lustración: @fer_zombra
María Delgado y Tony Fisher establecen dos nexos de unión
entre democracia y teatro: Ambos precisan de una labor continua de
participación, en términos teatrales son actividades que consisten en una
política de ensayo constante porque nunca están ni completos, ni asegurados, ni
cerrados. En ese sentido el error más grave de la democracia es darla por
sentada, una comodidad que es muy probable que tan solo sea el preámbulo a la
crisis y el colapso. Por eso es necesario estar atentos a las fuerzas internas
que quieren deteriorarla y potenciar la negociación y el diálogo entre los
diferentes que de verdad quieren mantenerla. Ahora es más necesario que nunca
estar atento a las fuerzas que desde dentro quieren pervertirla y deteriorarla.
Ana Iriarte afirma que democracia y teatro fueron dos
grandes lujos que los atenienses disfrutaron en la mayor parte del siglo V a.C.,
un acontecimiento político, social y religioso que formaba parte de las fiestas
en honor a Baco hasta imponerse como elemento central de ese evento sagrado que
la sociedad griega vivía como una experiencia religiosa teñida de hedonismo y
una percepción lúdica del mundo. La tragedia, lejos de recrear el ideal de las
leyendas ancestrales, censuraba el carácter individual y soberbio de los héroes
ensalzados por la épica, y ponía a la colectividad en el primer plano. Por lo
tanto, afirma Iriarte, la tragedia griega es una manifestación que se
caracteriza por apoyar al pueblo en contra de la clase aristocrática.
David Mamet defiende que la esencia de la democracia es la capacidad del individuo para abrazar o rechazar cualquier postura política sin dar cuentas a nadie, dentro de esa virtualidad, el teatro sería un buen ejemplo de cómo la economía de mercado libre lo convierte en un artilugio democrático en manos del público, una relación suministrador y consumidor en la que el vendedor y el comprador no necesitan dar explicaciones de la elección realizada. La libertad del teatro, más allá de gustos o disgustos, ofensas o aburrimientos, éxitos o fracasos, ofensas o aburrimientos, se mediría por su capacidad para alejarse de la norma o pautas marcadas por los ideólogos que pueden residir en las inmediaciones del Estado o en las tribunas de los intelectuales y así, partiendo de que el teatro es ese lugar donde los cómicos se ganan la vida, su esencia política dentro de la democrática tiene que ver con las ocurrencias de quien lo escribe, la pericia de quien lo dirige, y que ambos huyan de sermones para enfrentarse con el proceso de cuestionar lo que antes era incuestionable.
Fernando Vallejo alertó durante la XIX edición de la Semana de las Letras de Torrero sobre la necesidad escapar de esa idea filtrada en la sociedad que identifica el teatro con un espacio elitista, una manera simple y efectiva que entorpece el acceso de la ciudadanía a un espectáculo que, más allá del esparcimiento, debería aspirar a convertirse en una ceremonia de reafirmación social con planteamientos y cuestiones que nacen desde una posición política, y maneja contenidos para generar de debates y preguntas en el tejido social de la ciudad y el barrio.
La democracia y el teatro proponen un espacio de igualdad,
erosionar este principio nos llevará a espacios radicales y reaccionarios donde
la capacidad de todos para influir en las decisiones finales será pervertida.
El teatro lanza sus mensajes a un patio de butacas donde cada espectador, en
igualdad de condiciones, los codifica en plena libertad para darles la
dimensión política que considere oportuna. Si el teatro se decanta por un espectáculo
basado en exclusiva en un discurso político, se enfrenta a la paradoja de
situarse en un terreno que solo le corresponde a la política y convertirá la función
en un panfleto. Una función en la que no hay rastro de intencionalidad política
es muy fácil que se sitúe en una lógica de mercado donde el consumo sin más
pretensiones sea la clave del éxito. Desde el punto de vista del espectador, el
objetivo más saludable quizás sería navegar entre esas dos almas para
equilibrar la racionalidad consumista con el ágora política que promueve una discusión
democrática sobre cuestiones esenciales en el seno de una sociedad compleja y
plural. Este debate ha tomado mayor importancia desde que en ámbitos
estrictamente políticos están proliferando actores que usan el escenario
público para tirar bombas fétidas con la intención de impedir cualquier debate,
y proporcionar argumentos y espacio a todo un ejército de ofendidos que toman
cualquier consideración como una afrenta a una identidad e ideología que se
agarra a los mitos del pasado para pervertir los debates del presente.
En ese sentido se manifiestan María Delgado y Tony Fisher
cuando defienden un teatro político capaz de adoptar innumerables formas y que
se puede resumir en dos: La intervención de los creadores comprometidos con la
democracia y un teatro crítico que ponga en solfa la retórica política que nos
apela desde la tribuna de oradores o la pantalla de la televisión. El teatro,
insisten, puede dejarse llevar por la complacencia y la indiferencia que
amenaza la democracia, pero también puede decantarse por el camino de mostrar
un espectáculo donde la escucha de unos y otros es el argumento más poderoso
para descubrir que la democracia es ese lugar donde se escucha y respeta la
diferencia. Como dice Florián Malzacher, que el teatro sea un lugar de
imaginación colectiva, de conflictos y contrastes entre ideas y hechos, entre
poderes y poderosos, entre naciones y tradiciones.
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