La curvatura de la córnea

27 febrero 2006

Sueños y Delirios (Lo que no se vio)


El pasado 21 de febrero se estrenó en el Teatro de la Estación el montaje "Sueños y Delirios" dirigida por Jesús Bernal. La función estuvo compuesta por una serie de monólogos de personajes de lo más variopinto que nos contaron sus deseos, sus ilusiones, sus miedos y sus frustraciones.
Reparto por orden de aparición:
Julián Ureta
Laura Lozano
Adrielle Roza
Isabel Ciria
Marta Izquierdo
Natalia Lausín
Luna Gay
Fernando Porquet
Carolina Kuhl
Gorka Ortego
Javier López

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Del Testaccio al Moisés



Por fin lo habíamos conseguido: Nos colábamos en tranvías y autobuses sin cargar con el remordimiento de conciencia. Pero claro, la dicha dura poco en la casa de un pobre. Viajábamos en el bus número 30 para ira hasta Porta San Paolo cuando dos monjitas picaron su biglietto integrato gionaliero, la moralidad se fue al traste y regresó el desasosiego, eso sí, seguimos sin pagar en los transportes públicos bajo una precaria justificación: Tal vez sólo lo hacen los miembros revestidos de la Iglesia Católica.
Nos dirigíamos al corazón del Testaccio para visitar el Cimitero Accattolico fundado en 1738. Esta necrópolis ofrece descanso eterno a los extranjeros que morían en Roma. La puerta de acceso estaba cerrada y tras las verjas no encontramos la campanilla que, según la guía de viaje, daría aviso de nuestra presencia. Así que nos vimos privados de pasear por uno de los lugares más tranquilos de la ciudad.
***
Una mujer danzaba al ritmo detenido del Tai-Chi junto al mirador del monte Aventino. La metrópoli nos recibió de perfil, recostada en cúpulas y con la mirada sobre el Tiber, la Isola Tiberina y los carros alados que culminan el monumento a Víctor Manuel II en la lejana Piazza di Venezia.
La calle adoquinada Clivo di Rocca Savella nos llevó hasta Santa Maria in Cosmedin. El campanario románico me recordó a las maravillosas construcciones del leridano Valle del Boi y de nuevo la mala suerte. El interior de la iglesia se encontraba en plena fase de restauración y no disfrutamos de su penumbra, en medio de la cual, según cuentan las crónicas, puedes transportar el espíritu a lo largo y ancho del tiempo.
Este nuevo revés nos puso la mosca detrás de la oreja y nuestros cuerpos salerosos en reata de un ciento de orientales. Uno de ellos me ofreció una sonrisa descomunal y una cámara de tecnología extraterrestre. Los retraté uno a uno, a pares, por triadas, en grupitos de a cinco y hasta colocados como un equipo de fútbol. De telón de fondo la Bocca della Veritá. Un disco de piedra del siglo XII que tiene grabada la imagen de un dios marino que según dice la leyenda, muerde la mano de los mentirosos. Los orientales escaparon sin mordisco alguno y nosotros, tras un segundo de duda, también.
