“El óxido se posó en mi lengua como
el sabor de una desaparición.
El olvido entró en mi lengua y no
tuve otra conducta que el olvido,
y no acepté, otro valor que la
imposibilidad.
Como un barco calcificado en un país
del que se ha retirado el mar,
escuché la rendición de mis huesos
depositándose en el descanso;
escuché la huída de los insectos y
la retracción de la sombra al ingresar en lo que quedaba de mí;
escuché hasta que la verdad dejó de
existir en el espacio y en mi espíritu,
y no pude resistir la perfección del
silencio.”
(Antonio
Gamoneda. Descripción de la mentira, 1975)
Transición y democracia.
Élites y ciudadanía:
La alargada sombra del franquismo
Óscar López Acón y Javier López Clemente
Presentación
El próximo 20 de noviembre habrán transcurrido 40 años de la
muerte de Franco, prácticamente el mismo tiempo que se mantuvo en el poder, un
siglo corto que determina, influye y se proyecta sobre la sociedad española.
Las colas inacabables de ciudadanos, sollozantes que
desfilaban ante el cadáver del Caudillo, confiando tal vez en que el Dios de
los ejércitos lo resucitase, parecían barruntar todas las prerrogativas
franquistas que seguirían adheridas a nuestra geografía humana, y hasta cuándo.
No obstante, ahí concluía de hecho – o más bien en teoría – la posguerra, al
menos se clausuraban todos los pretéritos de mi memoria personal alojados en
cuatro décadas de dictadura. /…/ Pero, ¿empezaba ahí realmente el ocaso
irreversible de la omnipresencia doctrinaria del dictador? ¿Merecerían sus
secuaces un veredicto justiciero o acaso se iba a promulgar la omisión del
pasado, el desenlace súbito de una “historia sin culpables”, la negativa a
promover una vez más el viejo método racionalista de la crítica histórica? No
parecía dudoso, en cualquier caso, que estábamos finalmente atravesando la
frontera que escindía un tiempo de otro tiempo, un ayer deplorable de una
mañana insospechado. Todo lo que vino inmediatamente después, el arduo,
irresoluto, pusilánime acceso a la democracia, pertenece ya a otra novela de la
memoria.
(José Manuel Caballero Bonald. La costumbre de vivir. 2001)
La victoria de Franco en la Guerra Civil y la posterior
represión fueron, en palabras de Paul Preston, “una especie de inversión
política, un terror productivo que aceleró el proceso de despolitización
llevando a la mayoría de los españoles a la apatía política” Esa
despolitización todavía se aprecia en la sociedad y ese rasgo social es el que
nos llevó a interesarnos por la historia política de la Transición de la
dictadura a la monarquía, un proceso, como recuerda Julián Casanova, pilotado
“desde arriba, conducido por las autoridades procedentes del franquismo y
pactada en algunos puntos básicos con los dirigentes de la oposición
democrática.” Por eso, aunque somos conscientes de que un estudio sobre la Transición
precisa de un análisis que abarque los cambios sociales, culturales, políticos,
de los movimientos obreros y religiosos en los que participaron una amplio
repertorio de personas, nosotros vamos a detenernos en el trabajo realizado por
las élites políticas tanto del régimen franquista como de la oposición que
terminó formando parte de las Cortes democráticas tras las elecciones de junio
de 1977. Para ello nos centraremos en dos de las leyes que se aprobaron en este
periodo, la llamada LRP o Ley para la Reforma Política y la Ley de Amnistía. Un
punto de partida para proyectarnos sobre el presente más rabioso con la
intención de poner sobre la mesa del debate la relación del binomio
élites/ciudadanos como actores políticos. Un intento para reflexionar sobre la
calidad de la democracia y avisar de que tal vez, la larga sombra del
franquismo, todavía determine muchas actitudes políticas.
El arranque inicial de este trabajo viene determinado por
una lectura seleccionada del libro Ha
estallado la memoria. Las huellas de la Guerra Civil en la Transición a la
Democracia que, editado con Biblioteca Nueva y bajo la dirección editorial
de Gonzalo Pasamar, especialmente de la introducción y de los capítulos 1, 3, 4
y 7. A partir de esta fuente de información nos hemos acercado a otros autores
para describir el marco general que ayude a entender una situación histórica
que en el terreno político manejaba conceptos como “memoria” y “olvido” que
difieren de manera sustancial a como se manejan a día de hoy. Una vez situado
el escenario nos centraremos en las leyes de Reforma Política y de Amnistía con
la intención de subrayar la importancia que tuvieron las élites políticas en el
desarrollo de los acontecimientos y como ejercieron de bóveda para proteger el
proceso de Transición ante una población altamente despolitizada y preocupada
por el futuro.
A lo largo del texto huiremos tanto de los que destacan el
carácter modélico y privilegian el protagonismo de las élites políticas, como
de los que denuncian este protagonismo y los sitúan entre el mito y la mentira
para culpar a la Transición de desmemoria. Posiciones que fijan una doble
apuesta: De un lado la transición a la democracia tan solo fue un “revoco de
fachada de un régimen que se perpetúa a sí mismo” y por otro lado, aquellos
que, además de negarla, la señalan como “la gran culpable de los actuales
déficit de una democracia a la que aguarda una segunda transición para ser
auténtica, verdadera.”
Introducción: Atado y bien atado
El golpe de estado de
julio de 1936 era un recuerdo que jugó un papel fundamental en la Transición de
la dictadura a la democracia porque, si bien es cierto que nos encontramos ante
un proceso complejo lleno de expectativas, pensamientos y temores entre la
población española, hemos optado por centrarnos en un somero estudio que ayude
a poner un poco de luz y distancia sobre las dos narrativas que se suelen
subrayar en torno a la Transición y que inexorablemente se relacionan con el
recuerdo de la Guerra Civil, dos narrativas profundamente arraigadas en la
memoria nacional. La primera atribuye a la Ley de la Reforma Política y al
pacto constitucional la capacidad de dejar atrás la vigencia de la Guerra. La
segunda califica a la Transición como
pacto de silencio entre franquistas y una oposición desvinculada de la memoria
del pasado e interesada en acallar la voz de los movimientos sociales de la
época.
Sin embargo, más allá
de estas dos posturas, nos parece mucho más interesante atender a la hipótesis
de Gonzalo Pasamar que — apoyándose en la definición que de memoria cultural
hace Aleida Assman como “un mecanismo protético, una creación colectiva hacia
afuera y hacia dentro que, con el paso del tiempo es transmitida, transformada
y remodelada por las sucesivas generaciones” — sostiene que la Transición es un
proceso que se aceleró en las propias memorias, que había comenzado antes y ha
continuado después, “y que lleva a la Guerra Civil y al franquismo a
convertirse inevitablemente en parte del acervo de memoria cultural de los
españoles.” Por eso, defiende Gonzalo Pasamar, la muerte de Franco y la
disminución de la censura catalizaron el concepto de “reconciliación” en la
memoria política, no solo de la población, también de los partidos políticos y
las instituciones. Esta posición coincidía, dentro de los partidarios de la
reforma y la mayoría de los dirigentes de la oposición, con la intención de
subrayar las diferencias entre la coyuntura de mediados de los setenta y la del
año 1936.
