Campo Rojo de Ángel Gracia
Ángel Gracia es uno de esos especímenes tan habituales en la
ciudad de Zaragoza, un urbanita de barrio con raíces en el inmenso secano que
sitia la ciudad. Un chaval del arrabal que cada mañana cruza el rio para
convertirse en programador cultural y de camino, escuchar palabras y silencios
hasta fabricar versos.
“Campo Rojo” es su última obra literaria y resulta muy
interesante situarla al final de la lista de los títulos que ha publicado hasta
el momento: Tres poemarios “Vallhondo”, “Libro de los ibones” y “Arar”, la
novela “Pastoral” y el libro de viajes “Destino y Trazo. En bici por Aragón”
Con tan solo esa enumeración podríamos concluir, como mucha de la prensa
especializada que ha hablado de su obra, que nos encontramos ante un escritor
de lo rural, una especie de literatura de lo agrario. Pero no caigan en esa
trampa de las etiquetas porque los textos de Ángel Gracia, más allá de su
forma, son un delicado trabajo literario que siempre conlleva una catarsis
personal y la manufactura del lenguaje, muchas veces duro y cruel, como si
formara parte de la naturaleza.
Olvidemos por un momento el título. “Campo Rojo” no se sitúa
en el campo entendido como la tierra laborable fuera del poblado, extensión
para la siembra y labranza, bajo mi punto de vista y pese a todo lo que se ha
escrito y dicho sobre ello, tampoco se ciñe a las etiquetas de periferia o
extrarradio urbano, dos términos a todas luces excesivos para Zaragoza porque,
aunque la acción podría transcurrir en cualquier ciudad, no olviden que Ángel
Gracia habla de la Zaragoza de los años ochenta. Extrarradio y periferia se me
antojan términos para las grandes urbes, para ciudades de una entidad mayor y
un número atómico considerable. Extrarradio define un territorio que, aunque
propenso al enlace, todavía es ajeno y desgajado de la ciudad. Periferia es la
zona de los electrones que, por muy alejados que se encuentren del núcleo,
pertenecen a la ciudad y son esenciales para su equilibrio eléctrico y
emocional. Tal vez podríamos hablar de un descampado para acoger la avalancha
de campesinos que, instalados en el purgatorio extramuros de la ciudad, siguen
mirando al sol oculto por las nubes de humo que generan los procesos
industriales. Sergio del Molino, en la contraportada del libro, sitúa a “Campo
Rojo” en Marte, sin embargo pese a las apariencias y las propias afirmaciones
del autor, “Campo Rojo” ni es Marte ni sus protagonistas son marcianos. Esa
mirada es tan solo un tratamiento literario para las horas que pasamos en las
calles, casas y escuelas como los que se muestran en esta novela que, construida
sobre una tierra todavía sin asfaltar, tira por los suelos ese cliché azucarado
que recorre redes sociales, smartphones y librerías para contarnos como el
tiempo de la EGB estuvo marcado por las gomas de borrar Milán, los lápices
Alpino y las lecturas del Senda, una zarandaja sentimental diseñada para
adormecer toda la dramaturgia social que Ángel Gracia desvela en este libro
granuja que, como esas uvas desgranadas y separadas del racimo, solo pretenden
regresar a una cama aplastada por una montaña de mantas y al arrullo de una
madre, un lugar para sentirse seguro y amado.
“Campo Rojo” funciona como un manual para sobrevivir en
medio de la selva en un intento desesperado por seguir esa enseñanza que todo
buen padre dicta a su vástago: Que nunca te machaquen, que nunca te pisen. Pero
ese mensaje de mesa camilla es muy difícil de sustentar cuando sales de un piso
de trescientas treinta y una mil quinientas cincuenta y tres pesetas de
escayola y ruidos de vecinos para sobrevivir en una jerarquía determinada por
la siguiente escala social: Minina, pilila, pijo, pito, pirulo, carajo, rabo y
cipote y tú, en medio de tanta testosterona, llegas a la conclusión de que solo
es un pajarito cuatroojos, un Gafarras al que le gustaría ser el Niño Gusano.
Por eso “Campo Rojo” está determinado por el miedo. El miedo
que va del calorcito de la cama a la a la fila de comemierdas para entrar a la
escuela y sufrir las vejaciones de palabra, obra y omisión. Omisión del que
calla, obra a base de hondonadas de hostias consagradas y la palabra, la gran
protagonista de la novela. La densidad de palabras, palabrotas e insultos que
inunda las páginas es el atrezo imprescindible para pasar del yo os maldigo al
odio infinito. Palabras de agravio que se repiten y martillean nuestras cabezas
hasta perder la razón, una exhibición de fuerza tan potente como las palizas
más grandes de la historia. Palabras hirientes que siempre son sustituidas por
otras más ofensivas, y sirva de ejemplo el salto biomecánico que se necesita
para pasar de decir hijo de puta a convertirlo en eresunhijodelagranputa.
Y claro, es inevitable. “Campo Rojo” es una novela generacional
de cuando los deberes se hacían en la mesa de la cocina, decir 127, 850 o 1430 significaba
hablar de coches, y la tele todavía era en blanco y negro, justo antes de que el
color nos llegara en forma de Naranjito. Pero no te dejes vencer por la nostalgia,
si eres capaz de entrar en “Campo Rojo” debes prepararte para un viaje a la infancia
descarnada que acampa “dónde la ciudad deja de serlo y se confunden campo y descampados,
huertas y eriales.”
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