La curvatura de la córnea

30 noviembre 2006

Demetrio Aldous (V)

1-2-3-4

Demetrio Aldous nació el día que cayó la última nevada de a metro y la primera de color violeta. El fenómeno meteorológico y cromático fue recibido con división de opiniones. Los optimistas, los creyentes en la fe verdadera y las autoridades lo publicitaron a los cuatro vientos como una señal de esperanza, sin embargo, Sebastiana la Cana preconizó los peores males, las mayores desgracias, tiempos de sal y hiel, porque no eran fechas para la visita de la nieve y así lo recordó con la tradicional tonada que aprendió en Martín de Río:
Para Todos los Santos,
la nieve en los altos.
Para San Andrés,
la nieve en los pies.
Para San Blas,
un palmo más.
Para Santa Aguedeta,
la nieve en la bragueta.
Para Santa Ana,
la nieve en la ventana.
Don Genaro, que ejercía con excelente eficacia de médico, practicante, dentista, peluquero y partero, se quedó atrapado entre los dos bandos. No era ni optimista, ni creyente, ni tenía autoridad administrativa y estaba en las antípodas de los pareceres de la pitonisa oficial del pueblo. Él habló con la voz de la ciencia. Lo hizo a la hora del guiñote en el Bar Los Hermanos entre sota, caballo y rey «La nieve es un fenómeno meteorológico que se origina cuando en los nimboestratos y cumulonimbos se forman diminutos cristales de hielo que se asocian unos con otros hasta conformar los copos de nieve que acaban cayendo por efecto de la gravedad. Ahora bien, para entender el fenómeno de la nieve coloreada tendríamos que hablar del ciclo del agua y de cómo este elemento pasa continuamente de unos lugares a otros del planeta: De la atmósfera a los ríos y los mares, de estos, por evaporación, vuelve a la atmósfera y, en ese viaje, el viento suele interferir añadiendo las diminutas partículas de arena que transporta en suspensión y que se incorporan a las nubes mezcladas con el agua. En este caso, el color lila de la nevada acontecida esta en relación con las áridas tierras dónde habitan los Tuareg, un pueblo nómada considerado como los amos eternos del desierto» Pero aquella prolija explicación emanada de la ciencia no convencía a nadie.
Ese día, a Pepe el Rasurado, se le quedó el apodo por la mitad. Una chiquillada cruzó el pueblo durante el atardecer al cántico de «Ya viene, ya viene la cigüeña» A Don Genaro no le quedó más remedio que dejar la navaja sobre la repisa, coger el maletín de matrona y dejar a Pepe el Rasurado, medio rasurado. Pero esa no fue la única fatalidad para el padre de Demetrio porque antes de la media noche, y con su hijo recién nacido, la mejilla no rasurada de Pepe el Rasurado fue lo único que quedó a la vista en el ventisquero violeta que se formó frente a la puerta del Polvorino´s Club. Un resbalón helado dio al traste con sus intenciones de disfrutar del ambiente agrio que se respiraba en el mejor antro de la comarca.
Sebastiana la Cana si que estuvo en el parto para erigirse en ayudante de la ciencia de Don Genaro y en la mano ejecutora del caprichoso destino. Ella husmeó entre las piernas abiertas al universo y limpió el sudor de la parturienta, la que agarró por los tobillos al recién nacido y golpeó su trasero para comprobar el timbre de sus pulmones. Ella fue la que aquella noche sentenció que aquel niño violeta tenía el don, la voz y las hechuras de un personaje de novela.

