saldo, unos precios para partirse de risa.
»La fama paleontológica de estas tierras es conocida en los cinco continentes y por eso os quiero mostrar el último gran invento en la zoología de los grandes vertebrados: El dragosilbato.
»Algunos sabihondillos sólo verán en este prodigio un pito común y corriente como el que usan los trencillas del balompié, los colegiados del baloncesto o los policías municipales. Nada más alejado de la realidad. El dragosilbato es un artefacto sin par, cuya principal característica radica en atraer a todo tipo de dragones. Como lo han oído señoras y señores. Para conseguir el prodigioso acontecimiento de atraer a un dragón sólo tienen que soplar en mitad de un bosque encantado, en las soledades de las estepas, en la perpetuidad de lo hielos, en ciénagas putrefactas, o en cualquier otro paraje dónde residan esas fenomenales criaturas. Y todo a un solo golpe de dragosilbato.
»Estoy convencido. Muchos de ustedes han soñado más de una vez con entablar relación con los más importantes dragones que pueblan nuestro planeta. Pues bien, no deje escapar esta gran oportunidad porque hoy, en honor al pasado histórico que realza esta noble Villa, he decidido tirar la casa por la ventana. Las cinco primeras personas que adquiera un dragosilbato se van a llevar, completamente gratis, un magnífico estuche de cuero con adornos de bronce para utilizarlo como funda de tan excelso instrumento científico, dos mantas zamoranas y tres gorros de lana.
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Tomás O´Malley del Arrabal era un gacetillero de tres al cuarto que publicaba algunas de sus crónicas en el Heraldo de Aragón. Andaba de viaje por la provincia de Teruel en busca de cuentos, chismes y leyendas. El dragosilbato era la señal que estaba esperando, así lo pensó el reportero, el pistoletazo de salida que lo llevaría a recorrer el mundo silbando en lagos, desiertos y valles hasta convertirse en el draconólogo más importante de la historia
El literato nunca supo explicar porque no compró aquella maravilla que la ciencia le brindaba y continuó su viaje sin un mal reportaje que ofrecer al periódico. El atardecer detuvo su camino en Utrillas y se alojó en la afamada Fonda del Belles dónde se dispuso a cenar en el rincón más apartado del comedor.
— Compadre— le dijo el hombre que cenaba, también solo, en la mesa de al lado — Mala facha traemos y le voy a decir un cosa con el permiso de usted. Este negocio de la vida son cuatro días y más vale pasarlos de cara que de puto culo, usted ya me entiende.
El Chapito era un minero veterano en tajos y galerías. Siempre estaba fumando y movía el cigarrillo entre sus dedos con la habilidad de un malabarista, era pequeñusete y le daba a la sin hueso con un desparpajo digno de Boby Deglané.
— Con el permiso de usted voy a presentarme. Mi nombre no viene al caso porque todo el mundo me conoce como El Chapito y a mí, que quiere que le diga, me gusta porque más que un mote, es el resumen de mi personalidad, vamos que yo soy El Chapito — Le alargó la mano y añadió — Un amigo para lo que haga falta ¿Me permite?
Tomás permaneció callado pero eso no sirvió de nada porque su vecino dio un salto, se sentó a su lado y siguió hablando como si tal cosa. El Chapito trasegaba del buen vino de Lécera entre chascarrillos, chistes y sucedidos con tanta eficacia que el recuerdo de Griffo Moss y su dragosilbato se diluyó poco a poco.
— ¿Sabe usted —preguntó el minero — qué en la cueva La Hiedra hay, para quien quiera criarlo, un huevo de dragón azul?
— ¿Un huevo de dragón azul?
— Como lo oyes compadre. Un huevo de dragón azul.
— ¿Y cómo sabes tu que en esa cueva hay un huevo de dragón azul?
— Quia quillo. Todo el mundo esta al cabo de la calle que en la cueva La Hiedra hay un huevo de dragón azul.
El periodista sabía que una de las características del huevo del dragón azul era que, una vez resguardado en alguna cueva segura, podía esperar decenios antes de empezar el proceso de gestación.
— Y… ¿está lejos esa cueva en la que dices que hay un huevo de dragón azul?
— No. Esta aquí al lado. Cruzamos la carretera y el río, tiramos Barrio de la Tejería para arriba, pasamos de largo la Montaña de Arcilla y el barrio del Oeste, después sólo hay que subir monte a través. La cueva esta al otro lado. Desde allí se ven los Lavaderos de carbón, el discurrir del río Martín y hasta la torre medieval de la iglesia de Montalbán.