Cuarenta años de franquismo que, como recuerda el hispanista
Raymond Carr, es “el gobierno unipersonal de más larga duración de la historia
moderna de Europa”, cuarenta años que lejos de constituir un paréntesis en
nuestra historia, supusieron una insondable involución socio-política y todavía
pesan como una losa. Un gobierno autoritario tan prolongado, en palabras de
Julián Casanova, “tuvo efectos profundos en las estructuras políticas, la
sociedad civil, los valores individuales y en los comportamientos de los
diferentes grupos sociales” y así mientras en 1945 concluida la II Guerra
Mundial que derrotaba al fascismo, Europa occidental inició el camino de la
ciudadanía, los derechos civiles y el Estado de bienestar mientras España quedó
al margen, anquilosada en su podredumbre, sin ninguna experiencia directa con
los derechos y los procesos democráticos.
Estos condicionantes
marcaron definitivamente la limitación en el uso de la memoria política de un
“electorado moderado que había convivido durante décadas con la propaganda
franquista y se hallaba preocupado por los cambios”, de tal manera que el
resultado fue la renuncia de algunas reivindicaciones “históricas” y tanto
partidarios de la reforma como de la reconciliación practicaron un silencio
político en lo relacionado con la represión franquista, una situación que de
hecho ya estaba aceptada por grandes sectores de la población. Este factor de
“silencio” determinó el futuro de la democracia.
De nuevo recurrimos al pasado para intentar dar respuesta a
nuestro propio presente, partimos de la certidumbre de que solo pensando
históricamente, parafraseando a Pierre Vilar, podemos pensar la realidad en
toda su complejidad. Apoyándonos en los más prestigiosos expertos nos disponemos
a analizar la pervivencia de ese pasado, "la larga sombra del
franquismo", y dilucidar si quedo todo "atado y bien atado".
La memoria durante el franquismo
El elemento
legitimador de la dictadura franquista fue la Guerra Civil, un hecho
fundacional que impregnó la política y permitió una concepción épica y maniquea
de la historia de España.
Franco, en virtud de la Ley
de Sucesión en la Jefatura del Estado (1947), una de las ocho leyes
fundamentales del Movimiento, designaba sucesor a Juan Carlos de Borbón que fue
ratificado ante las cortes. El discurso del dictador rubricaba sus pretensiones
de solidificar el régimen y perpetuar la obra fundacional del 18 de Julio.
Atado y bien atado, palabras de reminiscencias medievales, de la teocracia
pontificia que propugnaba la supremacía espiritual sobre lo temporal, en base
al poder de "atar y desatar" entregado por Cristo a la Iglesia en la
persona de San Pedro. Asimismo denotaba el revestimiento simbólico del poder,
por parte del adalid de la Cruzada, el Caudillo, encumbrado a la historia como
los grandes reyes medievales.
Al mejor servicio de Dios y de
la Patria tengo consagrada mi vida, pero cuando
por ley natural mi Capitanía llegue a faltaros, lo que inexorablemente tiene
que llegar, es aconsejable la decisión que hoy vamos a tomar, que contribuirá,
en gran manera, a que todo quede atado y bien atado para el futuro.
(Franco, 22 de julio de 1969)
Estas palabras nos remiten al franquismo como un régimen
político de dominación institucional que surge al derrocar la legalidad
democrática republicana, una dictadura militar que instituyó una organización
del poder estatal que, como expone Enrique Moradiellos, devino en una “autoridad
de derecho que impone deberes y exige obediencia” Un poder político como el
planteado por Maquiavelo en "El Príncipe (1513) con una expresión de doble
naturaleza: "bestia y hombre", esto es, fuerza coercitiva y
consentimiento de los gobernados.
Raymond Carr quedó muy
impresionado en los años 50 con la presencia psicológica del franquismo y, más
allá de un descontento variable durante los años 60 y 70, los cambios sociales
y económicos mezclados convenientemente con la propaganda del Régimen y una
ignorancia en cuanto al significado histórico de la contienda; permitió al
franquismo de los años 60 en adelante obtener la ventaja de mantener
despolitizados a los españoles. Una operación que tuvo en gran éxito si
atendemos al dato recogido por Rafael Borras en una encuesta del año 1971 y que
revela respuestas “ambiguas” y “cautelosas” en torno a la economía, la
reconciliación y la libertad de asociación. Sin embargo, los encuestados
reconocían en la Guerra Civil un acontecimiento vivo, “algo presente que había
influido en sus vidas”, lo que nos llevaría concluir que “la mayoría de los
españoles no estaba interesada en la política y mostraba más bien una actitud
de aquiescencia hacia el Régimen”, todo ello pese a la aparición de diferentes
organizaciones y movimientos en esa época destinados a menguar la legitimidad
franquista en los ámbitos estudiantiles, artísticos, católicos disidentes, y
los movimientos vecinales que jugaron un papel clave en el cambio político
dentro de los primeros ayuntamientos democráticos.
El desafío frente a la
“doctrina de la cruzada” se condensó en una palabra: Reconciliación. El PCE
constituyó el núcleo del movimiento político en contra del franquismo y en
junio de 1956, bajo el epígrafe de “la doctrina de la reconciliación nacional”,
llegó a la conclusión de que “la Guerra ya no era la línea divisoria entre los
españoles”. Un cambio en la memoria política que se sintetizó a mediados de los
años 70 cuando el joven intelectual socialista Raúl Morodo afirmaba en una
revista neoyorkina que, respetando la legitimidad de la República, era
necesario un análisis de transformación de la dictadura para encontrar
“soluciones políticas que ya no dependían necesariamente del retorno del
republicanismo histórico, pues la Guerra Civil y la polarización amigo/enemigo
estaba cayendo en desuso entre las nuevas generaciones” La posición de Morodo
se identifica con los opositores interiores al Régimen que, frente a una
mayoría de exiliados entre los que permanece la idea de legitimidad relacionada
con el recuerdo republicano, apuestan por la idea de que “deberían ser los
españoles quienes decidieran sobre la forma de estado sin que prevaleciese de
antemano la fórmula republicana o monárquica”
Tampoco es que
estuviera muy al tanto de las inducciones organizativas de esas primeras luchas
estudiantiles, pero creo recordar que ya andaba entre bastidores Jorge Semprún
– es decir, Federico Sánchez – y que el PC basó en esa coyuntura una nueva
estrategia de movilizaciones en universidades y fábricas, a partir sobre todo
de lo que se llamó la política de reconciliación nacional. El PC fue muy hábil:
en ningún momento habló de revanchas o motines, lo que habría sido incluso
contraproducente, sino de fomentar la unidad de la lucha dentro de las
corrientes democráticas y el planteamiento de la huelga general política
(José Manuel Caballero
Bonald. La costumbre de vivir)
Crisis del pasado y mirada de futuro
Aunque en esta
modificación de la memoria política tuvo un papel definitivo el desarrollismo
de los años 60 y 70 sintetizado en el eslogan “paz y progreso”, la crisis del
Régimen comenzó el 20 de diciembre de 1973 con el atentado terrorista que
terminó con la vida del Presidente del Gobierno Carrero Blanco hasta culminar
con la muerte del dictador dos años después y dejar al postfranquismo frente a
la disquisición del continuismo o una discreta apertura política. Entonces
surgió la figura de Adolfo Suárez y su propuesta de reforma política para un
pueblo marcadamente apolítico al que puso en modo expectativa con su idea de “una
Transición pacífica y gradual” La muerte del dictador significó un deterioro del
Régimen a todo lo largo del año 1976 y confirmó que los españoles querían pasar
la página de la Guerra aunque no era fácil desvanecer súbitamente décadas de
política oficial.
