El Gran Belzoni en Abu Simbel
Ilustración
tomada de: http://weekly.ahram.org.eg/2001/521/trav11.jpg
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El Cairo en 1815 era un espectáculo para el viajero, una
ciudad bulliciosa y cosmopolita situada en el mapa gracias a las campañas
napoleónicas de 1798. Una guerra perdida por el general francés que sin embargo
levantó el telón del interés por la cultura egipcia. Al menos 250.000 personas
recorrían sus calles y bazares mientras los constructores islámicos
reutilizaban los grandes bloques de granito de pirámides y templos para la
edificación de las mezquitas más imponentes.
Pocos europeos vivían en El Cairo a principios del siglo XIX
más allá de representantes consulares, comerciales franceses, un pequeño grupo
de asesores gubernamentales y algunos viajeros, entre esos pocos encontraremos,
como se cuenta en los chistes malos, a un británico, un suizo y un italiano: Henry
Salt, Johann Ludwing Burckhardt y Giovanni Belzoni.
El cónsul Henry Salt llegó a El Cairo con la intención de
encontrar lo antes posible un artefacto arqueológico al nivel de la Piedra de
Roseta. Recién instalado conoció al viajero Burckhardt, un erudito que recibió
formación arábiga en Cambridge y en 1812 viajó a El Cairo para iniciar un
itinerario que lo llevó hasta Abu Simbel, el Mar Rojo, La Meca, Medina y vuelta
a la capital de Egipto.
El trayecto de Belzoni hasta llegar a El Cairo fue muy
diferente. Hijo de un barbero, nació en Padua el 5 de noviembre de 1778 y a los
trece años abandonó la casa paterna empujado por el deseo de ver mundo, un
deseo que nunca lo abandonaría. Su bagaje cultural se limitaba a unos
rudimentarios conocimientos mecánicos que amplió en Roma con algunas nociones
de hidráulica. En 1798 los ejércitos de Napoleón entraron triunfantes en la
ciudad eterna y Belzoni, con la edad de veinte años, se dirigió hacia el Norte
quien sabe si para evitar a los regimientos franceses. El final de la huida se
concretó en un pequeño comercio de Ámsterdam y, aunque desconocemos las
razones, no pasó mucho tiempo hasta que dejó el negocio y en 1803 se trasladó a
Londres. La capital británica una ciudad alegre, repleta de animados espectáculos
y de funciones teatrales, un buen lugar para Belzoni, un hombre imponente que,
con casi dos metros de altura y un fuerza descomunal, tuvo la excelente
oportunidad de ganarse la vida como gimnasta o incluso como actor de reparto.
Aunque desconocemos cuales fueron sus credenciales, lo cierto es que en el
verano de 1803 debutó en el teatro Sadler´s Wells con el nombre artístico de
«Sansón de la Patagonia» Durante tres meses ejerció de forzudo con un número
propio y participó en las representaciones de piezas breves de teatro que, a
modo de entremeses, se ofrecían al público entre las actuaciones principales.
Belzoni, pese a gozar de un éxito incipiente, no fue
renovado, por lo que se vio obligado a viajar por su cuenta. Pasó los
siguientes cinco años de feria en feria bajo el reclamo de su nuevo nombre
artístico. «El Hércules francés» terminó por convertirse en un personaje
popular en Londres y provincias gracias a un número de éxito en el que Belzoni,
más allá de mostrar su fuerza, introdujo efectos trucados, exhibiciones con
juegos de agua y números hidráulicos para los que adquirió conocimientos
básicos sobre levantamientos de pesos, el uso de palancas y rodillos además de
técnicas para equilibrar máquinas. Destrezas que más allá del mundo del
espectáculo le vendrían muy bien a un saqueador de tumbas y edificios del
Antiguo Egipto. En aquellos años de renovación también cambió su nombre
artístico por «El gran Belzoni», contrajo matrimonio y deambuló por el circuito
europeo de circos y ferias hasta que en 1815 llegó a Malta con la edad de 37
años y conoció al hombre que cambió su vida.