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Arifé Lezagón nació en la explanada que corona la Montaña de Arcilla, lo hizo el día que el ferrocarril minero recorrió por última vez el trayecto entre la mina Santiago y los Lavaderos. Llegó a este mundo en un nido de metal, sobre la cama de brasas candentes que mantuvo una elevada temperatura y consiguió el desarrollo del embrión hasta que veinte meses después rompió el cascarón.
Tomás O´Malley mantuvo los rescoldos con la quema del lignito que conseguía en la curva del Mocho gracias al cambio brusco de dirección que daba el tren como consecuencia del trazado de la vía, y que provocaba una lluvia mineral desde las vagonetas que iban repletas de carbón. No era un trabajo fácil porque aquel maná tenía muchos pretendientes que luego se dedicaban a venderlo por los pueblos de la comarca.
El pequeño dragón crecía con tanta rapidez que su alimentación se convirtió en un problema y O´Malley buscó soluciones para calmar aquella voracidad. Pasó noches enteras cazando conejos con lazos furtivos, atrapó ratones de campo durante las madrugadas y preparó cepos vespertinos para gorriones incautos.
En las noches con claro de luna se cubría con pieles de cabra, se pintaba la cara con sangre, se ocultaba tras las sombras alargadas de las tapias de los corrales y esperaba con paciencia de depredador. Llegado el momento oportuno mataba gallinas y polluelos con los que preparaba el bocado más apreciado por una cría de dragón azul: Un suculento plato de aves a la cazuela.
Aquellas sangrías nocturnas excitaron los cuchicheos de habladores, charramengueros y alcahuetes que alimentaron todo tipo de rumores hasta que quedó establecido que durante las noches de luna llena un sanguinario Chupasangre merodeaba los gallineros, la virginidad de las mozas y las sábanas de los niños malos.
Arifé Lezagón aprendió los rudimentos del lenguaje con inusitada rapidez y antes de los seis meses ya era capaz de hablar. Tomás se alegró mucho de aquellos adelantos porque pudo enseñarle una melodía que había escuchado en las calles del zaragozano Barrio del Gancho. Era una canción mágica que según decía la leyenda era utilizada entre los dragones para atraer a sus congéneres y entablar lazos de amistad. La coplilla decía así:
Dragón de cualquier linaje
que escuchas esta tonada.
Abandona tu hospedaje
y acude a esta llamada.
Aprendió la canción el mismo día que lanzó su primera llamarada y chamuscó el culo desprevenido de su dueño que lejos de sulfurarse dio un salto de alegría. Era evidente que su pequeño dragón había dejado de ser un bebe. Ya no había más excusas para retrasar lo inevitable. Partieron a la mañana siguiente en el último tren que hizo el trayecto desde los Lavaderos de carbón hasta la Estación Utrillas del zaragozano barrio de Montemolín. Un viaje que cambió sus vidas.
Recorrieron los cinco continentes. El dragón cumplió a la perfección su papel de reclamo cantarín y conforme el viaje avanzaba con más virtuosismo entonaba la canción que fascinó a los más afamados dragones.
Tamuríl Calafalfas el que nunca ríe, bajó de la cima del Gerlachowsky Stit en los Cárpatos eslovacos, Amras Nénmacil el de los bigotes verdes, emergió de las aguas del Lago Qinghai en los territorios más al oeste de China, Lólindir Miriel se asomó a la boca del gran cráter del africano Ngorongoro, Timúviel Emanaë el guardián alado, descuidó la vigilancia del templo de Chichén-Itzá, Anurión el hijo más veloz del viento, Elros el marsupial, Arkoma el anfibio sagrado del Bático y Wrangel el dragón del Ártico
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Tomas O´Malley regresó a Zaragoza con la intención de encerrarse en su casa natal del barrio del Arrabal para desmenuzar los millones notas que había tomado y transcribirlas a un libro que sería referencia mundial sobre la historia de los dragones y sus hábitos de vida. Para culminar este magno proyecto necesitaba la mayor tranquilidad posible y decidió deshacerse de Arifé. Al principio pensó en sacrificarlo, aunque desechó la idea porque se vio incapaz de matarlo y de eliminar un cadáver tan voluminoso sin levantar sospechas. Barajó la posibilidad de dejarlo en libertad, pero tampoco era una buena medida porque Lezagón, además de haber nacido en cautividad, siempre había vivido bajo su protección y soltarlo a su libre albedrío hubiera supuesto una irresponsabilidad. La solución pasó por buscarle un nuevo hogar y el periodista pensó que nada mejor para estos casos que insertar un anuncio en la sección de mascotas del Heraldo de Aragón.
“Se regala un dragón azul joven con buena salud, excelente humor y especializado en hacer compañía a niños y mayores. Domina a la perfección los usos sociales, el canto y el arte de la conversación.”
