Irene Vallejo decidió ser escritora a los ocho años. Se lo
confesó a José Luís Melero en una charla con público que se desarrolló el
pasado 16 de julio en los refrescantes depósitos de agua del Parque Pignatelli.
Vallejo situó su confesión en una casa que ya estaba llena de libros antes de
que ella llegara y en la se implantó la tradición de que cada día se terminaba
con sus padres leyendo en voz alta al pie de su cama de manera que, en lo más
íntimo del hogar, se colaban mundos impensables y aventuras que invitaban a
vivir otras vidas muy alejadas del acoso escolar. Los recuerdos infantiles de Vallejo
se llenan de la oralidad de una madre rapsoda que llenaba el silencio con
gestos y que utilizaba esas triquiñuelas de hacer como que el relato tiene que
acabarse ya porque fíjate hija mía que tarde se nos ha hecho, pero tan solo es
una manera dramática de posponer el final para que la audiencia de un respingo
sobre la cama y reclame más y más tiempo de lectura en voz alta y así, de a
poquitos, la cabeza de Vallejo se llenó de frases que resonaban como un canto o
una plegaria y que tenían su extensión exterior en una diminuta biblioteca
instalada en el Parque Grande de Zaragoza que le proporcionaba la emoción de
los tebeos de Asterix, Tintín o Zipi y Zape. En ese medio ambiente Irene
Vallejo mezcló con absoluta naturalidad la dramaturgia de la oralidad, las
viñetas de los tebeos y las historias mitológicas que su padre introdujo a través del viaje de
Ulises que, sin saberlo, sembró la semilla de lo que pasado el tiempo sería la
pasión de cuando una zagalica eligió el mundo clásico para realizar sus
estudios universitarios. Ahí tienen la fórmula química que utiliza Irene
Vallejo para para elaborar “El Infinito en un junco”, un espacio literario
dónde lo sustancial es caminar gracias a la documentación académica del texto
escrito, la fluidez del oído acostumbrado a escuchar, y al manejo de las letras
como los átomos que la alquimia de la escritora emulsiona en unas páginas que
unen el conocimiento clásico con una importante musculatura narrativa.
La autora despliega todo su conocimiento del mundo clásico de
la misma manera que ella se lo atribuye a la forma de escribir de Herodoto:
“contiene una fascinante mezcla de mentalidad antigua y asombrosa modernidad.”
y ese rasgo revolucionario de “entender nuestra identidad si la contrastamos
con otras identidades, porque siempre “es el otro quien me cuenta mi historia,
el que me dice quién soy yo.” En las páginas de “El infinito en un junco” Irene
Vallejo nos regala gran parte de su vida para contarnos quien es ella, desde la
cama de su infancia hasta los colegiales que la excluyeron, de los profesores
que allanaron su camino hasta sus viajes como investigadora y todo envuelto en
su gran ilusión por alcanzar ese sueño de ser escritora. Este mecanismo
narrativo es perfecto para que el lector aproveche la tentación de volver a su
pasado y, ¿por qué no?, convertirlo en esa leyenda de gestas que, como cualquier
civilización, consagra héroes para abonar el orgullo propio. El libro tiene
muchas capas que permiten diferentes tipos de lectura pero, sin duda, la gran
experiencia es descubrir nuestra propia página en blanco que puede empezar en
las líneas de la mano y discurrir por todo el cuerpo que, transfigurado en
pergamino, contiene “cicatrices, arrugas y manchas” de esas que “relatan una
vida.” Y quizás lo que pueda resultar sorprendente a primera vista es que toda
esta experiencia narrativa se condensa en un ensayo que no renuncia a su
evidente peso académico cuya punta de iceberg son las cuarenta páginas
dedicadas a agradecimientos, notas, bibliografía y un índice onomástico, pero
no se dejen engañar, ya han pasado los tiempos en los que relacionábamos un
ensayo con un tocho insufrible en el que el autor, además de aportar todo sus
saber sobre una materia, se dedicaba a potenciar un lengua técnico y elitista