Los autores
contemporáneos, recuerda Gonzalo Pasamar, han señalado que el propósito final
de la Ley para la Reforma Política era cerrar el paréntesis de la Guerra Civil
porque “solo una reforma que desmantelase el franquismo desde dentro,
garantizada por el pueblo español en referéndum, podía poner al día la
legitimidad de la monarquía española y despegarla de la legitimidad que le
consagraba el 18 de julio de 1936.”
Adolfo Suárez abonó el
escenario político con unos discursos que olvidaban a Franco y la Guerra Civil
para centrarse en una famosa frase de Roosevelt: “Vamos a iniciar un gran
debate nacional sobre nuestro futuro y no hay que tener miedo a nada. El único
miedo nacional que nos debe asaltar es el miedo a nosotros mismos.”
La oposición también
se transformó durante los años 76 y 77. Desde la fórmula rupturista que
precisaba de un pueblo maduro para la movilización social, destruir el
franquismo , iniciar un proceso constituyente y dar respuesta a la forma de
Estado, hasta la tradicional enemistad entre comunistas y socialistas que, pese
a todo, ejerció la suficiente presión sobre Suárez para implementar en la Ley
de Reforma Política “una parte sustancial del programa de la oposición”, pero
por parte de la oposición, incluido el PCE, aceptaron la monarquía de Juan
Carlos de Borbón como fundamento de la legitimidad del Estado.
Y en este preciso
momento toca hacernos una pregunta clave: ¿Esta aproximación fue un “pacto de
silencio”? La respuesta negativa se justifica porque socialistas y comunistas
de los años 70 se estaban adaptando a una nueva reformulación de su memoria
política, como algunos jóvenes socialistas, encabezados por Tierno Galván que
discrepaban de la estrategia de una no intervención en los movimientos sociales
y, al mismo tiempo, otro grupo de jóvenes desafiaban a la dirección en el
exilio para refundar el PSOE hasta que en 1976 Felipe González publico que “se
ha superado el gran trauma que produjo en la vida del Partido Socialista la
Guerra Civil”
Adolfo el Suave se entreoyó por teléfono con Felipe el
Hermoso y, aparte de ponerse al día sobre el look y los nuevos modelos de
bellócrata, decidieron mantenerse cada cual en su lado: el poder y la
oposición. ¿Motivos? Para impedir que otros se hagan con el poder y con la
oposición
(Manuel Vázquez Montalbán, bajo el pseudónimo de Manolo V el
Empecinado, Por Favor, 27 de junio de 1977. n º 156, p. 4)
En cuanto al PCE,
aunque había afianzado su idea de ruptura, con el transcurso del tiempo su
preocupación se centró en la obtención de la legalización para presentarse a
las elecciones generales. Santiago Carrillo a finales de 1976 manejó el
concepto de “ruptura pactada” para llegar a la democracia y, dentro de esa
tesis, se subrayó que la situación de 1936 nada tenía que ver con las
circunstancias de mediados de los 70, de tal manera que “la ruptura democrática
nada tiene que ver con el pasado”
Carrillo hizo el
discurso político «coyuntural», sentando la posición de los comunistas ante la
nueva situación política española: amnistía, retorno de los exiliados, plenas
libertades democráticas. /…/ [Dolores Ibarruri] Políticamente dijo lo que era
de esperar. Desarmó y sorprendió con su reivindicación del nuevo catolicismo
democrático español. Incluso con su cita directa a Tarancón. /…/ Ni un
exabrupto. Doy testimonio. Nunca fue un acto de desquite, ni siquiera dominado
por la nostalgia. Todo el acto tuvo un tono de propuesta, de normalidad, de
esperanza en un fin de fiesta definitivo coexistente, en Madrid
(Manuel Vázquez
Montalbán. Triunfo, 10 de enero de 1976, nº676)
Sin embargo, la Transición
no se agotaba en las aspiraciones socialistas y comunistas porque los
resultados mostraban un electorado moderado (UCD 34%, PSOE 24%, AP 8% y PCE 6%)
y, según J. Ribas, la percepción desde la izquierda fue dejar las manos libres
a la reforma de Suárez para en realidad, “imponer el esquema de la reforma
política del rey Juan Carlos.” Pero, más allá de los resultados y de la
percepción crítica frente a una visión demasiado optimista de la Transición,
según J.L. Cebrián se generó un cierto desencanto porque el franquismo seguía
instalado en las instituciones del Estado. Gonzalo Pasamar afirma que “se puede
estar de acuerdo en que la vigencia social de la Guerra Civil y el franquismo
no era tan fácil de desarraigar, que la memoria política de los dirigentes de
la Reforma y la ruptura pactada no estaba en condiciones de entender a fondo
estas dificultades”
El temor y el miedo a
que todo el proceso naufragara gracias a ese destino violento que parecería
asolarnos a los españoles tuvo su momento álgido a finales de enero de 1977 con
el asesinato de los abogados laboralistas de la calle de Atocha.
El miedo al franquismo ha sido sustituido por el miedo
a tener miedo del miedo tanto a lo que
pueda como a lo que no pueda pasar.
(Manuel Vázquez Montalbán "De cuando España era
diferente" 1986)
El miedo se descubre como un elemento omnipresente en la
Transición, puesto que la caracterizó y determinó sus límites, debemos tener
presente que no solo los individuos aislados, sino las colectividades y
civilizaciones, están embarcadas en un diálogo permanente con el miedo. Desde
esta perspectiva, el miedo como fenómeno psicosocial constituye un campo de
objeto de estudio para los historiadores y especialistas de las ciencias
sociales.
Como ya hemos señalado, bajo la dictadura la idiosincrasia
política y mental de los españoles fue modelada en un escenario de violencia,
miedo y vigilancia. El miedo permeó hasta el tuétano en varias generaciones,
pero especialmente en la de los niños de la guerra, cuyo recuerdo traumático
estuvo siempre presente. Así pues, la memoria de la guerra y la cruenta
represión que le siguió marco profundamente el discurrir de la Transición, como
explica Morán, se trató de un miedo heredado, secular, aplastante, un miedo que
imposibilitó cualquier posibilidad de ruptura. Juan Luis Cebrián, director de El País afirmó con un cuarto de siglo de
retraso "fuimos una generación que tuvo demasiado miedo".
Las élites postfranquistas monopolizaban los poderes
fácticos y demás resortes del aparato estatal, el ruido de sables, el miedo a
que se desatara una situación de violencia institucionalizada, el miedo a la
regresión, a una vuelta atrás, influyeron en gran medida a la inacción de los
españoles, la estrategia de huelga general planeada por los partido a la muerte
del dictador no pudo llevarse a cabo, asimismo no se produjo un desbordamiento
popular, muy al contrario las colas del palacio de Oriente eran kilométricas y
el 23 F nadie salió a defender la democracia, era el resultado de cuarenta años
de sumisión.
