Doce sin piedad: Del teatro a la posverdad
El
pasado 20 de Enero el grupo aficionado Knuck Teatro en colaboración con Teatro
Bicho y bajo la dirección de Fran Martínez representaron la obra “Doce sin
piedad”, una función que nos habla de la reunión de las doce personas que
componen un jurado enclaustradas para decidir si declaran inocente o culpable a
un joven acusado de matar a su padre, en lo que significaba una vuelta al
clásico cinematográfico de los años cincuenta “Doce hombres sin piedad” de
Sidney Lumet; o a la realización de Gustavo Pérez Puig para el Estudio 1 de TVE.
Y fue precisamente el recuerdo de ese programa difuminado en blanco y negro el
que se ancló en mi cabeza durante el trayecto hasta llegar a la Bóveda del
Albergue, ese híper activo ámbito de agitación cultural, donde se iba a
representar la función. El recuerdo me dejó preocupado porque solo podía ver la
primera escena del Estudio 1 con la presentación de unos personajes a los que conocemos
gracias a un recurso tan alejado del teatro como el primer plano televisivo,
que nos mostraba unas cuantas sobreactuaciones gestuales que restaban a la
historia credibilidad y verosimilitud a la historia, dos cualidades imprescindibles
que una obra de teatro tiene que mantener intactas para que el interés del
espectador no se desvanezca.
La
primera sorpresa agradable llegó al comprobar que el espacio de la
representación no era el habitual y la sensación de claustrofobia necesaria
para contar la historia se iba a producir porque el público rodeaba muy de
cerca el espacio que ocuparían los actores y, si esta configuración puede parecer poco efectiva para que el
público perciba con nitidez el desarrollo de la obra, sin embargo, la evidente
pérdida de perspectiva visual se compensa con creces porque las acciones
teatrales se perciben mucho más cercanas y la piel del espectador, inmerso dentro
de la dinámica de la acción teatral, a veces tan solo escucha la voz de un
personaje sin capacidad para diseccionar su gestualidad o viceversa, a veces
tan solo tienes la información gestual de alguien que, aunque en silencio,
escucha, reflexiona, construye una argumentación o navega en un mar de dudas.
La
segunda sorpresa agradable llegó con la entrada al espacio escénico de los
actores: Pasos lentos y coreografiados, dejándose ver para que el espectador
caiga en esa tentación diaria de etiquetar al resto de homo sapiens para
situarlos en el sitio correcto dentro de ese catálogo que recoge las múltiples
personalidades que adornan a la condición humana. Sin embargo muy pronto nos
daremos cuenta que la función no va de etiquetar, subrayar o colorear, el reto
de este texto es descubrir la valentía intelectual de aparcar las certezas para
enfrentarte a las dudas y, en medio de un dilema, chequear todos esos
prejuicios que terminan por convertirse en influencias tóxicas para alimentar
dogmas, estereotipos y simplificaciones de un mundo cada vez más complejo y
así, el espectador avisado se encuentra ante una encrucijada que le permitirá
apreciar la gran diferencia que existe entre usar nuestra capacidad de
persuasión ante una realidad siempre resbaladiza, o como el relativismo de las opiniones
previas son las vitaminas para terminar
manipulando la verdad hasta convertirla en una realidad paralela que tanta
preponderancia ha tomado en este inicio del siglo XXI, la posverdad que Miguel
del Fresno define como la formación de una opinión única e inmutable construida
sobre las emociones o creencias personales. Algo que va mucho más allá de las
evidencias y que está relacionado con las dudas razonables que deberían acotar
todas nuestras certezas.
El
éxito de la función consiste en que, más allá de la concepción espacial o física
de la representación, las reflexiones sobrevuelan el ámbito emocional que empuja
hasta el desenlace final donde se enfrentan dos maneras de entender la vida. La
diversidad de opiniones, por muy polarizadas que estén, es una buena noticia
siempre y cuando el respeto y la educación estén presente en ese ir y venir de
ideas que no es otra cosa que el fluir del conocimiento, de la experiencia y
del pensamiento. Y para convertir este ejercicio en un espectáculo teatral es
imprescindible la participación de unos actores que comprendan la función como
una de esas frases musicales donde la nota se desplaza de la tónica a la
dominante para regresar a la tónica y así, en un ir y venir de tu argumento al
mío, ver la vida transcurrir, que los diferentes potenciales produzcan un flujo
de intensidad intelectual. Ese fue el gran trabajo actoral que, más allá de algún
microsegundo de retraso en la respuesta que necesita la inmediatez de la vida,
consigue fluidez y un dibujo bien definido de los personajes, un trabajo
actoral complicado porque se trata de reproducir la vida conla obligación de
contener las interpretaciones en favor de un crescendo emocional que terminó
con un merecido y atronador aplauso del público.
Etiquetas: La Bóveda del Albergue, reseña, reseña teatro, teatro, Teatro Bicho, Teatro Knuck