Que las autoridades municipales fueran las más interesadas en hacerse cargo del animalito sorprendió sobremanera al periodista que pensó «De haberlo sabido le hubiera puesto un precio de Casa Consistorial»
Los ediles tuvieron la brillante idea de alojar a Arifé en un mini estanque cuadrangular recién inaugurado dónde el Barrio Jesús se asoma al final de la Avenida Cataluña, una esquina desde dónde se podía ver las torres de la Basílica del Pilar, una charca diminuta de perímetro enjaulado en la que el dragón azul se convertiría en un elemento decorativo para disfrute de la ciudadanía.
La novedad del dragón vivito y coleando causó un gran alboroto, no sólo en la margen izquierda, sino en toda la ciudad. Una muchedumbre iba a verlo desde todos los barrios durante los primeros meses pero poco a poco se convirtió en un adorno invisible. El desinterés de los ciudadanos coincidió con la apatía de las autoridades por aquel monstruo que causaba un sin fin de gastos en alimentación y en limpieza.
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“Entrevistas con dragones” fue un éxito editorial sin precedentes y Tomás O´Malley se convirtió en un personaje muy famoso que pasaba los meses promocionando su obra por toda España y en cada uno de los países en los que fue editada. Peregrinó por tertulias radiofónicas, conferencias congresuales y coloquios universitarios.
Y mientras el periodista bebía de las mieles del éxito, Arifé Lezagón se convirtió en un fantasma. Pasaba la mayor parte de las horas sumergido bajo las aguas estancadas de su calabozo y apenas si asomaba la cabeza para recoger de la superficie insectos, hojas y otros restos orgánicos que el aire arrastraba hasta su morada.
Una noche a media noche emergió para ver la luna llena, se encontró con el flash ofensivo de un fotógrafo despistado y un zarandeo atávico le recordó su condición animal. El fogonazo lo cegó durante unos segundos en los que reconoció su decrepitud, un dragón azul en desuso, adormecido y atorado. El instinto activó el mecanismo biológico de la llama piloto y una chispa prendió fuego al gas metano. Los barrotes de la celda fueron abrasados hasta quedar reducidos a un montón de escoria que el cierzo esparció.
Una novedosa sensación de libertad se adueñó de sus aciagos pensamientos. Arifé salió del estanque, desplegó sus alas y un movimiento cimbreante lo libró de las últimas gotas de humedad dejándolo listo para el vuelo. El dominio en el arte de volar era uno de los grandes misterios en torno a los dragones azules por la incomprensible relación que existía entre sus alas y su cuerpo.
Arifé nunca había surcado los cielos, sin embargo, fue capaz de mover las alas con la rapidez necesaria para despegar. Una vez en el aire y tras algunos minutos de dudas, desequilibrios y cabeceos, consiguió la estabilidad suficiente para escudriñar la ciudad palmo a palmo.
Buscó el rastro sulfuroso que el carbón había depositado en un recuerdo infantil sin saber que aquella pista había desaparecido para siempre. Sobrevoló los barrios de Montemolin, San José y Las Fuentes hasta descubrir la chimenea de la antigua Estación Utrillas. El corazón le dio un vuelco al saber que estaba en el buen caminó. En dirección Este encontró la inconfundible señal que el antiguo ferrocarril minero había dejado en la orografía: Una rubrica kilométrica que pasaba por las estaciones de Belchite, Lécera y Muniesa, se elevaba hasta los once mil ciento once metros sobre el nivel del mar de Minas de Segura y llegaba hasta las desoladas ruinas de los Lavaderos.
Avistó la entrada a la cueva de La Hiedra con los primeros rayos de luz y recordó el terreno despejado que coronaba la Montaña de Arcilla. Aterrizó en el mismo lugar que lo vio nacer a un mundo que lo había tratado con desden, a una vida aplastada por las ambiciones de un plumilla y a la indiferencia humana ante su encarcelamiento infame tras las rejas de una jaula.
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El tiempo sobrepasó la delgada línea que separa la penumbra de la noche con la explosión de luz. Las siluetas se transformaran en color: Una perra con parda mirada, un pastor petrificado de negro miedo y unas ovejas de blancos vellones como si la vida real se hubiera dado el lujo de parecerse a una postal navideña.
El dragón azul movió el cuello con la velocidad del látigo. La liberación del instinto depredador fue muy breve, un instante efímero que devolvió el orden de las cosas a su estado natural. No hubo alivio, ni alegría, ni pena, tan sólo ejecutó la consigna que le venía dada desde el albor de los tiempos.
Cuando la sangre humana se mezcló con la de los animales, Florita La Verdulera sintió un hueco de luto adueñándose de sus entrañas que dejó paso al dolor y a la clarividencia. «Otilio» sentenció «no ha saltado sobre la piedra de Las Brujas»