El capitán Ismail Gibraltar era un agente del bajá[1]
Mohamed Alí, un caudillo empeñado en encontrar el asesoramiento técnico para la
mejora de las explotaciones agrícolas, la industria y el desarrollo económico
en Egipto. Belzoni y Gibraltar se hicieron amigos de inmediato. El italiano se
animó a exponerle el funcionamiento de una nueva rueda hidráulica que bombearía
más agua con menos bueyes que las viejas
ruedas utilizadas por los agricultores egipcios. Tras algunas gestiones,
Belzoni pudo llevar a cabo una demostración que dejó impresionado al bajá, sin
embargo sus asesores desestimaron la nueva bomba porque provocaría una
importante reducción de la mano de obra necesaria para explotar los campos. La
consecuencia inmediata sería la pérdida de popularidad del bajá así que, por
insalvables cuestiones de táctica política, las ambiciones de Belzoni en el
terreno de la ingeniería hidráulica terminaron en una reunión con el cónsul Salt
y el aventurero Burckhardt. Un encuentro que cambiaría la historia de la
egiptología.
Fue el suizo quien mencionó los templos de Abu Simbel que
había descubierto en su reciente viaje, y a los que no había dado mucha
importancia sobre el terreno hasta que la perspectiva desde el Nilo, cuando se
alejaba a bordo de su barco en dirección sur, se encontró con la magnificencia de
una de las cuatro estatuas colosales que componían la fachada del mayor templo
de Ramsés II. Tiempo más tarde escribió en su diario «Si la arena pudiera
limpiarse, se descubriría un vasto templo»
La delicada situación económica de Belzoni hizo que se
decidiera a ser el suministrador de antigüedades para el cónsul Salt, buen
conocedor de la avidez de antigüedades encargadas por sus superiores en
Londres. La obtención de un busto de Ramsés II que Burckhardt había visto en
Tebas fue la primera pieza que inauguró esta sociedad en la que Salt se
encargaba de la financiación y de obtener los permisos necesarios para que el
30 de junio de 1816 Belzoni remontara el Nilo por primera vez.
El viaje sirvió a Belzoni para observar todas las
posibilidades económicas que tenía la enorme cantidad de antigüedades que
atesoraba a las orillas del Nilo, pero también descubrió las enormes
dificultades para negociar con las autoridades locales a las que tuvo que tuvo
que enfrenarse, sobornar y desarmar para encontrar mano de obra para sacar y
desplazar la escultura de Ramsés II hasta la cuenca aluvial del río. Sin
embargo el 10 de agosto de 1816 se encontró con la insalvable escasez de barcos
para trasladar el busto del faraón por lo que envió una carta a Salt.
Belzoni decidió, mientras esperaba la respuesta del cónsul,
navegar río arriba. Le impulsaba la curiosidad y las perspectivas de ampliar el
incipiente negocio de la venta de antigüedades. El viaje le llevó hasta Kom
Ombo, Asuán, la isla Elefantina y, tras dejar Kalabsha, llegó a El – Derr,
capital de la Baja Nubia, donde el gobernador lo recibió con suspicacias y la advertencia
de que la región situada río arriba se encontraba en guerra y era un lugar poco
seguro para que se adentrase un viajero. Sin embargo, dos días después Belzoni
llegó a Abu Simbel.
Su primer trabajo consistió en trepar hasta la cumbre de
arena que cubría el templo, calcular el volumen de arena que obstruía la
fachada y estimar la fuerza de trabajo necesaria para llegar a la entrada. El
siguiente paso fue una dura negociación con el jefe del poblado y la autoridad regional
que, por cursar el permiso para entrar en el templo, obtuvo la promesa de
recibir la mitad de los tesoros por descubrir. Belzoni accedió porque su
intuición le avisó que dentro no hallarían nada de valor.