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El Arco di Giano se levanta sobre la Cloaca Masima y no tiene nada en común con los tradicionales arcos del triunfo ya que se utilizaba para proteger a los comerciantes de ganado de las inclemencias del tiempo. Buscaba un encuadre original cuando un Fiat Punto paró a nuestro lado. Lo conducía un señor muy bien trajeado que nos llamó a voces. Agitaba un mapa turístico, una lujosa tarjeta de visita y lamentaba su mala pata. «Soy el representante en Europa de Pierre Cardin» decía. «Me he perdido y no se como llegar al Vaticano» Le indiqué en el mapa que siguiendo junto al río solo tenía que contar siete puentes y cruzar por el dedicado a Víctor Manuel II. Me extrañó tanta alegría y cuando confesó que su mujer era española, «de Valencia» dijo, al tipo ya lo tenía colocado en la lista de sospechosos. Dio gracias a Dios por encontrar dos buenos samaritanos dispuestos a ayudar al despistado. Detuvo la retahíla y preguntó por nuestra altura «para calcular la talla con exactitud» afirmó. «Os voy a regalar unas prendas exclusivas de la próxima temporada y valoradas en más de mil doscientos euros» ¡Mira por dónde!, allí, en el asiento de atrás, tenía dos chaquetas que nos quedarían de perlas. Estuve a puntito de asir aquella bolsa, tan cutre como sospechosa, cuando el dicharachero desorientado me mostró un montón de tarjetas de crédito que, ¡vaya casualidad!, no funcionaban. La alegría se tornó tristeza y, ¡aja!, confesó que necesitaba dinerito contante y sonante para llenar el depósito del utilitario. Me negué a entregarle ninguna cantidad mientras los ojos de la prevención vigilaban la retaguardia. Por entonces ya estaba convencido de que éramos las victimas de un novedoso sistema de atraco al turista panolis y despistado. Pero la cosa no fue a más. El gancho se largo pitando y volvió a detenerse a poco más de cien metros de dónde nos había dejado boquiabiertos. Captó la atención de otra pareja de turistas y comenzó el cortejo. Esperamos unos minutos y vimos como los pardillos se rascaban el bolsillo y conseguían la bolsa con las exclusivas chaquetas que, por cierto, no llegaron a probarse.
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Accedimos al Trastevere a través del Ponte Palatino. Tres gaviotas desfilaban a paso marcial a modo de guardia pretoriana y sólo dejaron nuestra compañía al llegar a las inmediaciones de la Piazza in Piscinula, desde dónde nos dirigimos hacía Santa Cecilia in Trastevere. El pequeño jardín con fuente que precede a esta iglesia hace las funciones de barrera y le concede una paz especial. Tengo deferencia hacia Santa Cecilia por dos motivos: Su onomástica coincide con mi cumpleaños y además, es patrona de la música. Algunos dicen que inventó el órgano. Lo recordé al traspasar el umbral del santuario y escuchar una deliciosa composición musical que una monja interpretaba a las teclas de ese instrumento. Una estatua acostada del escultor Stefano Maderno y datada en 1599 sitúa a la Santa en la parte inferior del altar principal.
La Via Anicia une la representación de la muerte con uno de los majestuosos Éxtasis de Bernini en la iglesia San Francisco a Ripa. El trayecto entre los dos templos fue acompañado por el ensayo desafinado de un cornetín de órdenes que algún recluta sordo trajinaba tras las tapias de un cuartel
El centro del barrio radica en el entorno de la Piazza di Santa Maria in Tratevere que encontramos sembrada de serpentinas, confetis de colores y niños recogiendo los caramelos que un señor, con pinta de padrino en un bautizo, tiraba a diestra y siniestra. La iglesia, del mismo nombre que la plaza, ocupa uno de los laterales y destaca por sus mosaicos, tanto los que se lucen en la fachada como en la excepcional cúpula del ábside. Capítulo aparte merece al pavimento cosmatense que data del siglo XII y que consiste en una decoración a base de usar pequeñas piezas de mármol de colores y crear complicados diseños geométricos.