que en lugar de mostrar el camino, lo oculta y entorpece. Irene Vallejo comunica
sus ideas con una mezcla perfecta para
la forma de escribir un ensayo del siglo XXI que, con un robusto armazón
académico por el que pueden transitar especialistas y los más interesados en el
objeto de estudio: “La invención de los libros en el mundo antiguo” , sin
embargo, la distribución del espacio, la fontanería y el cableado eléctrico del
libro desborda páginas repletas de historias con una potente musculatura
narrativa que a veces parece un cuento y otras un vendaval de referencias
cinematográficas, literarias y musicales que unen el mundo clásico con lo
contemporáneo, con esas bases culturales que compartimos y que se nos presentan
como pequeñas cajitas dentro de un gran contenedor en el que Irene Vallejo nos
invita a tomar asiento bajo el árbol del conocimiento que proporciona la sombra
del que a gustito me encuentro aquí: Ese lugar donde el mito, sin ser un
acontecimiento histórico, se revela como una realidad que siempre está
presente, como en el dormitorio en el que los padres de Irene Vallejo le desvelaban
un mundo donde los libros eran manuales de sueños, esas historias que, cuando
nos hacemos adultos, también ocupan un lugar en nuestra vida.
“El infinito en un junco” nos recuerda que si la escritura
nació para contabilizar cabras, espadas, ánforas de vino, largas listas de
naves griegas que combaten contra los troyanos o una lista de diez
mandamientos, su deriva nos ha llevado hasta la belleza del verso que se fija
en la mirada del amante, un acto creativo para embellecer el mundo que nos
rodea. Pero también es la palabra que nos ayuda en la discusión colectiva de
las inquietudes políticas, a no generalizar las culpas, palabras sin burlas,
sin odios, palabras que son duelo y cicatriz y que nos ayuden a comprender al
extraño porque, si Irene Vallejo nos recuerda que Herodoto se esforzaba por conseguir
que la línea divisoria entre la barbarie y la civilización nunca es una
frontera geográfica, sino una frontera moral dentro de cada pueblo y cada
individuo, por eso a mi me gusta pensar que son las palabras que usamos las que
van a llevarnos ese sueño, que si somos capaces de conseguir que la educación,
las costumbres y el sistema político nos permita seguir contando historias de
pueblos lejanos y vecinos cercanos sin juicios peyorativos tal vez acertemos a
comprender que “la verdad es huidiza, que es casi imposible desentrañar el
pasado tal y como sucedió porque solo disponemos de versiones diferentes,
interesadas, contradictorias e incompletas de los hechos.” Así que, como decía
el profesor Carmelo Romero en una de sus clases, quizás nuestra máxima
aspiración debería ser comprender los motivos y las circunstancias de cada
periodo histórico, y yo me atrevo a añadir que personal, antes que vestirnos de
toga y juzgar con el golpe de un mazo.
Irene Vallejo, durante la charla con José Luís Melero,
confesó que se sentía huérfana de lectura en voz alta porque una vez cruzado el
Rubicón de la infancia nadie nos vuelve a leer al pie de la cama, en el banco
de un parque o en el sofá y manta del último invierno. Pero eso no es del todo
así, al menos desde que Ramón Acín en un curso de lectura me descubrió el
placer de leer bisbiseando. Ese ejercicio mecánico de mover músculos, labios y
lengua junto al rumorcito de mi voz me ayuda a sentir si el texto que tengo
tras las gafas es orgánico, enrevesado o diabólico, por eso, cuando Irene
Vallejo alude en su libro al lector silencioso que lee sus palabras, a mí me
daba la risa de quien está leyendo en voz bajita cuando el balcón de mi casa era
la salida de escape al confinamiento: “El infinito en un junco” es una
autopista que aunque parece que te conduce por la historia del libro en el
mundo antiguo, en realidad te invita a mirar por espejo retrovisor de tu vida,
de tus lecturas, de tu corazón.
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