Un barrio de historias
Todos los habitantes del Barrio del Piojo tenían sus historias personales e intransferibles. Por nada del mundo, salvo la muerte, esas historias pasaban a otra persona. Eso le pasó a Julito. Se murió tan joven y tan preocupado por cazar gorriones que, como nunca contó una historia, nadie pudo preservarla del olvido. El Franchute dijo una y mil veces que su amigo, desde su lecho de muerte, le había contado una historia de los días de cuando iban a cazar juntos al río y Julito, haciendo el mono, se cayó en la poza de Santa Bárbara, fue atacado por un cocodrilo de los Mares del Sur que le rompió el pantalón y le dejó la culera al aire. Nadie creyó al Franchute, yo tampoco. Julito era un experto cazador y le encantaba hacer el mono sobre la cañería que cruzaba el río, pero Julito era un chaval habilidoso. Yo le había visto ciento de veces pasar por encima de la poza de Santa Bárbara brincando como las ranas, saltando a la pata coja y dando cabriolas de cabra montesina que rompe cerrojos y llaves, y se comen a los blogueros a pares a pares.
En el Barrio del Piojo había contadores que parecían cirujanos, expertos y precisos, repetían una y otra vez sus historias sin cambiar nada, fieles a cada una de las palabras se detenían tras las mismas frases, pausas iguales en tiempo e intensidad. Esa meticulosidad proporcionaba una extraña tranquilidad en el auditorio adulto y un grado elevado de excitación en la chavalería que, conociendo al dedillo el lugar dónde se producían los sustos, mudaba terror por alegría.
Pero también había contadores anárquicos que rodeaban sus aventuras para llevarlas por vericuetos novedosos. Al tío Genaro le encantaban los caballos y sus historias siempre comenzaban con el robo de uno de ellos, un pura sangre. A veces el hurto se producía en el cuartel militar del Regimiento de Caballería de Zaragoza, pero otras, la anécdota se trasladaba a la cuadra de unos estudios cinematográficos de Almería y claro, el lugar de la acción cambiaba el desarrollo de la historia que, pese a todo, siempre terminaba igual: El tío Genaro, tras darle una paliza a los malos, cabalgaba victorioso en dirección a la puesta de sol, unas veces en el solitario desierto de Monegrillo, y otras en las arenas doradas de una playa.
Pedro era un experto en historias psicotrópicas, siempre contaba lo mismo pero cada vez lo teñía de diferente color y en primavera, cuando las prendas de invierno estaban en el armario, la historia era multicolor. David nos hablaba de sus patillas con un marcado acento poético, con metáforas sobre árboles que van al peluquero a cortarse las hojas y aliviar el calor. Miguel Ángel recetaba historias para la tristeza y el amor. Mar aterrorizaba al auditorio con escupitajos y asesinatos. Tomás diseñaba una coreografía para un ballet de ingredientes en delicioso plato de unta pan y moja. Chusico no utilizaba las palabras, sus historias eran imágenes, fotografías que moldeaban la realidad para crear un universo personal.
Yo también tengo algunas historias por contar, por eso he venido hasta la orilla del Manubles, un lugar mágico dónde las ranas cantan. Pero eso es otra historia…
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