27 noviembre 2006

Sol de otoño

Sobre la mesilla el preparado salino, un vaso y una jeringa. La respiración gruesa evidenció la nueva oleada de flemas. Desconecté el lector de mp3 y la banda sonora se quedó entre pasos de enfermeras, murmullos de auxiliares y el burbujeó del oxígeno en el agua.
Los ladrillos naranjas del edificio de enfrente ocupaban la ventana, se mecían acariciados por un sol de otoño muy alejado de las páginas sepias de Platero con “flores de vereda, un pájaro de lleno de luz sobre el húmedo prado verde y la mañana clara, pura, traspasada de azul”

***

Una combinación para dejarme KO: Enfermera con aguja en ristre y Platero sangrando por la boca herida de sanguijuela. Caigo de bruces al suelo

***

La facultativa de pelo largo con tirabuzones dorados y pantalón de cuero marrón se apellida como mi pueblo y me resulta extraño llamarla Doctora Utrillas. El médico de Platero se llama Darbon y se alimenta casi en exclusiva de migajón de pan. Lo ablanda con la mano, hace una bola y la revuelve en su boca durante una hora. Me gustaría contarle que debería aplastar la bola de migajón al estilo albóndiga se metamorfosea en filete ruso, después, utilizando un cuchillo, se hacen unas hendiduras longitudinales y transversales dibujando pequeños cuadritos y entonces si, entonces a saborearlo en la boca.

***

Rotonda voy, rotonda vengo, en Dinópolis yo me encuentro.

***
La noche volvió impasible y dejó el pasillo vacío de pasos y lleno de tanta luz que se me antojó un derroche para iluminar el carrito de la limpieza, dos alacenas andantes con empapadores y un buzón vacío de sugerencias.
El triángulo equilátero no dejó lugar a dudas: Bordes negros y rayo rampante del mismo color sobre campo amarillo. Abrí sin dificultad el armario de la distribución eléctrica. Los magneto térmicos alineados en perfecta formación no tenían indicación alguna y eso me ayudó a elegir. Empecé por el primero de la izquierda: Tinieblas y oscuridad.Los primeros gritos de protesta surgieron de la reserva dónde pernoctaban las enfermeras porque el corte de energía había interrumpido el lete nigth televisivo.

24 noviembre 2006

Platero, el viaje y el amanecer

Platero era el ligero recuerdo de un burro algodonoso, un animal que no se parecía ná de ná a los machos pardos que trabajaban en la mina y que regresaban todas las tardes a las cuadras que la M.F.U. tenía a la vuelta de la esquina de mi casa, ni al burro del tío Gorrión, una bestia amable y pacífica que era capaz de llevar seis zagales a sus lomos sin protestar ni miaja. La percepción que siempre tuve de Platero era de lectura infantil, tal vez por eso hice una regresión a la E.G.B y a las páginas del Senda pero… nada pude rescatar del exiguo almacén de mi memoria. Me quedaban pocas alternativas así que no quedó más remedio y me lancé a la lectura del libro de Juan Ramón Jiménez con el espíritu de un lector sin prejuicios, al menos eso pensaba yo, porque en realidad, llevaba una semana de auto debate (Hay pocas cosas más tristes que un auto debate, pero a falta de Tertulia buena son tortas)
Mi porfía versaba en torno a la utilización de los adjetivos en el desarrollo de una narración, de un texto, de un poema. Las conclusiones fueron claras: Lo más importante debería ser poner la habilidosa elaboración del lenguaje a expensas de la historia. Cada tipo de texto necesita de la manipulación exhaustiva de las palabras y, no lo olvidemos, los adjetivos también son palabras, por lo tanto, el reto consiste en engarzar con brillantez una cadena de palabras. Tanto da si ese trabajo artesano acaba en sencillez o en manufactura barroca y churrigueresca del idioma, lo importante es que la percepción del lector sea la de disfrutar de algo brillante. Y esa es otra de las variables que nunca había tenido en cuenta: El lector, casi ná moreno.
La puesta en práctica de estas disquisiciones sobre el lenguaje en general y los adjetivos en particular no tardó en llegar porque si algo tiene “Platero y yo” es profusión de calificativos. Me enfrenté a ellos con optimismo. Las primeras decenas de páginas las pasé en estado de deleitación. Allí estaban ellos, los adjetivos desafiaban mis preferencias literarias, lo hacían con desfachatez, incluso desafiantes, presumidos, literatura a colores, pintar con palabras, descender por un slalom de imágenes. Todas esas sensaciones surcaban mi lectura y no salía de mi asombro.
Entonces tuve que hacer el viaje. Ocurrió en el capítulo XXVIII. El cambio de percepción tal vez vino provocado por el regreso al Hospital Obispo Polanco de Teruel, a los largos pasillos de mi recuerdo infantil, al olor enfermo marcado con fuego en mi memoria. Desconozco los motivos pero lo cierto es que todo cambió. Los adjetivos se mostraron como muros, como el listón insobornable del salto de altura, cada línea un vado, cada párrafo un obstáculo. La lectura se convirtió en un leer y releer de escalar verjas, inspeccionar aljibes, rascar perros sarnosos y llegar hasta la libertad del que coloca el marca páginas sin saber si va a volver a abrir el libro.