Sumamente significativo es el hecho de que, sean los nietos
de aquella generación que sufrió la guerra y la represión, los que hayan
acometido la tarea de buscar a los represaliados de la dictadura en fosas y
cunetas, reivindicando el deber de la memoria a través de plataformas de la
sociedad civil como la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica
que ha posibilitado la superación del miedo que padecieron sus progenitores.
En resumen se puede
decir que la política de la Transición no tuvo la energía suficiente para dejar
atrás la Guerra Civil cuya memoria permaneció en lugares físicos y en los
recuerdos personales de sus protagonistas. Sin embargo también es cierto que el
proceso democratizador modificó la memoria política y, si atendemos al paso de
generaciones posteriores, esa transformación y recuerdo de la Guerra Civil y el
franquismo siguen siendo objetos de memoria sometidos a procesos de
sedimentación.
Sólo atado y bien
atado, Franco hubiera podido asistir al espectáculo de relativa libertad que
todos presenciamos y a la convocatoria electoral que esperamos presenciar.
Luchó toda su vida, según se dice, por la España una, grande y libre, y dejó
una España rota, al borde del caos económico y enajenada internacionalmente.
Pero para muchos ciudadanos no lo parecía, porque los minipedazos de la
realidad franquista estaban enganchados por el sinteticón de la represión
física y espiritual. Silencio y palo, ésta es la fórmula que Franco aplicó
durante cuarenta años, y los residuos de la fórmula aún administran de alguna
manera la realidad que nos rodea
(Manuel Vázquez
Montalbán. “Coyuntura” Mundo diario, 28 de mayo de 1977, página 4)
Harakiri en la Carrera de San Jerónimo
Manuel Contreras Casado y Enrique Cebrián Zazurca acuden a
la pluma de Vázquez Montalbán y a su Crónica
sentimental de la transición para tomar prestado el término “Harakiri” y
definir el gesto de las cortes franquistas cuando aprobaron la Ley de Reforma
Política de 1976, un punto de inflexión histórico que supuso una de las claves
de la Transición. Sin embargo nos gustaría añadir que el harakiri es una tradición
japonesa en la que los poderosos avergonzados por fracasos o acciones que ellos
sentían como una deshonra, terminaba en suicidio, sin embargo, como veremos a
lo largo de esta breve narración, es posible que las cortes franquistas se
suicidaran pero no está tan claro que lo hicieran por una cuestión de deshonra.
La actividad política al inicio de 1976 intentaba construir
una nueva realidad que superara la figura del dictador y que se resume en tres
proyectos. Los continuistas liderados por Manuel Fraga mantenían el lema
“después de Franco las instituciones”. Por otro lado la oposición al régimen
negaba cualquier posibilidad de cambio que viniera desde dentro y exigían una
ruptura democrática con el pasado franquista. La tercera vía aspiraba a
una reforma que utilizara los mecanismos
legales del Régimen para pilotar un tránsito controlado hacia la democracia.
Cambio de legitimidad
Es importante no
olvidar que, aunque el régimen franquista sustentaba su legitimidad en la
victoria del 18 de julio de 1936, la oposición desde marxistas a monárquicos,
no tuvieron la fuerza suficiente para derribarlo y reemplazarlo y, aprovechando
ese escenario, el presidente del Gobierno Arias Navarro intentó construir una
“democracia española” que cubriera las necesidades propias de nuestro modo de
ser, una apertura controlada que, en palabras de Santos Juliá, consistía en
definir desde el Gobierno “quienes y bajo qué condiciones podían participar en
el nuevo juego político”
El proyecto continuo-reformista
encabezado por Arias-Fraga encontró dificultades a la hora de reformar los
inmutables Principios Fundamentales del Régimen. El punto crítico fue la
entrada en escena de los partidos políticos, unos actores denostados por el
Régimen “cuya esencia orgánica era precisamente la negación de los partidos”
Los procuradores
franquistas y su memoria histórica tenían una percepción muy negativa de los
partidos a los que veían incompatibles con los ideales de la victoria del 18 de
julio, fecha histórica que según recoge el diario de sesiones en intervención
de Fernández Cuesta, sacó a España del caos, la ruina y la desolación causada
por las luchas entre los partidos.
Pese a todo lo dicho
la ley se aprobó en gran medida gracias a la intervención del por entonces
procurador Adolfo Suárez y un discurso que defendía la idea de continuidad de
lo construido, y a la vez activar los mecanismos necesarios para alcanzar una
democracia moderna. Se trataría de culminar la obra del Régimen reconociendo a
“ese español irrepetible” llamado Francisco Franco, pero también dar
visibilidad a la pluralidad de la realidad política organizada. Nos encontramos
ante el momento clave para cambiar de legitimidad, del inmovilismo al
reformismo.
Sin embargo, más allá
de la aprobación de la ley, era preciso reformar el Código Penal para
despenalizar los partidos políticos, ese matiz fue aprovechado por los
inmovilistas para poner de relieve su temor a la legalización del Partido
Comunista y no permitieron la reforma. El Gobierno tuvo que retirar el proyecto
y la crisis se precipitó con la dimisión del Presidente Arias ante el Rey.
Arias fue convocado
para que atase y bien atase el tránsito de Franco al franquismo, y desde la
calle daba la impresión de que el hombre se había hecho un lío. No le salían
los nudos. Cuando creía tener el paquete bien hecho, zas, se deslizaba el
cordelito y se desparramaba todo el muestrario doctrinal, institucional,
ideológico, táctico, estratégico
(Manuel Vázquez
Montalbán, bajo el pseudónimo de Sixto Cámara. “La capilla Sixtina” Triunfo.
10 de julio de 1976, nº 702, p 9)
El Presidente del
segundo equipo gubernamental de la monarquía fue Adolfo Suárez, precisamente al
procurador que mejor había defendido la reforma de Arias-Fraga, quien
confeccionó un gobierno, que en palabras de Santos Juliá, estaba formado por
hombres de una generación que carecía de memoria personal sobre la Guerra y además
conocían todos los entresijos tanto de la Administración del Estado como del
aparato franquista del Movimiento.
El 16 de julio de 1976
el Gobierno expresó su propósito de instaurar un sistema democrático que
implicaba una autentica “reconciliación nacional”. Para allanar el camino se
otorgó una amnistía sobre las faltas y delitos de motivación política o de
opinión dejando fuera los que hubieran puesto en riesgo la integridad física de
las personas.
La oposición valoró el
tono del lenguaje gubernamental pero también le recordó que todo proceso de
cambio tiene que huir de la exclusividad para primar el diálogo y la
negociación en lo que ya se atisbaba como una “ruptura pactada”. Suárez abandonó
el proyecto Arias-Fraga y se embarcó en lo que sería la piedra angular de la
Transición: Una ley que, sin reformar ninguna ley fundamental del Régimen,
fuera el mecanismo legal para abrir el camino constituyente. La última ley
fundamental del franquismo que por vía de la derogación terminara con todas las
demás. Un cambio sin vacío legal que hiciera normal lo que políticamente era
real.
