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Estoy de vacaciones:
Para Arturo Giménez
Juan Palomo huyó de su pueblo para darle esquinazo al sempiterno soniquete del yo-me-lo-guiso-yo-me-lo-como y, como todo hijo de vecino de la pedanía La Flor de la Peña, se planteó la mejor manera de enfrentarse a la tradición no escrita que encauzaba el futuro de los florepeñanos varones y mayores de edad hacía tres caminos posibles.
El primero de ellos empezaba en el seminario de Zaragoza, continuaba en la sacristía de algún pueblo olvidado de la mano de Dios y terminaba en las misiones de algún país secuestrado por los narcos o sumergido por la corrupción oficial.
El segundo transitaba por la senda del trabajo manual en el gremio de los lampistas, una profesión que fundía los fundamentos tecnológicos de la electricidad y la fontanería en una visión global de la reparación, el diseño y la instalación de regatas y canalizaciones para la industria, las viviendas y los viales públicos.
El último de los itinerarios seguía la vía castrense. Un arduo camino sembrado de privaciones, sacrificios y penalidades cuyo único y diáfano objetivo era el de servir a la patria. Tenía la gran ventaja de poder elegir cualquier especialidad dentro de los tres bastiones sobre los que se sustentaba la defensa nacional y que eran los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire.
Juan Palomo eligió la milicia porque pensó que la marcialidad, la jerarquía y la disciplina impedirían la utilización jocosa del sempiterno soniquete del yo-me-lo-guiso-yo-me-lo-como que lo había perseguido desde el día de su bautismo. Nada más alejado de la realidad. Doscientos cuarenta y tres voluntarios en formación de a seis le gritaron al unísono el manoseado soniquete del yo-me-lo-guiso-yo-me-lo-como, todo ello durante la primera noche de retreta en el Regimiento de Artillería Mixta Número 92. La dolorosa rima asonante que hasta aquel momento había sido motivo de mortificación y martirio, se reveló en buena nueva y Juan Palomo se sumó al cachondeo general que provocaba tan burdo poema y decidió hacerse cocinero. Su intrépida carrera militar desfiló entre pucheros, cazuelas como plazas de toros y toques de fajina.
Juan Palomo puso tanto interés que logró transformar el tufillo a broma del sempiterno soniquete en vertiginoso ascenso desde los fogones más chusqueros hasta la organización del banquete del día de las Fuerzas Armadas con su Majestad y Tocayo Don Juan Carlos I como invitado especial. Juan Palomo llegó a la cumbre cuando el Capitán General de Todos los Ejércitos alabó el plato principal de la minuta que respondía al nombre de “Criadillas de toro de lidia guisadas a la manera del yo-me-lo-guiso-yo-me-lo-como”
Las mieles del éxito no mermaron el carácter campechano de Juan Palomo que regresó sin más alharacas a las cocinas de rancho, tropa y campos de maniobras. Recorrió todos los destinos en los cuerpos de artillería, infantería y caballería del suelo patrio, viajó a lo largo del mundo en destacadas misiones de logística humanitaria y hortofrutícola, por todos los lugares por los que pasó dejó huella con su magnífica cocina y, cuando le llegó la hora del pase a la reserva activa, recibió la medalla al mérito culinario sin derecho a pensión y con un diploma de agradecimiento por los servicios prestados a nombre del Brigada Juan Palomo yo-me-lo-guiso-yo-me-lo-como.
Juan Palomo regresó a su pueblo del que salió con el mote entre las piernas y al que volvía orgulloso con una vida de aventuras y mil historias por contar. Su llegada a La Flor de la Peña coincidió con el inicio de las Fiestas Patronales y el despilfarro colorista de guirnaldas, confeti y banderolas. Una olvidada algarabía de charanga se adueñó del reservista. Las canciones reverdecieron sus ánimos festivos en un pasacalles que desembocó en los medios de la Plaza Mayor, remozada a mayor gloria de los fondos de cohesión europea. El pilón de los siete caños había sido sustituido por una incomprensible escultura de alabastro, los remolques engalanados de los tractores intentaban transformar la cuadratura en albero y al cobijo de la balconada municipal una ristra de políticos corta cintas, inaugureitors de campaña y flamantes calvas de la recalificación.
El mayoral siguió una tradición no escrita y desencajonó la primera vaquilla antes de que el cohete de aviso despejara la plaza para lucimiento de toreros, maletillas y recortadores. Juan Palomo ni siquiera la vio, sólo escuchó los gritos agudos de una señora con peineta y el murmullo del uyuyuy justo antes de sentir un contundente topetazo en la retaguardia que lo envío de morros al suelo. El miedo electrificó un salto y desapareció a la carrera entre la algarabía general que empezó con el tradicional: “Salisteis a torear con tu hermano de pareja. Como no te acompañó te quedaste sin oreja” pero los más viejos del lugar no tardaron en reconocer al hijo pródigo y de inmediato recuperaron la antigua tonada del yo-me-lo-guiso-yo-me-lo-como.
Juan Palomo se instaló en la casa familiar y no regresó a la Plaza Mayor hasta pasado un año. Lo hizo en el más alto de los remolques que circunvalaban el ruedo presidido por el Ayuntamiento de nueva planta y que había jubilado al antiguo edificio municipal, se sentó sobre la tela listada a colores de una silla plegable y un murmullo premonitorio acompañó la suelta de la primera vaquilla desencajonada antes de lanzar el cohete de aviso para que chicos, chacos y charangueros desalojaran el soñado redondel. La res salió de estampida, corrió desbocada como si de un pollo sin cabeza se tratase, hizo caso omiso a los engaños que le mostraron los mozos, saltó sobre el remolque más engalanado con tanta precisión que fue a clavar la cornamenta en el trasero despavorido del ex cocinero. Juan Palomo desapareció a la carrera entre la algarabía general del yo-me-lo-guiso-yo-me-lo-como.