***

La luz se coló por entre las rendijas de la persiana. La noche se había ido en miles de suspiros y con ella se fueron los gritos, las palabras inconexas — ese tipo de palabras que nunca podré transformar en literatura. — También desfilaron, entre las penumbras clínicas del tortuoso pasillo fluorescente, todo un batallón de fantasmas irreconocibles y por lo tanto temibles. El insomnio dejó de serlo al amanecer. Las claras del día, contra todo pronóstico lírico, no trajeron la felicidad. Las puntuales campanas del alba no tuvieron misericordia y voltearon el advenimiento irrenunciable de la muerte. Esa fue la fría sensación que recorrió mi columna vertebral.

18 noviembre 2006

Demetrio Aldous (IV)

1-2-3


Javier me propuso ir al cine.
— Demetrio, te invito a ver un musical. — Lo dijo con mucho misterio, con esa vocecilla que deja ver menos de lo que esconde. Acepté aunque no me gustan esas extrañas películas dónde la gente se pone a cantar y a bailar en mitad de una secuencia con una naturalidad tan desnaturalizada que no logro entenderla.
—Eso es lo mejor de este musical porque esta pensado para que las canciones formen parte de la historia. El desarrollo de la película no se detiene para escuchar una canción, al contrario, las canciones hacen progresar la trama. Y te digo una cosa, este mundo iría mucho mejor si la comunicación, de vez en cuando, se realizara a través de la música y el baile.
Estuve a punto de replicarle que eso era lo que nos faltaba: Políticos desafinando en las sesiones parlamentarias, verduleras maltratando zarzuelas en los mercados y jovencitos underground versionando coplas de madrugá.
— “Cantando bajo la lluvia” — confesó — es mi película favorita. Espera, seguro que te suena…
— ¿A que sala vamos? — Gracias a Dios estuve hábil y la pregunta cortó de cuajo el conato de destrozar vaya usted a saber que canción
El Cine de las Estrellas tuvo mejores años a tenor de la decoración del hall. Las paredes estaban abarrotadas con fotografías de actores españoles acodados en la barra del bar, en la taquilla o en el patio de butacas. Las instantáneas color sepia abarcaban desde los años cincuenta hasta la irrupción del destape. Tres expositores se disputaban la atención del público mostrando programas de mano de sesiones dobles, recortes de críticas publicadas en la prensa local y pequeños pasquines publicitarios de los más sonados estrenos. El aíre mohoso de los tiempos pasados se respiraba por doquier y traía recuerdos de cuando el celuloide era cortado por las tijeras de la censura.
— Desde hace cinco años— continuo Javier — se organiza un pase como homenaje al cine musical. El primer año que lo hicieron conocí a Cecilia. Fue en la cafetería. Me llamó la atención porque acarreaba dos enormes cartones repletos de palomitas que terminaron, tras un traspié, sobre mi camisa. Se estuvo disculpando hasta que nos sentamos, ¡vaya casualidad!, en butacas contiguas. Fuimos los únicos que nos quedamos hasta que las letras desaparecieron de la pantalla. Insistió en invitarme a un café. Acepté y aquel día comenzó una gran amistad.
— ¿Cecilia? — pregunté.
— Mira, por ahí viene.
El gorro granate de fieltro no hacia juego con el traje de raya diplomática y eso me gustó. Javier le hizo una indicación y nos regaló una apurada sonrisa entre resoplidos. Tenía la cara redonda con mofletes sonrosados, ligero rubí en los labios y ojos chispeantes. Estaba contenta y radiante. Cruzó el hall con tanto garbo que a cada paso iluminó cada una de las losetas que pisó. Cuando llegó a nuestra altura estaba encandilado como nunca soñé.
— ¡Uf! Creía que no llegaba. — sobre las manos de Javier dejó dos enormes cajas de palomitas. Una vez liberada de la carga me abrazó con exquisita amabilidad para plantarme dos besos francos y espontáneos. — Así que tú eres Demetrio Aldous.
Nos sentamos en la última fila para respetar la manía que adornaba a mis dos acompañantes. He de reconocerlo, disfrutaron de la película como nunca hasta entonces había visto a nadie hacerlo en una sala de cine. Cecilia se sabía todos los diálogos y todas las canciones de tal guisa que estuvo remedando a los actores, unas veces en un Karaoke mudo y otras haciendo Play Back.
Fuimos los últimos en abandonar la sala y Javier se separó de nosotros al llegar a la primera esquina. Se fue canturreando y estirando sus paticortas piernecillas al ritmo desordenado de una extraña mezcla entre la jota y el claque. Su maniobra fue tan evidente que no nos quedó más remedio que sonreír.
Cecilia me invitó a un café a cambio de que le contara mi vida. « ¿Mi vida?» contesté un poco atolondrado.