El bullicio diurno era considerable entre repartidores, ancianas de compra, niños disfrazados y unos pocos turistas. Detuvimos nuestro recorrido en al Bar Calisto. En su pequeña terraza tomamos un par de capuccinos para reponer fuerzas y regresar, cruzando la Isola Tiberina, hasta la otra orilla. Paseamos por las calles del Il Ghetto judío y llegamos a la Fontana delle Tartarughe que nos encontramos —era la tercera vez en ese día— clausurada , esta vez por restauración.
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Para subir a la Piazza del Campidoglio teníamos dos posibilidades. Patear los 122 peldaños que desembocan en la iglesia de Santa Maria in Aracoeli construidos en 1348 o ascender por la escalinata de la Cordonata, diseñada 200 años más tarde por Miguel Ángel. Este duelo arquitectónico resumía lo mucho que cambiaron los conceptos religiosos. La escalera de Aracoeli reflejaba la religión medieval, una época dónde el cielo se ganaba a base de una vida dolorosa. Sin embargo el humanismo del siglo XVI preconizaba una vida más agradable para llegar al final de la vida y acceder a la salvación.
Tras la plaza, el impresionante Arco di Settimio Severo te introduce al antiguo Foro Romano. Pasé muchos minutos escrutando aquellas ruinas intentando calibrar el esplendor el Imperio pero… no pude. Paseamos entre piedras, capiteles y restos de calzadas. Leí con fruición la historia de todos aquellos edificios pero… no sentí la pasión de reverdecer los laureles de la Antigua Roma. Anduve cabizbajo y un poco decepcionado porque era la primera vez que la falta de emoción histórica ganaba la partida después de tantas alegrías como me ha dado en otras latitudes.
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Un nutrido grupo de carabinieris fumaban como carreteros a los pies del Coliseo Echaban un ojo a una escuadra de soldados romanos que andaban a la caza del turista ávido de foto. No estaba de humor para hacer el ganso con aquellos figurantes y, aún sabiendo que acabaría por arrepentirme, pasé de ser inmortalizado junto a los guerreros del Imperio.
El Anfiteatro Romano es uno de los iconos de la ciudad, reproducido millones de veces y, pese a todo, sus 189 metros de longitud, los 100.000 metros cúbicos de piedra y las 300 toneladas de hierro para grapas que unen las piedras, te dejan asombrado por la magnificencia arquitectónica.
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La noche caía en la escalinata de acceso a San Pietro in Vincoli. cuando me encontré cara a cara con el profeta. El crepúsculo y la penumbra, que no quise rasgar por el módico precio de un euro, nos separaba sin remisión. El Moisés esculpido por Miguel Ángel seguía enfadado con sus hermanos que adoraron al becerro de oro. Envuelto en sombras no pude descubrir el rasguño que, según cuenta la leyenda, el genial escultor propició en la rodilla del patriarca tras lanzarle un martillo.
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Un luminoso verde citó al hambre que nos mordía el estómago. Sonreímos con complicidad y, en el corazón de Roma, cenamos en un restaurante hindú.