Juan Palomo no regresó a la Plaza Mayor durante todo el año y el día que comenzaron las Fiestas Patronales sacó la silla plegable a la puerta de su casa donde disrutó de la sombra de los plataneros, de la lectura de recetas de cocina y de la conversación de los escasos habitantes que no disfrutaban del espectáculo taurino.
Juan Palomo escuchó con indiferencia el pum del cohete de aviso hasta que unas voces lejanas aumentaron en volumen y doblaron la esquina en forma de risas premonitorias. Las pezuñas de la vaquilla resbalaron en zigzag sobre el empedrado con la puntería suficiente para estamparse contra el culo mosqueado del cocinero más brillante del Ejercito Español que desapareció entre la algarabía general del yo-me-lo-guiso-yo-me-lo-como.
Juan Palomo huyó de su pueblo para darle esquinazo al sempiterno soniquete del yo-me-lo-guiso-yo-me-lo-como y, como todo hijo de vecino del la pedanía La Flor de la Peña, se planteó la mejor manera de enfrentarse a la tradición no escrita que encauzaba el futuro de los florepeñanos varones y mayores de edad hacía tres caminos posibles.
Esta semana pasada se presentó en
La gran idea de esta presentación fue llevar el maridaje de la literatura y el vino hasta su culminación más allá del papel para mostrarnos a los escritores con sus cuentos y el vino en todo su esplendor, en el mejor de los lugares posibles: Vertido en un copa.
Los responsables de Enate tuvieron el acierto de regar la presentación con tres vinos que bañaron las palabras de los escritores, a saber: Enate Chardonnay Barrica 2003, Enate Tinto Crianza 2003 y Enate Varietales del Dos Mil Dos.
Con la base de los vinos citados, la presentación literaria se transmutó en una clase magistral de cata a cargo del enólogo Jesús Artajona. Y es aquí dónde me quiero parar.
Jesús Artajona desplegó sus conocimientos técnicos sobre la elaboración de vinos de alta calidad y alcanzó las más altas cotas de la interpretación artística. Nos arrastró con su pasión, con su verbo fácil y con la expresividad de su rostro hasta el mundo alambicado de los nombres químicos que fermentan el vino, a la dulzura de los aromas que detentan los caldos blancos y a la estructura tánica que transita en la sangre de los tintos.
Todos hemos leído alguna vez la ficha de cata en la etiqueta de las botellas de vino. Esa especie de jeroglífico de colores, olores y sabores que nos deja patidifusos por su profusión, por su hermetismo.
Jesús Artajona fue capaz de barajar todos esos términos técnicos hasta dotarlos del cuerpo robusto de la buena literatura en una disertación brillante, entretenida y didáctica. Una conferencia poblada de anécdotas bien contadas, datos objetivos y sabiduría intelectual.
Este fin de semana se representa en el Teatro de la Estación la obra “El señor Ibrahim y las flores del Corán” en una versión teatral de Ernesto Caballero sobre un relato de Eric- Emmanuel Schmitt. En la obra intervienen Julian Ortega y Juan Magallo, este último obtuvo el premio Max a la mejor interpretación por este papel. Y fue a este actor a quien entrevistó Rebeca Cartagena en el Heraldo de Aragón para preguntarle, entre otras cosas, sobre como vivía la religión. La respuesta adelanta una de la líneas dramáticas de la obra: “Hay algo que la mente humana no puede entender y es un error tratar de buscar explicaciones en las cosas con leyes humanas. Eso es confundir los deseos con la realidad. La obra habla de cómo se puede superar las diferencias si se mira más allá de los estereotipos”
En el señor Ibrahim y las flores del Corán se muestra un mundo dónde las diferencias religiosas han sido sustituidas por las similitudes humanas. En esa tesitura, es posible que las relaciones entre un anciano islámico y un joven hebreo comiencen por la amistad y terminen en un potente sentimiento paterno-filial.
El primer consejo que Ibrahim le regala a su discípulo es la sonrisa. El viejo defiende la tesis de transitar por el mundo con una sonrisa en ristre, ese pequeño gesto es capaz, por sí sólo, de cambiarlo todo. Pero la vida se empeña en seguir con sus curvas y un viaje precipita la fusión entre protagonista y antagonista.
En los tiempos que corren es muy fácil escapar de nuestro espacio cotidiano para buscar las respuestas en otros espacios. Ibrahim nos muestra que la solución para curar nuestras heridas intangibles no esta en andar el camino hasta otros lugares, su propuesta consiste en girar, girar y girar en torno a nuestro corazón con una mano mirando al cielo y la otra anclada en la tierra hasta que todo lo malo escape de nuestras entrañas. En esa rotación sin fin, similar al equilibrio del universo, se produce la herencia de lo material en forma de tienda y de la sabiduría en forma de libro, un texto libre de doctrinas y cultivado con “las flores del Corán” esas que son capaces de perfumar un universo dónde los conceptos no están escritos en los diccionarios que nada pueden explicar de la condición humana ni del efecto mariposa de una sonrisa.