Continuará...

15 noviembre 2006

Cambio de decoración

El protagonista de la entrada de esta bitácora titulada “La Foto” ha cambiado la decoración de su banco. Ha sustituido al endomingado andarín de Johnny Walker por una esfera de JB. Es una bola de lentejuelas de esas que hicieron furor en las discotecas de mediados los setenta. Los reflejos del globo son amarillos para el océano Atlántico y rojos para el perfil de Europa y África.
El nuevo panel publicitario se veía bastante bien pese a la niebla, sin embargo, hasta que no me di de bruces con el banco no pude verle a él. Un perillo salió del carro de la compra, dio un salto y siguió mi trote hasta el paso de peatones. El moñaco estaba verde y tal vez el chucho se detuvo por ese motivo.

13 noviembre 2006

La vendedora de tornillos o El Tratado de las Almas Impuras


La vendedora de tornillos o El Tratado de las Almas Impuras
Pilar Bellver
Elipsis Ediciones. Barcelona 2006
427 páginas.




Encontré al mensajero de MRW en la puerta. Buscaba el timbre con el dedo índice de la mano derecha vestida de cuero. «No llames» Le dije sin encontrar su mirada estaba envuelta en un casco de regalo y celofán. «Creo que el paquete es para mi. Soy Javier López Clemente» La sonrisa se la adiviné sin problemas, ya ves, total porque se había ahorrado un viaje en ascensor.
Firmé la entrega y antes de llegar al 6º H ya había comenzado a leer lo que fue un no parar hasta la última palabra. Un viaje por el deslumbrante talento narrativo de Pilar Bellver. Una prosa excelente, combinación de agilidad, frescura y cercanía, capaz de conseguir que las páginas pasen sin descanso. Utiliza con maestría la primera persona y con muy pocos elementos descriptivos consigue introducir al lector en el meollo de las situaciones planteadas, de los personajes y de las conversaciones, es como si te sentaras a la misma mesa dónde los ejecutivos publicitarios toman las decisiones que macharan nuestra córnea televisiva, o como sentarse en el sofá de la buhardilla de nuestro mejor amigo y tomarte una de esas copas tan largas que duran desde el vermouth hasta pasada la media noche.
Esta aparente ligereza esta sustentada sobre la sólida estructura de decir muchas cosas y hacerlo bien. La novela tiene la virtud de poner sobre el tapete aspectos muy modernos de la realidad social que nos rodea y que sin embargo aparecen ocultos para unos ojos cada vez más acomodados, para una mirada que ha olvidado usar la crítica como método de transformación.