Pero el oportunismo iba mucho más allá de la burocracia oficial
y las formalidades. Mientras algunos nativos intentaban asaltar el barco de
Belzoni, los trabajadores locales contratados también estaban dispuestos a
sacar todas las piastras posibles a aquel ingenuo occidental que, tras unas
duras negociaciones, consiguió una cuadrilla pero, para desgracia del italiano,
nunca recibieron sus salarios porque fueron a parar a manos del jefe del
poblado. El italiano, ante estas dificultades y lo menguada de la bolsa para
unos trabajos que se dilataban en el tiempo, decidió abandonar la empresa
momentáneamente, tomar nuevas energías y regresar con más piastras.
Belzoni regresó a Abu Simbel del 5 de julio del verano
siguiente y, aunque engrasó su amistad con el jefe local mediante la entrega de
algunos obsequios, los trabajos se reanudaron con la misma anodina lentitud.
Así que el italiano no lo pensó dos veces y decidió excavar con sus propias
manos. Irby y Mangles, dos capitanes en la reserva a quienes había encontrado
ávidos de aventuras en su navegación Nilo arriba, le ayudaron en la tarea. Era
el 3 de julio de 1817. Además de las duras condiciones de trabajo tuvieron que
hacer frente a algunos incidentes como los intentos de robo de las armas y los
útiles para la excavación, y soportar las veladas amenazas de los jefes locales
que, camufladas por ofertas de seguridad, pretendían evitar incidentes con los
trabajadores locales. Los europeos siguieron sacando arena hasta que el último
día de julio descubrieron la entrada al templo y tuvieron la prevención de
esperar al día siguiente por temor a encontrarse con un aire viciado.
Belzoni se encontró antes del amanecer con la sublevación de
la tripulación del barco causada por los bajos salarios y la falta de comida.
El italiano no hizo caso a las protestas y se marcho al templo seguido por los
marineros. La discusión continuaba y Giovanni Finati, interprete armenio de la
expedición, aprovechó para entrar en el interior del templo. Cuando los demás
se dieron cuenta de su ausencia, se dio por terminada la discusión y todos le
siguieron. Después de más de mil años la luz regresó sobre la majestuosidad de
las ocho gigantescas estatuas de Ramsés II, los relieves de las imágenes que
representaban la batalla de Qadesh en la que los egipcios derrotaron a los
hititas y al fondo, en una estancia más pequeña, las estatuas sedentes de los
dioses Amón-Ra, Heractes, Ptah y el propio Ramsés.
Belzoni buscó alguna antigüedad que pudiera transportarse,
pero apenas pudo llevarse nada mientras Beechey, secretario de Salt, se dedicó
a escribir largas descripciones de las escenas bélicas y de la ejecución de
prisioneros. El 4 de agosto partieron corriente abajo. Beechey regresó año y
medio después en compañía del viajero Bankes y el dibujante Linant. Trabajaron
durante varias semanas en el desenterramiento de los relieves de la fachada del
templo que servirían a Champollion para descifrar el misterioso mecanismo que
regía la lectura de jeroglíficos.
La leyenda de Abu Simbel había comenzado gracias a El Gran
Belzoni y la conjunción de los intereses puramente económicos con un incipiente
espíritu científico. Este magnífico hallazgo solo fue uno de los muchos
descubrimientos de un forzudo de circo al que los avatares de la vida
convirtieron en un experto ladrón de tumbas capza de transportar toneladas de
obeliscos, estatuas, papiros y pequeños enseres gracias a su pericia con las
palancas, los contrapesos y los sistemas hidráulicos. Belzoni es una figura
fuera de lo normal y, más allá del estereotipo del arqueólogo aventurero capaz
de enfrentarse a los peligros del viaje y a todo tipo de rufianes, contribuyo
sin pretenderlo a poner los cimientos de la egiptología científica actual.
Bibliografía
Fagan, Brian. El
saqueo del Nilo. Crítica. Barcelona, 2004.
Parra, José Miguel. “Abu Simbel, el templo rescatado de la
arena”. Historia National Geographic Número
123: 20-34.
[1] m. Se
aplica a hombres que ostentan algún mando superior en el ejército o en alguna
demarcación territorial.
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