La única condición fue que no eligiera una de esas películas románticas donde la belleza de Meg Ryan o Sandra Bullock me dejan tan atontado que no me entero de la trama (ni falta que hace) Migue afirmó con la cabeza pero cuando me mostró la carátula de “Sucedió una noche”, una sonrisilla maliciosa la delató
Fue un golpe bajo. La película de Frank Capra, tras ganar cinco Oscar en 1935, se erigió como la percusora de las comedias centradas en la confrontación de sus protagonistas que, envueltos en mil vicisitudes — ninguna de ellas sexual — siempre terminan muy enamorados y de viaje de novios.
La jovencita Ellie Andrews (Claudette Colbert) y el apuesto reportero Peter Warne (Clark Gable) toman un autobús con dirección a Nueva York, obviemos los motivos, al poco de iniciar el viaje se presenta un inconveniente: Una lluvia desenfrenada obliga a detener el autobús y nada vuelve a ser igual.
Mi padre no pasó el fin de semana con nosotros porque el Utrillas F.C. jugaba contra el Numancia y le tocó conducir el microbús que M.F.U. ponía a disposición del equipo. Habitualmente lo acompañaba en los desplazamientos en categoría de ayudante del conductor y con la responsabilidad de arrimar el hombro al utillero en el traslado de los equipajes, los bocatas post-partido y los enseres propios de un vestuario de futbolistas tales como linimentos, botellas de agua milagrosa y un botiquín de emergencias. Pero el jueves anterior había retado a la suerte en el huerto del Belles con tan mala pata que perdí una decena de pitones jugando al güa, llegué más tarde de las nueve de la noche a casa y el castigó consistió en perderme el viaje al estadio San Juan de Garray. Eso, y todo el fin de semana encerrado en la cocina de nuestro piso zaragozano con los libros del colegio sobre la lavadora, bajo las patas de la mesa o entre los tarros de conserva. Unos días para olvidar.
El domingo por la tarde regresamos al pueblo en los autobuses de línea de La Basilia, unos vehículos cubiertos de hollín que hacían el recorrido Escucha – Zaragoza y viceversa. La estación estaba en la calle Reina Fabiola y guardaba perfecta consonancia con la suciedad de los coches que en su interior pernoctaban. Un local de techos altísimos dónde el negro lo invadía todo, desde los bancos de espera hasta la taquilla.
Éramos los últimos de la fila y cuando llegamos a la ventanilla ya no quedaban billetes
— No se preocupe señora Rosario — le dijo La Basilia a mi madre — que el chico y usted van a montar en ese autobús. Para algo somos del mismo gremio, ¿no le parece?
Mi madre se quedó muda y afirmando con la cabeza mientras aquella señora agarró al vuelo el billete de veinte duros que mi madre sostenía entre sus manos, se alejó a grandes zancadas y comenzó un baile de gesticulaciones y gritos dedicados a los operarios que estaban introduciendo hatos y maletas en las barrigas del autobús. Al final, con voz de ordeno y mando, decretó que bajaran el banco de madera que estaba atado a la vaca del autobús.
— ¿De qué gremio somos, mama?
— Se refiere a que el papa es conductor de autobuses.
— Entonces ¿esta señora no sabe que también conduce camiones y Land Rovers?
— Todo solucionado. — Regresó gritando La Basilia — Hasta Belchite se pueden apañar con el banco de madera que van a poner en medio del pasillo. Allí se baja bastante personal y pueden hacer el resto del trayecto en los asientos libres. Y por las molestias sólo le voy a cobrar un billete, ¿qué para algo somos del mismo gremio, no? — Revolvió entre los bolsillos del delantan, entregó a mi madre unas monedas y apretó sus manos en un gesto cariñoso al tiempo que le dijo. — Dígale al señor Isaac que venga por aquí algún día para recordar viejos tiempos, que se hace muy caro de ver.
El autobús renqueaba en cada cambio de marcha a doble embrague, el banco de madera me dejó el culo dormido y la dureza del asiento difuminó cualquier posible viso de aventura que pudiera tener aquella situación.
Las primeras gotas llegaron a la entrada de Lécera y antes de las cuestas blancas ya se había declarado el diluvio. Los primeros goterones fueron solitarios, orondos y amenazantes. Poco a poco se abrió paso una fina lluvia de cortinilla que enjuagó todo el hollín que cubría el autobús, desatascó centenares de agujeritos en el techo, desbrozó la junta de goma en torno a una ventana cenital y consiguió que las primeras gotitas cayeran inmisericordes sobre las testas incrédulas de los pasajeros.
La primera reacción fue una risotada general, pero el jolgorio de bienvenida pronto se tornó en juramentos al cielo, a las nubes, y a La Basilia. Las gotitas, gota a gota, formaron una cascada que recorrió el suelo y las paredes; encharcó sillones, zapatos y enseres hasta que el autobús se transformó en una primigenia sesión de spa.
En medio de aquella debacle apareció mi madre. Del bolso sacó un enorme paraguas negro y lo enarboló con la valentía de los héroes. Me resguardé bajo aquella tela. Al arrullo de su pecho sentí que volvía al vientre materno, a ese lugar cálido dónde ningún peligro es posible.
Los viajeros bajaban en cada parada pero nosotros permanecíamos en el banco de madera que, aunque duro, se mantenía seco mientras los asientos, saturados por la humedad, empezaban a romperse y a dar rienda suelta al relleno de espuma que escapaba para formar una cadena de islitas amarillas a todo lo largo del pasillo.
En la cuesta de Santo Domingo dejó de llover pero mi madre mantuvo abierto el paraguas hasta que nos bajamos del autobús en la puerta del cine viejo. Descendimos como lo debieron hacer los animales del Arca de Noé: Alegres de pisar tierra seca. En Utrillas no había llovido ni parecía que lo fuera a hacer pero mi madre, como si de una gran señora del siglo XIX se tratase mantuvo desplegado su paraguas. Tras de él se formó una procesión de chicos que nos siguieron por los Jardines Florida, por el Barranco del Malacara hasta llegar al nueve del Barrio del Piojo. Allí nos esperaba el sol junto a los geranios que guardaban nuestra casa. Nadie supo explicar el motivo, el caso es que la romería infantil comenzó a desafinar: Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva, los pajaritos cantan, las nubes se levantan ¡que si! ¡que no! ¡que caiga un chaparrón! ¡que rompa los cristales de la estación!
Las gotas debieron escuchar la súplica porque llegaron raudas y abundantes. Las vecinas de la calle depositaron sus flores en las aceras y mi madre hizo lo propio con sus geranios. Todo el pueblo celebró la llegada del aguacero: Los zagales formamos un corro de la patata, las mujeres una interminable cadeneta y hasta los mineros abandonaron los pozos para limpiar con el diluvio sus caras negras de sudor.
Desde aquel día, cada vez que llueve de temporal aunque sea en una película de los años treinta, me acuerdo de ella.