***

El editor Luís Sábat me recibió con uno de esos apretones de mano que transmiten confianza. Tuve que esperar un poco y aproveché para husmear. Ella estaba sentada en torno a una mesa circular, como la amplia sala bañada por la luz suave de principios de noviembre. La reconocí de inmediato aunque en la foto de la solapa del libro no lleva gafas. Atendía a la prensa escrita con flash incorporado. Entonces caí en la cuenta: Había olvidado la cámara fotográfica para salpimentar este texto con imágenes y la grabadora para ser fiel a las palabras de la autora. Supongo que son los inconvenientes de llevar un aficionado a bordo.
Luís nos presentó y se ofreció para pedir algo de beber «si el camarero me hace caso» dijo el editor. Y en esa frase me dejó el mejor pase al área para comenzar con buen pie la entrevista porque le contesté utilizando el pasaje del libro dónde se expone cual es el método para llamar al camarero especializado en no mirar cuando es requerido… y a ti, lector de esta bitácora ¿te hacen caso los camareros?
Aún no había pasado medio minuto de conversación cuando me di cuenta que la conversación no iba a recorrer el itinerario trazado por mis notas. De eso nanaí. Pilar Bellver apuntó a una de las líneas narrativas de su obra, lo hizo de entrada, a puerta gallola, sin remilgos ni preámbulos, pero con una elegancia fascinadora.
La lucha entre el amor y el deseo es una de las constantes en la literatura de todos los tiempos. Pero siempre desde el punto de vista masculino, desde la pluma del varón, nosotros decidimos dónde y como se coloca la lupa. Esta novela ofrece una mirada novedosa: Una mujer escribe sobre mujeres, sobre el binomio amor-deseo y lo que supone hacer el viaje de la vida con uno de ellos. Porque no deja de ser una suerte que ambos se personifiquen en la misma ecuación de espacio-tiempo-pareja. Pilar Bellver nos cuenta tres historias en torno a otras mil en las que las cantidades de amor y deseo varían hasta pintar situaciones tan diferentes como reales.
Hasta la página cien llegué sin tomar un respiro. Entonces anoté que tal vez estaba leyendo un ensayo, una tesis, un monólogo interior sobre lo mala malísima que es la publicidad. Pero era una impresión errónea. En “La vendedora de tornillos o El Tratado de Almas Impuras” las reflexiones de la protagonista, una creadora de publicidad que abandona su puesto de trabajo dejando glorias y un salario estratosférico, llegan con voz propia y ese es el enganche que te arrastra por las disquisiciones en torno al mundo de la publicidad, alcanzando un poderoso poder narrativo.
Pregunté a Pilar Bellver los motivos que le han llevado a denunciar el mundo de la publicidad. La respuesta fue clara y contundente. «La publicidad es un trabajo deshonesto, es mala por principio, por su propia naturaleza, por lo que la define. Y no es mala como suele pensarse, por los fines que pretende, al fin y al cabo, querer vender algo no es malo por principio, es mala por los medios que utiliza para hacerlo.» Lo decía con el convencimiento del que ha sido cocinero antes que fraile.
— La publicidad es el arte de convencer al consumidor— le repliqué utilizando una cita del famoso publicista Luís Basat.
— La publicidad es el arte de mentir — respondió con rotundidad y la media sonrisa del que clamar al cielo para que no le vendas la moto.
— ¿Contra menos mentiras más arte? — le pregunté para intentar salvar la reputación de un sector que se ha puesto de moda en las conversaciones entre amigos, en los magazines radiofónicos y en las descargas del You Tube.
No me dio bola y remató la jugada recitando de un tirón el anuncio del primo de Zumosol, porque Pilar Bellver es la responsable creativa de esa idea y del furor que causó en los televidentes. Ella sabía perfectamente que esos brebajes envasados no se hacen “con naranjas recién exprimidas”
El mundo publicitario también es el escenario que nos muestra otra de las líneas narrativas de la novela: La ética del trabajo. Hablamos mucho de la actual perdida de valores éticos en el mundo profesional, de cuando no era lo mismo ejercer el derecho laboral que hacer oposiciones a registrador de la propiedad, de cómo se va perdiendo la ambición de la tarea bien hecha, de la perdida de madurez de la nuevas generaciones y de cómo la protagonista de la novela supone que deja su trabajo para dedicarse a otras cuestiones creativas, en este caso para escribir guiones de cine. Una metamorfosis muy interesante en busca de la literatura como la puerta que la ayude a clarificar sus ideas.
¡Talento! esa parece la clave, porque si ella tiene talento para escribir un spot lo tendrá para cualquier tipo de creación. Pero la reflexión avanza hasta afirma que: “La publicidad, como la literatura, es pura metodología” De esa premisa partí para preguntarle a Pilar Bellver «Si al final todo es técnica, si buscamos en las raíces del recuerdo para manipularlo y adaptarlo a las hechuras que requiere la historia por contar, como es el caso de esta novela, ¿no estamos convirtiendo la literatura, también, en una mentira?» La autora titubeó durante un segundo y me regaló la mejor sonrisa, la sonrisa de la duda, esa pequeña grieta que se abre en nuestras convicciones y que sólo tiene la salida de la confianza. Y yo confío en como se ha confeccionado esta novela, en su mirada hacía atrás y en las puntadas con las que ha tejido las historias que recorren este magnífico libro.
Después de una hora de conversación aún me quedaba por tocar un punto que me llamó poderosamente la atención durante la lectura de la novela, un tema que siempre me atrae como lector y como proyecto de narrador: La adolescencia. A veces pienso que todo lo que nos tiene que ocurrir en la vida ya lo hemos ensayado durante esos abriles en los que un grano en la nariz puede presentarse como el más terrible de los problemas.
Los recuerdos de nuestra protagonista viajan hasta esos años para llegar al corolario que esta novela guarda en su interior. El muestrario de todas las Almas Impuras que alguna vez se han atrevido a decir: “Creo que no me he enamorado nunca. He sentido el deseo, eso sí, y con una fuerza cósmica, incluso. Y también el amor profundo…, sí. el amor también, últimamente…, el verdadero, digo, el que intuyes que podría sobrevivirte. Pero nunca las dos cosas juntas. Creo que no. ¿Y no te parece esto lo más triste que pueda pasarle a nadie?”
Y tú, lector de esta bitácora, ¿te atreves a responder a tan espinosa pregunta? Pilar Bellver lo hace en “La vendedora de tornillos o El Tratado de las Almas Impuras"