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24 febrero 2006

Devoción


Peticiones a los pies de San Antonio

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19 febrero 2006

Del Vaticano a Campo Marzio


La bruja Sira ya me había avisado: Los romanos no pagan en los transportes públicos, así que hice caso del dicho popular, allá dónde fueres haz lo que vieres, y nos plantamos por la filosa en la puerta de los Museos Vaticanos. Tomamos el autobús 110 en Porta Maggiore, trasbordo en Termini para coger la línea A de metro hasta Octtaviano. Es imposible perderse porque cojas el camino que cojas todas las señales indican hacía San Pietro.
Las bolsas por la cinta de seguridad y nuestro palmito por el arco de detección de metales y otras sospechas. Tras el registro tuvimos que esperar a la cola de una fila políglota. Migue tuvo algún problemilla con su entrada, daba igual como introdujera el ticket en el torno, aquel artilugio se dedicaba a pitar con estridencia y a emitir un destello rojo. Segundos de tensión hasta que llegó un carabinero y todo su repertorio de gestos, lo juro, aquel señor era la personificación de la mímica tópica que se les aplica a los italianos. A cámara lenta, deteniéndose en los detalles, gustándose como un torero, el representante de la autoridad pronunció un lánguido y prolongadísimo «Señora mía», introdujo el comprobante y pies para que os quiero.
Accedimos hasta las galerías del piso superior dónde se exponen los tesoros artísticos del Vaticano. Cruzamos sin detenernos y jurando por estas que volveríamos en otra ocasión para una visita como Dios manda. Paso ligero hasta alcanzar las estrechas escaleras que desembocaban… en los váteres. Pulcros, limpios (los únicos en toda la ciudad) y muy dignos pero, váteres al fin y al cabo. Con tanta precipitación no calamos la pequeña señal que indicaba el acceso al maravilloso lugar que habíamos ido a visitar: La Capilla Sixtina.
Miguel Ángel nunca quiso aceptar el encargo de decorar el techo de aquella capilla, se consideraba un escultor y, sin embargo, pintó entre 1508 y 1512 una de las cumbres artísticas de todos los tiempos. Nueve escenas principales trabajadas al fresco y que podemos calificar de sublimes. Me detuve con detenimiento en cada una de ellas, disfruté de la viveza de sus volúmenes y admiré el soberbio espectáculo que se abría ante mis ojos. La más famosa de todas (La creación de Adán) con esos dedos tan juntitos que sólo están separados por la inmensa distancia entre lo humano, lo divino y un perímetro de profetas y oráculos del mundo antiguo. El cuello forzado para mirar hacía arriba, los músculos quejosos y, pese a todo, seguir escudriñando aquella representación bíblica de la Creación, de la expulsión de Paraíso y el diluvio universal.
Y cuando bajas la mirada para descansar, no puedes, no puedes hacerlo porque te encuentras con esa maravillosa pared que representa el Juicio Final, allí Miguel Ángel utilizó siete años de su vida para acabar con su autorretrato despojado de músculos y huesos, con la piel desmadejada, sin sustento en ningún cuerpo. El genio desollado por las críticas que lo tacharon de obsceno.
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El primer caffé macchiato nos lo tomamos en una terracita de la Via Conciliazone con la Basílica de San Pedro como telón de fondo. Robustas tacitas con los colores del Vaticano y un camarero muy simpático. El precio del descanso fue más barato que dos cortados en tazas de cartón servidos en el Pans & Company del Carrefour Actur de Zaragoza.