Testigos próximos a los
definitivos escenarios del poder han visto como los miembros del gabinete que
dialogan con parte de la oposición se esfuerzan en inclinar la oreja hacía el
interlocutor, en demostrar que le concede atención, incluso alguien nos ha insinuado que toman apuntes.
— Repita, si no es
molestia. Perio-do-cons-ti-tuyente, e-lec-ciones sin ex clusiones… y un jamón,
no, no, esto ya sé que no lo ha dicho Vd., pero si necesitan jamones tenemos
una partida entera en los sótanos.
(Manuel Vázquez
Montalbán, bajo el pseudónimo de Manolín de Tarascòn, Por Favor, 2 de
agosto de 1976, nº 109, pp 12-13)
La Ley para la Reforma
Política introdujo varias novedades: El principio de Soberanía popular,
supremacía de la ley, división de poderes y el reconocimiento implícito del
pluralismo político. En cuanto a las instituciones planteaba unas cortes
bicamerales con miembros elegido en circunscripción provincial. Pero también mantenía
la figura del Jefe del Estado con potestad para elegir senadores, nombrar al
Presidente y disolver las Cortes.
Finalmente hay que
subrayar que algunas normas electorales, más allá de criterios de
representación proporcional, pretendían evitar una excesiva fragmentación en la
cámara de los Diputados y por lo tanto se puso un nivel mínimo de votos para
acceder al Congreso en cada circunscripción provincial, además de fijar el
mismo número de diputados para todas ellas con independencia de sus población.
Por último la ley no
derogaba explícitamente la legalidad franquista, sino que modificaba su
estructura de facto con la idea de mantener que la LRP era compatible con el
sistema vigente.
Tramitación legal de la Ley para la Reforma Política
El proyecto, como era
preceptivo antes de su tramitación en Cortes, pasó por el Consejo Nacional del
Movimiento cuyos dictámenes, aunque no eran vinculantes, eran un buen
termómetro para testar la postura de las instituciones franquistas.
Los más críticos
defendieron el legado y las instituciones surgidas del 18 de julio de 1936
aunque Suárez se mostró decidido, como Presidente del Consejo y del Gobierno, a
llevar a cabo la Reforma. El informe que se emitió hacía una lectura
continuista del proyecto como el paso natural del Régimen hacía algo así como
la única salida política con cierta visión de futuro.
El gobierno, eliminando
la exposición de motivos que había suscitado el debate en el Consejo Nacional, decidió
mantener el proyecto y lo envió a las Cortes. Todavía no había pasado un año de
la muerte del dictador cuando la ley se debatió en las sesiones de los días 16,
17 y 18 de noviembre de 1976. De las enmiendas a la totalidad destacaron dos.
Blas Piñar sostenía que el texto presentado entraba en contradicción con la Ley
de Principios del Movimiento Nacional, mientras Fernández de la Vega aseguraba
que se había elegido “el camino de la ruptura frontal y absoluta con el Régimen
nacido el 18 de julio”
El procurador Primo de
Rivera se presentó como perteneciente a una generación que, precisamente por no
participar en la Guerra, tenía la necesidad de transitar sin rupturas ni
violencias de un régimen personalista a uno participativo.
Landelino Lavilla, en
función de Ministro de Justicia, insistió en que sería inservible fundar un
futuro sobre un presente dedicado a revivir heridas tan antiguas como
antagónicas y, aunque la discusión sobre la legitimidad fue la más importante,
no hay que olvidar que el Gobierno negoció con Alianza Popular la moderación en
la proporcionalidad del sistema electoral que, según Paloma Aguilar, viene a
paliar la preocupación de la oposición a la ley por reproducir el sistema
mayoritario que evocaba a la Segunda República como paradigma del caos que
desencadenó la Guerra Civil y que el Régimen franquista había solucionado.
Pero la pregunta clave
la hace J.M. Colomer, ¿por qué las cortes franquistas rechazaron el proyecto
continuista de Arias-Fraga y sin embargo aprobaron la Ley para la Reforma
Política de Suárez? Su argumento es muy claro; parece creíble pensar que la
respuesta se encuentra en la supervivencia política de los procuradores y el
cálculo de posibilidades de seguir con su carrera política en las futuras
Cortes, de ahí que la negociación sobre el sistema electoral fuese de gran
importancia para obtener 425 votos afirmativos sobre 497 procuradores
presentes.
Era sabido que en la
vida de cualquier condenado por ser de la oposición, siempre había habido un
compañero de curso que había acabado director general de esto o aquello,
ministro o portero de casa bien, que eran los cargos más apetecibles por los
que habían ganado la guerra civil
(Manuel Vázquez
Montalbán, bajo el pseudónimo de Manolín de Tarascòn, Por Favor, 2 de
agosto de 1976, nº 109, pp 12-13)
La amnistía como contrapartida
Juan Sánchez González
nos recuerda que, recogiendo los principios de la Ley de Reforma Política
aprobada en referéndum el 15 de diciembre de 1976, el 15 de junio de 1977 los
españoles votaron en unas elecciones libres por primera vez en 41 años. De esta
manera cuatro meses después, el 15 de octubre de 1977, un parlamento
democrático aprobó una ley de amnistía que afrontaba los delitos y las penas
vinculadas al régimen franquista con dos novedades fundamentales: La nueva ley,
a diferencia de amnistías anteriores, contemplaba los delitos de sangre
cometidos antes del 15 de junio de 1977, además de la exoneración a los
funcionarios y autoridades franquistas de cualquier responsabilidad por la
persecución de los delitos políticos que ahora se amnistiaban.
En este 1977 que se acabó se ha podido ver con toda claridad
el panorama dejado por la Dictadura: hay miedo en el futuro. En definitiva, un
triunfo más del Régimen del 18 de julio que nació del miedo, vivió del miedo y
dejó miedo como única herencia. La única alternativa de poder válida para
arrinconar el miedo y volver la
desesperanza al pueblo está en la izquierda. La derecha, ya se sabe, ha huido a
Suiza con las uvas, el cotillón y las doce malditas campanadas. A medianoche,
claro.
(Manuel Vázquez Montalbán, bajo el pseudónimo de Manolo V El
Empecinado. Por Favor . 9 de enero de 1978, nº 184, p. 7)
La oposición, como
recuerda Santos Juliá, tenía el convencimiento de que la amnistía total era
ineludible para clausurar definitivamente la Guerra Civil, la dictadura e
iniciar un proceso constituyente. Dentro de esa tesitura se puede considerar
que la amnistía que afectaba a las autoridades franquistas era la contrapartida
que exigía el gobierno a la excarcelación de terroristas. Por otro lado Suárez
González subraya que esta medida “se coló casi de rondón, sin debate público,
político ni parlamentario /…/ y sin apenas contestación por parte de las
fuerzas políticas y sociales” Y en palabras de Ismael Díaz, la democracia en
construcción exigía una reciprocidad entre terroristas y servidores franquistas
vinculados a la represión. Por lo tanto, la voluntad de los reformistas del
franquismo y de las principales fuerzas de la oposición era la de no enjuiciar
políticamente el pasado. Una situación que, como expone Sánchez González, sometida
a nuevas consideraciones y perspectivas precisa, como cualquier tipo de
transición que por definición son situaciones complejas, que nos alejemos de
simplificaciones y maniqueísmos para enfrentarnos a la tarea de desentrañar un
problema fundamental que hubo de superarse, el de asumir las zonas oscuras del
pasado que estuvieron reprimidas durante años y que afloraban en el período de
transición. Pero, como nos sigue recordando Sánchez González, para comprender
la verdad de las decisiones políticas y sociales de ese momento no deberíamos
detenernos en un olvido genérico, sino apreciar y calificar la modalidad del
olvido y el recuerdo:
Así, y aunque es un
tema controvertido, son muchos y cualificados los investigadores que consideran
que durante la transición española lo que estuvo muy presente fue el recuerdo
de la guerra Civil, pero no así el de la terrible represión de los primeros años
de la dictadura, que apenas ocupó un hueco en la memoria colectiva de los
españoles. Ismael Saz lo expresa muy gráficamente «la democracia española nacía
curada de memoria (de la Guerra Civil) pero enferma de olvido (del franquismo)»
Justo lo contrario de lo que ocurre en estos últimos años, en los que el
énfasis memorialístico reside más en la represión de los primeros años de la
dictadura que en la propia Guerra Civil, o en los últimos años del franquismo.