10 noviembre 2006

Cinco menos cinco

Tuve que ir hasta las escaleras de la entrada porque las moquetas del Gran Hotel enmudecían el claqué de mis pasos. El zapateado sonaba estupendamente entre punta y tacón aunque quedaba patente que el vestuario no era el adecuado. Tomé prestada la chistera del guarda puertas durante los minutos que fui bailarín de calle. Nadie aplaudió el show ni falta que hacia porque ya era el hombre más feliz del mundo.

***

El treinta de octubre llegó hasta esta bitácora un mensaje de Javier Celaya, editor de la revista Dosdoce, en el que me informaba de la inminente visita a Zaragoza de Pilar Bellver, autora de la novela “La Vendedora de tornillos o Tratado de las almas impuras” (Elipsis Ediciones). Para tal evento estaba organizando algunas rondas de entrevistas con medios de comunicación tradicionales y digitales especializados en literatura y cultura. El mensaje terminaba con el ofrecimiento para que pudiera conocer a la escritora y realizar una de las entrevistas.
Leí varias veces el mensaje con la intención de encontrar la puerta por dónde salir de mi asombro. Le conteste afirmando que “La curvatura de la córnea” es una bitácora pero estaba muy lejos de ser un medio de comunicación. Le dije que ni era un especialista en literatura, ni un periodista y que tan sólo escribo en esta ventana al mundo para dar rienda suelta a esas cosa tan etérea que llamamos creatividad. Es cierto que entre las olas de este mar se pueden encontrar reseñas de algunos libros, de discos y hasta de conciertos, pero de ahí a entrevistar a un autor había un enorme trecho.
Javier Celaya respondió a mis dudas con claridad “considero que los blogs son un medio de comunicación social, hemos pensado que sería interesante llevar a cabo dos o tres entrevistas con bloggers especializados en temas culturales y literatura.
Si te interesa entrevistarla, te enviamos un ejemplar del libro a la dirección que nos digas.”
Mi primera impresión fue negativa, no me sentía preparado para el envite hasta que recapacité sobre las veces que he asistido a presentaciones de libros, lecturas o charlas en torno a la literatura. En todos esos acontecimientos siempre he preguntado alguna cosilla con un interés razonable y, ¡joder con los remilgos!, era una oportunidad que no debía dejar pasar. Contesté afirmativamente, adjunté mi dirección postal y una cuestión metodológica: ¿Cómo nos íbamos a reconocer? No dudé en proponer uno de mis sueños cinematográficos: Una cita a ciegas. Yo iría con un clavel rojo en la solapa, el libro bien visible entre las manos y unos botines negros con añadidos blancos en el empeine.
Javier Celaya me contestó que el mundo de la literatura y del periodismo no era tan misterioso. La cita sería el próximo jueves a las cinco de la tarde, sólo tenía que ir al Gran Hotel y llamar por teléfono a Luís Sábat, editor de Elipsis, él saldría a buscarme. Eso sí, terciaba, sobre tu indumentaria nada tenemos que decir.