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Seguimos despistados a la abundante marabunta que desembocaba en los subterráneos de la Basílica. Paseamos entre tumbas hasta llegar al lugar más concurrido: La sepultura de Juan Pablo II. Allí convivían en perfecta armonía desde el devoto arrodillado hasta el turista fondón que disparaba, sin mucho criterio y a todo tren, la cámara digital. Me detuve frente al Papa polaco y esperé. Cerré los ojos y esperé. Nada, no ocurrió nada. Ninguna emoción recorrió la espina dorsal. ¿Será televisiva la mitomanía que le profeso?
Seguimos la senda de la salida hasta penetrar en el corazón de la Basílica, así, de repente, me encontré bajo el baldaquino que Bernini colocó en medio de la crucería. Me arrebataron sus dimensiones y eso que lo he dibujado en mi mente cada vez que he visto un altar barroco y sus columnas helicoidales.
Quise ver La Piedad pero renuncié a introducirme en aquella maraña informe de turistas que, como yo, sólo imaginamos la genialidad.
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Benedicto XVI se asomó a la ventana y el airecito fresco se paró. La media entrada le aclamó con fervor. No fue la fe que no tengo, ni la devoción, ni un puntazo como el de Santiago y su caballo. Tal vez tuviera que ver con la energía, la sugestión o el subconsciente, no sé, pero en medio de aquella Plaza elíptica sentí como el corazón de todos aquellos peregrinos emitía una poderosa fuerza. Una señora a mi lado rompió a llorar y, lo confieso, durante un segundo miré al cielo para comprobar que todo seguía allí y que el sol, desoyendo a Pitita Ridruejo, no estaba pegando botes.
El Papa nos abandonó, regresó el airecito y yo había comprobado la aseveración que tantas veces pronuncié en el Vicente Calderón, en el Estadi Olimpic, en El Huevo y en la Plaza de Toros de la Misericordia: Este concierto ha sido como una celebración religiosa.
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Regresamos a Roma por el puente Sant´ Angelo hasta toparnos con la Piazza di Pasquino y su deteriorada estatua parlante. Los anticlericales dejaban allí sus mensajes para provocar que el pueblo de Roma se levantara contra los Papas. Con aquel éxito a sus espaldas temí lo peor, ¿se habría convertido ese símbolo de rebeldía en un tablón de anuncios para alquilar habitaciones? Mis temores se disiparon. Todos los mensajes estaban en italiano y me quedé sin empaparme de nada. Un Cristo sostenía el logo hippie de los setenta. Ahora me doy cuenta de lo mucho que ha cambiado el mundo: Un tipo como yo se ha atrevido a colocar en la misma frase las palabras logo y hippie.
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La Piazza Navona tiene el perímetro de un circo. Acoge sin estridencias a turistas, mimos, hombres con zancos, pintores, un bluesman recordando las lágrimas en el cielo de Eric Clapton y decenas de hindúes ofreciendo gafas de sol en tenderetes que impiden disfrutar a tope de las tres lujosas fuentes que adornan una de las plazas más bellas del mundo.
Cuando Pietro, del Café Colombia, nos trajo el machiatto y el lungo el mimo perdió su condición y comenzó a cantar una tarantela. El camarero dejó caer la cuenta muy estirado mientras el improvisado cantante solicitó acompañamiento de palmas pero, ¡ay los turistas!, sólo consiguió una descarga fotográfica.
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En la Piazza Campo dei Fiori quedaban muy pocas flores. Un regimiento de pequeños botijos rodantes limpiaban con agua a presión los restos de lo que las guían califican de “bullicioso mercado al aire libre” Una de aquellas estruendosas máquinas casi atropelló a Migue que se afanaba en rellenar su botella de agua en una de las mil fuentes que crecen por doquier en cualquier rincón de esta ciudad.
Alargamos el paseo hasta el peatonal Ponte Sisto. El río Tiber nos recibió con música de ambulancias y pitidos de atasco, así que decidimos deshacer lo andado para buscar una terraza y probar todas las marcas italianas de birra.