El resultado fue un
perdón recíproco que, según Ramón Jáuregui o en palabras de Santos Juliá, fue
un olvido lleno de memoria en el que nadie se reconoció culpable.
Por eso nos
enfrentamos, recuerda Sánchez González, a un tema muy importante, porque si
bien las amnistías de esos años procedían de partidos antifranquistas y
generalmente de izquierdas, lejos de reclamar la amnistía para las autoridades
franquistas, se exigía la libertad para aquellos que hubieran cometido delitos
políticos que difícilmente hubieran sido sancionados en una democracia. Así que
puede resultar un tanto extraño que esas mismas organizaciones y quienes se
movilizaban en el mismo sentido lo hicieron pensando en la impunidad de los
represores de la dictadura por mucho que así lo plasmara una ley de manera
genérica.
Artículo segundo de la ley de amnistía del 15 de octubre de
1977.
En todo caso están comprendidos en la amnistía:
a) Los delitos de rebelión y sedición, así como los delitos y
faltas cometidos con ocasión o motivo de ellos, tipificados en el Código de
justicia Militar.
b) La objeción de conciencia a la prestación del servido
militar, por motivos éticos o religiosos.
c) Los delitos de denegación de auxilio a la Justicia por la
negativa a revelar hechos de naturaleza política, conocidos en el ejercicio
profesional.
d) Los actos de expresión de opinión, realizados a través de
prensa, imprenta o cualquier otro medio de comunicación.
e) Los delitos y faltas que pudieran haber cometido las
autoridades, funcionarios y agentes del orden público, con motivo u ocasión de
la investigación y persecución de los actos incluidos en esta Ley.
f) Los delitos cometidos por los funcionarios y agentes del
orden público contra el ejercicio de los derechos de las personas.
Pero sobre este asunto
las opiniones, más allá de la lectura del segundo artículo de la Ley de
Amnistía son muy diversas. Nosotros, siguiendo el texto de Sánchez González,
vamos a resumir cuatro de ellas. Comenzaremos por los políticos de la época.
Mientras Nicolás Sartorius, miembro de la Comisión Parlamentaria que redactó el
proyecto de Ley de Amnistía en representación del PCE, escribió en el año 2010
que «La Ley iba dirigida a las víctimas de la dictadura. En 1977 las tropelías
franquistas no eran ilegales /…/ se trataba de amnistiar a los reprimidos por
el franquismo, no a los franquistas, que ya se habían autoamnistiado” Por otra
parte Rodolfo Martín Villa como Ministro de la Gobernación de la época enfatiza
la importancia del perdón como el genuino espíritu de la Transición y en el
2013 afirmaba que «La Ley de Amnistía constituyó todo un pacto entre el
Gobierno y la oposición, en el que se combinaron generosidades y perdones /…/
Este pacto no supuso un ejercicio de desmemoria sobre lo ocurrido en la guerra
y sobre sus secuelas; por el contrario, estuvo muy presente la exigencia de
evitar que se repitiera»
La historiadora Paloma
Aguilar considera que la Ley de Amnistía de 1977 es una suerte de «ley de punto
final» y describe lo ocurrido: Vació las cárceles de presos políticos de la
oposición, incluso los que habían cometido delitos de sangre, y no se pidieron
ningún tipo de responsabilidades penales a los responsables de la dictadura.
Así, en la práctica, la ley consagró la impunidad de unos y otros. Mientras
tanto el historiador Álvarez Junco resume la situación en la idea de que la
durante la Transición el recuerdo fue constante y por lo tanto no hubo ni pacto
de olvido, ni silencio hacía los crímenes de la dictadura, lo que si hubo y fue
asumido por casi todos, fue el principio de no utilizar la historia como un
arma política.
Pero también es
importante destacar que, como recuerda Sánchez González, una vez que la
democracia se ha consolidado en nuestro país se “debería atender debidamente
sin complejos, pero sin mistificaciones ni demagogias el deber de memoria”
Llegados a este punto
creemos imprescindible regresar al inicio para poner de relieve que el objetivo
principal de este texto está relacionado tanto con la posición de los
ciudadanos, como con de las élites políticas que ejercieron un papel muy
relevante durante la Transición, ya lo vimos con las cortes franquistas y la
Ley para la Reforma Política, y ahora contemplamos como unas cortes
democráticas aunque preconstitucionales renuncian expresamente a la exigencia
de responsabilidades de un dictadura represiva y criminal y que, conviene no
olvidarlo, terminó con la muerte del dictador en la cama.
Morir en la cama tenía un innegable valor emblemático que
precisa un análisis de su significado sociológico y político como lo atestiguan
los grandes ejemplos del siglo XX en las figuras de Stalin, Salazar, Mao y Franco.
Cuando el dictador fallece de muerte natural y longevo pone en evidencia que
sus enemigos no han tenido la fuerza suficiente para derribarle. Es decir,
puede instrumentalizar el hecho de que ellos no han conseguido el apoyo
necesario, mientras que él se asienta sobre una sólida base.
Aunque la historia contenga pruebas de lo contrario, la
persistencia de un dictador en su cargo sirve para demostrar que el número de
sus defensores es arrolladoramente superior al de sus adversarios, en una
dictadura todo fiel súbdito es por principio un leal servidor y partidario. Al
mismo tiempo se presenta la paradoja de que un dictador anciano que muere en su
lecho consigue atemperar los juicios sobre su personalidad política, y adquiere
una cierta estatura política, aunque solo sea por su constancia en la crueldad
y en la eliminación de los obstáculos que se oponían a su poder. La paradoja se
agrava porque el último periodo siempre coindice con un incremento del prestigio
y con el mayor grado de corrupción y brutalidad. Los últimos meses de Franco
fueron los más represivos desde 1969, desde un punto de vista cuantitativo y
cualitativo, y a su muerte le siguió un periodo de exaltación tan efervescente
como efímero, hasta que sus sucesores inician la operación de convertirle en
chivo espiratorio de sus miserias compartidas, lo que lleva su tiempo y
requiere colaboración de una sociedad cómplice.