***

Ayer fue el gran día. Pasé parte de la mañana repasando las notas que había tomado durante la lectura del libro y releyendo algunos de los pasajes que más me interesaban. Escribí una serie de argumentaciones siguiendo lo hilos narrativos de la novela y redacté algunas preguntas.
Con tanto trajín olvidé hacer la comida. Migue llegó a casa después del trabajo y traía, como si lo hubiera intuido, una bandeja con croquetas elaboradas por las manos mágicas de su madre. Dos tomates, lechuga en abundancia y un buen aliño ayudaron a salvar la situación. Tomamos café «Estás muy callado para lo que acostumbras» me dijo «Y recórtate las cejas que llevas unas pelambreras…» Lo hacía para romper el hielo de mi rostro, para provocarme, una especie de reanimación urgente.
Tenía razón. Estaba tan silencioso porque sólo tenía neuronas para imaginar el encuentro, ¿Qué tono usar?, ¿le caeré bien a primera vista?, ¿notará mi falta de preparación académica? El reloj no me dio más tregua.
Dejé el barrio a ritmo de paseo, caminé entre el río Huerva y la Plaza San Miguel y fui al trote hasta las escaleras de entrada al Gran Hotel desde dónde llamé al editor. Eran las cinco menos cinco.

Continúa en "La vendedora de tornillos o El Tratado de las Almas Impuras"

05 noviembre 2006

Las cinco

Ella esta de cena. He bebido una botella de Rioja. Ella esta de fiesta al ritmo de los bailes de moda. He visto el vídeo de Violadores del Verso. Ella estrenaba vestido gris perla por encima de la rodilla con ramitos de flores blancas, lo recuerdo porque cuando se lo probó con medias de rejilla y zapatos lila tuve una erección, la primera de este mes. He estrenado un pijama de satén. Ella ha ido a la peluquería. He utilizado la nueva Gillette Match III. Ella regresará tarde a bordo de un taxi. He leído a Bukowski. Ella me besará. La besaré.
Son las cinco. Ahora sólo espero. Las fantasías hacen cola.

