Yo que creí que la luz era mía
precipitado en la sombra me veo.
(Miguel Hernández)
El Mediterráneo lila de una palmera multicolor. Surtidor de colores frente a los vientos de amarillo limón. La vida a toda vela se va entre los fotogramas de un dale que dale flores, flores rojas, flores negras, flores de un almendro y la calavera invernal de un amigo que muere.
Tiempos de guerra agitan la vida que da la vida y da la muerte. Manos alzadas sobre calaveras, huesos y un caballito de cartón. Un bebé entre los brazos de una monja bebe leche de guerra mientras el General Francisco Franco, con bigotito de cine, alienta a los soldados de azada, trinchera y cuatro líneas de amor.
En la cueva oscura se derrama sangre y arena que eclipsa la luz technicolor, que empaña la tierra fría, que remueve piedras negras, que despedaza raíces oscuras, que sopla vidrios opacos, que golpea al niño del martillo, carne de cementerio y el diluvio que nunca llega.
Senderos sobre el fondo blanco blanquísimo de un sueño de libertad. Mis ojos y mis manos y la vida como un baile de corazones y espuma, algodones y azucenas. Aun tengo la vida, la mirada y el relicario de si me matan muero. Hombre rojo bajo la luna y tres cebollas de escarcha, cebollas de hambre, tristes cebollas.
Me diluyo en el vientre preñado de tu cuerpo, campo fértil donde se forja el sol naciente y tu boca, sepultura bajo las estrellas, me trae sueños de muelles rojos y gaviotas que regresan a mis barrotes de tierra para no volver al mar. Cuando uno esta muerto todo se difumina, hasta la esencia del idioma.
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