Demetrió volvió a soñar con Juan Goytisolo. Esta vez estaban en la casa que el autor tiene en Marrakech. Bebían te verde con hierbabuena.
— ¿Cómo se llama este dulce? — preguntó Demetrio.
— Halua yaban. En realidad es una receta judía.
— Me gusta el intenso sabor de la almendra.
— Sin embargo, el truco esta en utilizar agua de azahar.
La terraza los asomaba a la alcahueta Plaza de Jemaa El-Fna, que todavía estaba transitada por una legión de turistas en busca de la foto con los aguadores, el encantador de dos serpientes y el dentista ambulante que te sacaba una muela y te regalaba otra en forma de colgante.
— La primera vez que vine a Marrakech me enamoré de esta plaza. —Afirmó Demetrio— Siempre tan llena de vida.
— ¿Sabes que significa su nombre?
— Si, lo he leído en la guía turística. Algo así como la reunión de los muertos.
— Efectivamente —dijo Goytisolo— Este era el lugar dónde los poderosos ajusticiaban a sus enemigos y exponían sus cabezas.
— Fue aquí. Una hechicera me dijo que la vida no esta contenida en cajas diferentes, que los hombres somos como las muñecas rusas, como las cebollas. Aquella noche no pude dormir.
— ¡Venga Demetrio! ¿Cómo las cebollas?
— Me dijo que escuchara al corazón, él me guiaría hasta encontrar la dicha de la comunión entre la lógica y los sentimientos.
Estuvieron largo tiempo en silencio y los sentidos ocupados en descubrir como el amarillo melocotón mudaba a oro hasta romper en el bermellón que traía la nueva noche. El sol se llevó a los turistas y las estrellas poblaron el espacio de brujas con candil de gas, viejas echadoras de cartas; un Tuareg de piel azul, dos metros de altura y una habilidad espeluznante en el arte del sable, hipnotizadores ciegos, gimnastas negros y cuenta cuentos venidos de las montañas nevadas del Atlas. Los olores morunos de los puestos ambulantes de cocina reanudaron la conversación.
— ¿Y has encontrado esa comunión? — preguntó Goytisolo.
— Alguna vez lo conseguí, o al menos eso creo. Pero siempre terminó en la quimera de algún folio en blanco. En cualquier caso, fue demasiado breve como para mantener esa sensación a mi lado. —Quiso tirar una foto a las primeras luces de la noche. No pudo hacerlo porque las pilas de la cámara digital estaban agotadas. — Lo leí en uno de tus libros. Creo que fue en “Telón de boca” — Respiró la fresca que traía el olor a la hierbabuena transportada en carromatos.— «Su razón era agnóstica mas su corazón se resistía a serlo y había que seguir a veces, pensaba, la inteligencia del corazón»
— Si. Recuerdo ese pasaje.
— Siempre fui capaz de convivir con mi agnosticismo racional y la ilógica razón de los sentimientos. —dijo Demetrio. — Tenía bien separados los dos cajones. En la cabeza la frialdad de los hechos, de los datos. En el corazón demasiados mitos y debilidades. ¡Vamos! Tú sabes que siempre he sido un mitómano, que he andado miles de veces caminando por veredas muy alejadas de la razón, a cuestas con opiniones dislocadas, disparatadas y ridículas.
— ¿Y cual es el problema? ¿Se te mezclaron los cajones?
— Tengo miedo a que el corazón gane la batalla. Temo hacerme demasiado débil con la edad. Caer en la rutina de lo simple para olvidarme de lo complejo. Ceder el espacio necesario para el raciocinio, que la estampida deslumbrante y tentadora de lo espiritual inunde mis últimos días hasta cegarme, que los mitos arruinen mi madurez con tanta fuerza como me hicieron disfrutar en mi juventud.
Juan Goytisolo se levantó, dirigió sus pasos hasta la biblioteca y eligió un libro que no pudo entregar a su invitado porque Demetrio deambulaba por la Plaza de Jemaa El-Fna en busca de las respuestas que nunca encontraría hasta que tuviera el valor suficiente para mezclar los cajones.
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