Cuando un dictador muere en el poder, está demostrando que la
sociedad civil lo aprueba por omisión. Una omisión que el propio régimen se
encargará de traducir en adhesión incondicional.
/…/
Se da la particularidad de que nuestra clase política,
prácticamente sin excepciones, se siente orgullosa de nuestra transición. Sin
embargo considera paradójicamente perjudicial explicarla para que todos podamos
compartir ese legítimo orgullo. Esto plantea un problema generacional
evidente, que los años no harán más que resaltar. La imposibilidad de construir una
pedagogía democrática a partir
de una transición opaca.
(Gregorio Morán, El precio de la Transición 1991)
La larga sombra: El eclipse de la ciudadanía
Spain is different!, fue el lema orquestado por Manuel
Fraga, en su desempeño como ministro de Información y Turismo entre 1962 y
1969. España era presentada como una realidad exótica en torno a la semana
santa, el flamenco y los toros. Los europeos nos veían como un país periférico
con rasgos y costumbres arcaizantes, un reclamo turístico perfecto. Sin
embargo, la diferencia de España con el resto de su entorno se constata en una
persistencia histórica que no compete a este texto, pero que es conveniente
apuntar para entender el sustrato de nuestra cultura política.
El historiador Juan Marichal apuntó a una peculiar
espiritualidad como el secreto de España
frente a los pueblos secularizados de la Europa central y septentrional. El
mito de la España centinela de Occidente, primero en nombre del catolicismo y
luego de la hispanidad, tuvo una base política real.
La identidad española se construyó, a diferencia de buena
parte de Europa, al margen del influjo de la Reforma protestante que inauguró
libertad de conciencia y de pensamiento. De manera que ya en la
contemporaneidad, la nación de construyó como comunidad imaginada (Benedict
Anderson) sobre la base de la identidad católica.
En la misma línea Sánchez León señala tres rasgos profundos
que son resultado del peso de la Iglesia católica en la configuración social y
política de España: la idea de unidad (religiosa, de la patria), la
interpretación de los conflictos políticos como conflictos religiosos y las
sospechas continúas ante la libertad de conciencia. Consecuentemente, el primer
rasgo de diferenciación tiene es el peso de una cultura política católica que
dificultó la construcción de un imaginario moral de carácter cívico propio del
proyecto político de la Ilustración. Las clases dominantes del siglo XIX y de
origen nobiliario preservaron su hegemonía cultural e ideológica, frente a los
intentos reformistas liberales de una burguesía débil con la intención de
construir una nación conservadora, aglutinada en torno al discurso
nacional-católico, así lo expresa el politólogo Juan Carlos Monedero: «No es
que en España no sufriera discontinuidades, sino que siempre se reencontraba
una discontinua continuidad en la
cristiandad imperecedera.»
El largo periodo franquista fue superado con una fulgurante
Transición, el fantasma había sido enterrado y de repente, como señala Álvarez
Junco, todo pareció que iba bien y habíamos resuelto nuestros problemas que
tenían que ver el atraso secular, la hegemonía de los militares y el poder
social de los curas. Nos convertimos en un país Europeo "normal", el
crecimiento económico parecía consolidado, se hablaba del "milagro
español", nos presentábamos al mundo en los fastuosos juegos olímpicos de
1992 y, sin embargo teníamos una cultura política indigente y una democracia
que parecía caída del cielo, por contra, las democracias europeas, como Inglaterra
o Francia, eran resultado de un largo proceso de consolidación del liberalismo
y republicanismo. La Transición española supuso la ruptura con el pasado
republicano y, parafraseando a Gregorio Morán, del mismo modo que la igualdad
ante la ley es una condición de la democracia, se introdujo la igualdad ante el
pasado. En 1975 se inicia un proceso de desmemorización colectiva, que no de
olvido, en el que todos los pasados eran igual de perjudiciales, y por ello se
cancelaban en virtud de la reconciliación de los españoles. Una moderación
heredada que, según Sánchez León “condicionó el alcance de los cambios
políticos de la segunda mitad de los años setenta” y también se ha sumado a los
posteriores movimientos políticos. Ahí radica la diferencia con una Europa que
se construyó sobre la libertad y frente al totalitarismo mientras esos
conceptos se deformaron o desaparecieron en la conciencia española. En palabras
de Julián Casanova: “Para muchos españoles el rechazo de la dictadura y de las
violaciones de los derechos humanos no ha formado parte de la construcción de
la cultura política democrática »
La Universidad parecer haberse permitido, durante más de tres décadas de democracia, no pensar
-es decir, ignorar- las consecuencias del peso cultura y sociológico del
franquismo en los distintos planos y niveles de la realidad de nuestra joven
democracia.
(Ariel Jerez. Universidad, memoria e impunidad. Una breve
etnografía complutense. Viento Sur. Diciembre 2010)
España no es realmente diferente en cuanto a los defectos de
las democracias liberales, la diferencia no estriba en lo que tenemos sino en
lo que no tenemos.
El gran triunfo del franquismo fue la inoculación de la
cultura del miedo y la despolitización de generaciones enteras, el "no te
signifiques" representa la metáfora de la desaparición del ciudadano en la
esfera pública. Y nosotros nos alineamos con Sánchez León cuando recuerda que
este reconocimiento tan solo es una observación de la transición y que “quienes
vivieron aquel contexto pueden haber sido sujetos diferentes a nosotros en
valores esenciales o al menos haber dado significados diferentes o conceptos y
valores cruciales para dar cuenta de las decisiones que tomaron”. En cualquier
caso, la Transición no cumplió un requisito indispensable para la construcción
de una democracia de calidad basada en la preparación pedagógica-política de la
ciudadanía, como si la sociedad, en una idea de Sánchez de León, estuviera
llamada a modernizarse como si de un proceso “natural” se tratase, una
dirección inexorable que algunas fuerzas ajenas al franquismo pretendieron
parar, pero “esos jóvenes radicales no encontraron en los ambientes sociales
dominantes entre los trabajadores de los años setenta el espacio vital
alternativo adecuado a us desclasamiento. En España no hay una esfera pública
virtuosa, comprometida con los valores cívicos, participativa, tolerante,
deliberativa, responsable, movilizada en la defensa de sus derechos, usuaria de
medios de comunicación críticos e informada, respetuosa con el trabajo
intelectual, culta, lectora y cinéfila. Una democracia de mala calidad, nos
recuerda Álvarez Junco, es aquella que no se sustenta en una ciudadanía educada
y consciente de sus derechos, un excepcional caldo de cultivo para la proliferación
del populismo entendido como la idea de que todo el pueblo es bueno y que los
culpables de todos nuestros males son los políticos, una postura que elimina
toda responsabilidad ciudadana, pese a que sean esos ciudadanos los que eligen
a sus representantes
España no es realmente diferente en cuanto a los defectos de
las democracias liberales, la diferencia no estriba en lo que tenemos sino en
lo que no tenemos.
