El placer de participar en La Noche Sin Techo 2009
Después de pensarlo muy poco me decanté por contar un cuento. Narrar una historia de forma oral para reivindicar esos momentos mágicos donde la voz es la protagonista, el pasaporte por el que se deslizó Alicia.
Al principio pensé en contar un cuento que publiqué en esta bitácora en el año 2007. Un cuento dividido en dos partes, la primera se titula “La última actuación” y la segunda, escrita por Carla González desde Santiago de Chile, “Las ranas del Manubles”. Pero después de darle un par de vueltas al asunto me pareció demasiado evidente contar en Ateca un cuento que transcurre allí mismo.
Fue entonces cuando topé con el autor Luís Mateo Díez y su cuento “El difunto se llamaba Ezequiel Montes” Tras una lectura apresurada, de esas que no te dejan respirar, vi en cada párrafo la posibilidad de remasterizar la historia para dotarla de algunos tonos personales tan necesarios en la narración oral. Así que me puse manos a la obra.
Os evitaré las reflexiones críticas sobre mi intervención pero, sin embargo, quiero compartir con los lectores de esta bitácora el texto que fue la base de la narración oral.
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El difunto se llamaba Ezequiel Montes aunque cuando apareció aún no era difunto. Era mediano de estatura, alto de cuello y corto de brazos. Fue un agosto caliente. Los chavales de la Peña los Apaches nos bañábamos en calzoncillos en las pozas del riachuelo sin nombre que discurría entre el Barrio del Piojo y el huerto del Torrino. Allí aprendíamos a nadar al estilo perro y cazábamos cucharetas.
Nos preguntó por el nombre del pueblo mientras liaba un cigarro. Ninguno de Los Apaches nos atrevimos a contestar, sin embargo, seguimos sus pasos hasta la Fonda La Talega dónde alquiló una habitación y pagó un mes por adelantado.
La llegada de Ezequiel Montes provocó numerosos comentarios en las calles, recelos en las cocinas y variadas teorías sobre el motivo de su visita. Cecilio, el dueño de la fonda, siempre lo defendió. «Es un hombre de pocas palabras» decía «Y su dinero es tan bueno como el de cualquiera»
Ezequiel Montes pasaba las mañanas en la cantina de la fonda, trasegaba copas de orujo y escribía cuartillas con una estilográfica. Por las tardes, tras la siesta, paseaba por el pueblo. Los Apaches le seguíamos por las veredas junto al río y en su ruta por la Peñuela y la Tejería.
Ezequiel Montes llevaba un mes entre nosotros cuando comenzaron las fiestas patronales. Ese día metió todas las cuartillas en un sobre y le pidió a Cecilio que se lo entregara a Doña Sagrario, la maestra que nos obligaba a cantar a la Virgen antes de comenzar las clases.
La noticia corrió como la pólvora y cuando Cecilio regresó, un nutrido grupo de vecinos, entre los que estábamos Los Apaches, esperábamos acontecimientos. El cantinero volvió sin contestación y confesó que Doña Sagrario había rasgado todas las cuartillas en cuanto supo el nombre del remitente.
Durante la cena conté en casa lo sucedido. Mi madre suspiró y dijo que era muy bonito estar enamorado. Mi padre tentó el porrón y sentenció «Pobre desgraciado»
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En la primavera se rasuró las barbas, estrenó una camisa de colores chillones y comenzó de nuevo a escribir con la estilográfica. Escribía a todas horas y con un ánimo tan desaforado que muy pronto hubo apuestas sobre el número de cuartillas que sería capaz de enviar a su amada.
La inspiración le duró hasta el último viernes de junio y solicitó a Cecilio que volviera a ser su mensajero. El cantinero se disculpó con excusas incomprensibles y deslavazadas. La tensión se podía cortar cuando me ofrecí a llevar aquel montón de cuartillas. Los hombres pararon las partidas de guiñote, las mujeres lanzaron grititos de admiración y el resto de Los Apaches vitorearon mi nombre hasta que desaparecí por la cuesta del Castillo en dirección a la casa de Doña Sagrario, la maestra que nos golpeaba con el borrador cada vez que olvidábamos el nombre de algún río por pequeño que fuera.
Regresé al anochecer. Entré en la cantina dónde los ojos de mi padre me auguraban una buena tanda de zurras. Ezequiel me preguntó si traía respuesta. Le dije que si, que Doña Sagrario había leído su carta con parsimonia y que había escrito una nota. Le entregué el sobre con toda la solemnidad de la que fui capaz. Lo abrió con paciencia, gustándose, con el placer de quien se siente observado. Sacó una tarjeta. Nadie pudo ver lo que en ella estaba escrito. Ezequiel suspiró, llenó su vaso de orujo, se lo bebió de un trago y, mientras sus ojos se iban apagando poco a poco, sacó su estilográfica del bolsillo superior de la chaqueta y me la entregó.
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Ezequiel celebró el 22 de noviembre “las bodas de oro de un soltero”. Acodado en la cantina recordó historias de esas que de tanto contarse terminan en leyenda. Los hombres del pueblo le acompañaron en copioso trasiego orujo hasta que la noche terminó en borrachera de cánticos regionales, exaltación de la amistad y los ecos amargos que trajo el alba, cuando Ezequiel regresó a su habitación con los ojos vidriosos.
Las mujeres cuchicheaban en las cocinas, los hombres mascaban la tragedia y los niños, al salir de la escuela, jugábamos a tula con un ojo en quien la lleva y otro en la puerta de la fonda.
Una semana más tarde Ezequiel puso pie sobre la nieve que cubría el pueblo. Había untado las botas de sebo y llevaba puesta toda la ropa que tenía. Algunos quisieron seguirle con al intención de vigilar su precaria salud, otros por el morbo de ver como Doña Sagrario le negaba el amor por tercera vez.
Ezequiel sintió la mirada de todo el pueblo sobre sus espaldas. Avanzó muy despacio para no resbalar. A mitad del recorrido, un extraño fenómeno meteorológico desbarató la expectación. Las nubes se arremolinaron sobre el pueblo, el aire construyó ventisqueros y los copos de nieve, silenciosos, densos y constantes naparon calles y plazas como no recordaban los más viejos del lugar. Todos nos fuimos a recoger bajo el techo de nuestras casas. Todos menos Ezequiel que siguió caminando hasta que la nieve lo cubrió por completo.
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Lo desenterraron cuatro días después en la esquina de la calle de su amada. El velatorio se hizo en los bajos del Ayuntamiento porque Cecilio no quería muertos ni en la fonda ni en la cantina «Esa malo para el negocio» decía.
El entierro de Ezequiel fue mi debut en las tareas de monaguillo. Lo fuimos a buscar con cruz, hisopo y agua bendita. Mosen Marcelino habló del difunto como si lo conociera de toda la vida. Las plañideras lloraron con una profesionalidad digna de admiración.
Al terminar la ceremonia religiosa los hombres cargaron a hombros el ataúd hasta el cementerio, las mujeres volvieron a sus casas y yo me fui hasta la barra de la cantina de la Fonda La Talega. Me senté en la banqueta que siempre ocupaba Ezequiel, cogí algunas de sus cuartillas y escribí, ayudado por la estilográfica que me había regalado, la historia que les acabo de contar.
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* Remix de un cuento con el mismo título de Luís Mateo Díez
Etiquetas: cuentacuentos, la noche sin techo