03 noviembre 2006

Los Apaches


Anoche soñé con una película de vaqueros y un plano secuencia exterior día. Mi cara ocupaba toda la pantalla, una pantalla de los cines de antes, de cuando el negocio todavía no era vender palomitas y nachos, una pantalla como la del Coliseo Equitativa. Una tienda de modas ha ocupado su lugar en el Paseo de la Independencia y si te atreves a escuchar una Dj Session de electro dance (o algo parecido), esquivar maniquíes de rasgos adustos y al fondo, muy al fondo, más al fondo, detrás de un atasco de perchas sobre ruedas cargadas con vestidos imposibles de la talla treinta y poco más. Allí, al fondo, pervive la enorme pantalla de cine dónde visioné por primera vez La Guerra de las Galaxias.
El plano secuencia abrió foco muy despacio, con la lentitud del spaghetti western. Era una escena muy difícil de rodar porque tenía que mantener la cara de malo, una cara de malo de los malos de antes, de cuando ser malo significaba que pertenecías a la tribu de los indios Apaches y tenías que dejar sin cabellera a los Confederados, eso sí, cuando los soldados eran de tu misma calle un par de trasquilones eran suficiente castigo.
Aparecieron muchos actores y actrices en el sueño. Reconocí a todos y me entretuve etiquetándolos en función de sus obras cinematográficas. Después de un rato clasificando entre comedia, drama y españoladas me di cuenta que todos eran compatriotas. Fue entonces cuando el zumbido del reloj interrumpió el sueño. Las imágenes, hasta entonces en technicolor, volaron de mi recuerdo hacia el sepia, los grises y terminaron por diluirse entre los recovecos del despertar y el territorio de la ilusión. Acerté a levantarme para buscar lápiz y papel donde apuntar los nombres de todos los personajes de mi película de vaqueros. Fue inútil y ahora sólo puedo recordar a dos de ellos.
Sancho Gracia sonreía bajo un enorme bigote mejicano. En el sueño, su mostacho me parecía igual de ridículo que la estrella de sheriff prendida del chaleco. No comprendía porque había abandonado el oficio de bandolero en las estribaciones de Sierra Morena.
Fernando Esteso apareció barbilampiño, con papada, boina y gayata. Cantaba la Ramona es pechugona tié dos cántaros por pecho. Creo que nadie vio jamás los cántaros de la Ramona que siempre imaginé de miel hasta que llegaron a mis manos las primeras revistas de tías en pelotas. El Confi se jugaba la vida descuidándolas de los anaqueles de la librería de sus padres. Los Apaches fue nuestra primera peña. La fundamos en el lugar destinado a la corte del cerdo que mis papás no criaron porque conmigo tenían bastante. En aquel cubículo, las revistas pasaban de mano en mano con la misma lentitud que el plano secuencia de mi sueño. Devorábamos cada milímetro de piel couche y nos rendíamos ante la deslumbrante belleza de los muslos, las tetas y los pezones duros como nuestras pililas adolescentes.
Nunca pusimos una de aquellas chicas en la pared. Lo intentamos con un tríptico de la revista Diez Minutos y tres jovencitas en bikini de talle alto. Mi madre lo descolgó al día siguiente y lo sustituyó por un póster de la plantilla del Atlético de Madrid. Fue el año que estuvieron a punto de ganar la Copa de Europa.

01 noviembre 2006

Un nuevo espécimen

Me desasosiega que las antiguas puñaladas ahora sólo sean pinchacitos de pitiminí.
Antes, en la época las de cuchilladas como Dios manda, me gustaba sentir la sangre derramada en cada combate, en cada contienda, en las grandes batallas de lo filosófico, en las nimias riñas por un quítame las pajas, en las discusiones confeccionadas por el desagravio, zaherido por los cuatro costados y apuntillado hasta decir basta.
Me creía el más valiente dándolo todo en la batalla, luchando contra vientos y mareas, empujado por el pringoso olor a escabechina, atento a todas las traiciones disfrazadas de besos y apretones de mano. Al finalizar muchas de aquellas luchas me levantaba hecho unos zorros con la única intención de recomponer todos los platos rotos, de lavar las heridas a base de autoestima y de mentiras piadosas, cada vez más mentiras y cada vez más piadosas.
Ahora me siento de caucho. Las arremetidas no han cesado aunque ahora me parecen menos virulentas, más monótonas y muy sosas, son como viejas conocidas que regresan para intentar recobrar lo que ya no puede ser porque mi cuerpo ha mutado en un fiambre mohoso que recibe las banderillas de la desconsideración curvándose fofo. Es un buen método para amortiguar las puntas afiladas de los clavos que ya no hacen pupa, que me dejan frío, con esa mirada de hielo que tanto miedo me da y que me convierte en un individuo vivito pero sin sentimientos, en una muralla infranqueable tras la que sólo existe la desolación de lo baldío, un soldado nefasto en el debate, un tipo obtuso que camina entre la indiferencia y la hipocresía del querer y no poder, o incluso peor, del poder y no querer. Un nuevo espécimen para mi colección de personalidades.