El pensamiento crítico, por lo tanto, es un elemento
ineludible sin el cual no puede llegarse a la consecución de la democracia y
como explica Ariel Jerez, fue extirpado en los marcos consensuales de la
Transición que lo marginaron cuando ya se encontraba muy debilitado tras cuatro
décadas de control ideológico y cultural del régimen franquista sobre la
sociedad en general y sobre la universidad en particular. Así se produce un
excelente caldo de cultivo para lo que López Pintor ha denominado “legitimidad
pasiva” como consecuencia del desarrollismo que por un lado generó una nueva
sociedad urbana con un incremento del poder adquisitivo encauzado hacía el
consumo y la promoción social lo que permitió un balón de oxígeno al régimen
dictatorial gracias al énfasis en alcanzar la condición de consumidor antes que
la de ciudadano
La calidad de la democracia
El análisis que ha primado a día de hoy a la hora de mirar
el proceso de transición han sido cuestiones relacionadas con la eficiencia, en términos de baja
conflictividad social y ausencia de enfrentamientos pero, como nos recuerda
Sánchez León, más allá de la “verdad histórica” lo relevante es que no se tomó
conciencia de esos imaginarios y de su imbricación en la cultura política
española que paso de la dictadura a la democracia sin la capacidad de
comprender esos procesos sociales de identidad.
Sin embargo ahora se abre la posibilidad de incorporar las
idea de calidad de la democracia,
esto es, un análisis que vaya más allá de la justificación, que implica la
asunción de que sólo hubo un camino posible y que ése fue el que se escogió,
una idea sintetizada por la expresión “Se hizo lo que se pudo” y fue muy
empleada a partir del 2009 cuando la usó Alfonso Guerra para describir el
proceso de transición.
El análisis de la transición sigue necesariamente el
análisis de la consolidación, como un
proceso inherentemente relacionado. Juan José Linz define que el proceso de
consolidación está cerrado cuando hay una adhesión generalizada de las reglas
del juego. Gil Calvo va más allá, entiende que las reglas del juego son
condición necesaria pero no suficiente y la consolidación debe medirse en
términos de legitimidad y cultura política. Al mismo tiempo algunos autores han
introducido el concepto de accountability
o rendición de cuentas según las responsabilidades que pueden reclamar
activamente la ciudadanía a los gobernantes.
Guillermo O´Donnell construyó un modelo de transición que,
ante la inexistencia de rupturas claras con las dictaduras y la escasa calidad
de la democracia resultante, iba más allá de la definición formal de
democracia, incorporando factores no recogidos en la formulación clásica
(elecciones libres bajo el sufragio universal, libertad de expresión,
información y asociación, y redistribución de la renta). Los nuevos factores:
la idea de universalismo, imperio de la ley válido y obligatorio para todos,
(que se traduce en una ley electoral que reflejase la pluralidad política del
país); rigurosa separación entre lo público y lo privado, que implica la no
patrimonialización de lo público hasta su apropiación particular y, más allá de
la responsabilidad vertical, que se ejerce en las elecciones, una
responsabilidad horizontal ejercida cotidianamente y vinculada a la forma
estricta de entender y hacer respetar a los gobernantes las reglas del juego.
Estos rasgos permitirían diferenciar una democracia plenamente consolidada,
encarnada en los modelos anglosajones y nórdicos.
Juan Carlos Monedero apoyándose en los autores anteriores,
añade cuatro elementos para medir la calidad de la democracia española nacida
de la transición: la existencia de una opinión pública plural e independiente
con acceso a medios de comunicación igualmente plurales; el cumplimiento de las
reglas de funcionamiento de los mercados, la existencia eficaz de una
supervisión estatal para evitar los fallos y problemas del mismo y el apoyo
estatal a formas de economía social; la primacía de la sociedad civil, la trama
asociativa no estatal y de base voluntaria de la que los ciudadanos formasen
parte; la existencia de una cultura cívica, republicana en términos clásicos,
con alto nivel de información y participación.
En el caso español, ninguno de estos criterios de calidad se
cumplen, la corrupción e imbricación entre lo público y lo privado se une a la
amplia connivencia popular con estos comportamientos, relacionados a su vez con
el escaso tejido asociativo y la escasa pluralidad democrática en el parlamento
resultado de una ley electoral que no traduce en proporcionalidad de escaños la
pluralidad política de la sociedad.
Resulta imprescindible la comprensión de la Transición para
poder aprehender el sistema político español, pero no puede zanjarse sin dar
cuenta de las cuatro décadas de dictadura, Así lo explica Juan Carlos Monedero:
«son el comportamiento autoritario y la debilidad del yo social los que explican en la actualidad la desconfianza hacia
lo colectivo, la apatía política y el descrédito hacia los partidos y políticos
[...] la debilidad de la sociedad civil, en definitiva, el desentendimiento
ciudadano por la marcha de los asuntos colectivos, con la consiguiente
apropiación individual de los espacios e instituciones públicas, factores que
marcan en conjunto aún una divergencia de España respecto a la media europea
occidental» Una merma que también viene marcada por un cierto olvido sobre esa
generación que también incluía a jóvenes radicales que denunciaban el pobre
cambio de una sociedad en la que se consolidaba un imaginario que era la suma
de aportaciones franquistas y antifranquistas. Esta experiencia, nos recuerda
Sánchez León, deberían interesar a los jóvenes de ahora para observar los
estándares de vida alcanzados en el pasado y mejorarlos en el futuro
combatiendo las deficiencias que acorralan a la democracia española gracias a
unos niveles de corrupción institucional que turban la comprensión racional
desde las ciencias sociales. Como sintetizó el catedrático de sociología Jesús Ibáñez, el consenso siguió socializando
a los españoles (y a la clase política que ha gobernado la democracia) en la
cultura del autoritarismo, la dejación de responsabilidades y el miedo.
Un miedo heredado de franquismo que, aunque la sociedad ha
superado, se ha sustituido por otro tipo de miedo producto de la actual crisis
del modelo de crecimiento del capitalismo. Somos testigos de cambios que
rebasan lo meramente coyuntural, la economía está experimentando cambio
estructurales, el acelerado desarrollo tecnológico conlleva destrucción del
empleo neto, al tiempo que las actuales élites políticas apuestas por un modelo
basado en la terciarización y el precariado, la generación mejor preparada se
ve expulsada del mercado de trabajo obligada a emigrar. Las promesa de
certidumbre de ascenso social individual, por la cual cada generación vivía
mejor que sus padres, se ha quebrado.
Igualmente asistimos a una regresión de los derechos
sociales, ligada al desmantelamiento del estado de bienestar perpetrado por la
ofensiva neoliberal, además de los derechos civiles, resultado de la utopía
conservadora de la postpolítica y del intento por paralizar cualquier
construcción de un horizonte emancipador.
En otras palabras, el miedo actual tiene que ver con el
paro, la precariedad y la dificultad de imaginar y construir un proyecto de
vida, tal y como hicieron las generaciones pretéritas. Constituye un miedo
activo, que ya no paraliza, pero que encierra diversas potencialidades, puesto
que puede llevar a la frustración y el desencanto estéril, o por contra, ser
una fuerza política transformadora que ayude a alumbrar el futuro. También es
importante resaltar como el miedo se convierte en el elemento central del
pensamiento conservador, el que busca la conformidad con el orden existente, es
por ello un instrumento de manipulación tremendamente poderoso.
Estas reflexiones nos conducen a la conclusión final,
entender la actual disyuntiva histórica y contraponer las viejas élites
políticas a la posibilidad de irrupción de nuevas élites políticas, culturales
o intelectuales
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