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18 febrero 2006

Oración



Letra: Héroes del Silencio

Fotografía: Enrique Ponce

Diseño Gráfico: Javier López

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12 febrero 2006

Roma


«Vamos Javi, que es un mindundi» Me lo dijo con cariño, con la sana intención de mantener mi costumbre de saludar a famosos lo más alto y digno posible. Migue tenía razón y desistí de estrechar la mano de Enrique del Pozo, tertuliano-especializado-en-vísceras-rosas-del-cuore que hace un cuarto de siglo movía un hula-hop acompañando a Ana.
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Bajamos al andén número tres para disfrutar de la nueva estación del tren de semi alta velocidad Zaragoza-Delicias y de sus magníficas instalaciones sin calefacción. Y eso es lo más moderno que tenemos en la ciudad de la niebla y el cierzo para solaz de pasajeros sumisos y desconcertados por los dos grados bajo cero.
Lo vi desde las escaleras mecánicas. Saltaba enfundado en abrigo, bufanda, gorro y guantes. Pensé que lo hacía para entrar en calor pero el destello de su espada láser me sacó de dudas: Se estaba ejercitando en el viejo arte del esgrima. Al llegar a su altura me miró desafiante. Aguanté el envite y hurgué en el bolsillo del pantalón sin recordar que combinación de teclas convertía mi móvil en un arma Jedi.
Atacó con el ímpetu de sus ocho años, sir mirar en tácticas y nada pude hacer por esquivar su estocada. El arma noble que yo creí de luz no era tal, el niño gastaba una descomunal metralleta intergaláctica. Disparó con saña hasta agotar el nivel de carga del mortífero artefacto y dejarme frito sin decir ni mú. Caí desplomado y antes de morir aún pude escuchar el pitido el tren que no iba a poder tomar.
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Todo permanecía oscuro. « ¿Los muertos pueden abrir los ojos?» Oía el berrido de un niño y temí que mi agresor continuará allí para rematarme sin compasión. El chillido se acercaba y abrí los ojos en un gesto intuitivo de defensa. Un oso de peluche corría a toda velocidad por el pasillo del vagón número 8 hasta chocarse con mis morros. El beso de tornillo que me endosó el osito fue muy desagradable « ¿Era un morreo homosexual o una relación de zoofilia?»
La voz histérica de una madre siglo XXI me sacó de estas disquisiciones filosóficas «Andrés, Andresito hijo, deja de sobar a este buen señor con Winnie de Pooh que se va a enfadar y va a llamar a los guardias de la porra para que te tiren al pozo negro dónde vive la cabra montesina que rompe cerrojos y llaves y se come a los niños malos a pares, a pares» La amenaza maternal dejó al niño indiferente pero a mi, pueden creerme, me acojonó porque, y es la primera vez que lo confieso, yo escapé una vez de las mandíbulas de la cabra montesina pero eso, amigos míos, es otra historia.
Andrés puso un puchero de chantaje en su cara y me hizo gestos para que volviera a besar al oso de Disney « ¿Otro?» pensé. Y ya me ven ustedes abrazando al señor Pooh para plantarle un par de besazos en sus peludas y sobadas mejillas. El niño dejó de gimotear y sonrió. Su madre también sonrió, y Migue, y el resto del vagón, y la azafata que repartía los auriculares para ver un documental de osos, y el conductor del tren, y el camarero, hasta Enrique del Pozo sonrió en el vagón de primera clase.
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Vigilé la ventanilla para descubrir el punto mágico dónde la bruma zaragozana dejaba paso al sol. No pude encontrarlo.
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Encontré el aeropuerto de Barajas feo y antiguo. Desde que entramos en la T2 la megafonía no paro de insistir en «Darle otro aire a Barajas» y no dejaba de presumir de lo estupendos que eran porque habían habilitado «el punto del fumador» Tras facturar el equipaje no pude resistir la tentación de hombre-libre-de-todo-tipo-de-humos y me dirigí a ver a los perseguidos y enclaustrados.
La información que suministraban los responsables del aeropuerto no era exacta. El punto de fumadores anunciado era, en realidad, el recorrido de una función discontinua, asimétrica y exponencial. Así que paseé entre volutas exultantes de nicotina gaseosa quebrando la línea de acosados hasta sentirme un eterno punto de inflexión.
« ¿Qué coño haces aquí? me interrogó un tipo con un Reig del 7 entre los dedos «No veo tu cigarrillo» insistía «Me da en la nariz que eres uno de esos chivatos que ha soltado el Gobierno para acusarnos de no estar quitecitos en este asqueroso punto de fumadores» Quedé paralizado, hipnotizado por los ojos rojos y vidriosos de aquel espécimen. Sus garras dejaron caer el purito. En su mirada descubrí el deseo de estrangularme, fue entonces cuando escuché el sonido metálico de los altavoces que venían a salvarme «Los pasajeros del vuelo IB 3602 con destino Roma-Fuimicino pueden embarcar por la puerta E5» Reaccioné presuroso y huí de aquel lugar echando humo.
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La azafata me entregó el Iberia Universal con sonrisa plastificada. No tardé mucho en pasar todas sus páginas repletas de noticias de agencia, pulcras e insípidas. Menos mal que me encontré con una cita de Rosa Montero “Soy una escritora orgánica” Vaya, pensé, yo, en cambio, soy un lector orgánico (ver 18 La Curvatura de la Córnea / Resurrección) El Sudoku para expertos de la sección de pasatiempos fue un fracaso y me acordé de los fumadores… ¿deberíamos exigir un Sudoku Point?
Menú Gourmet compuesto por chapata fresca del gourmet + refresco o cerveza + snack especial obsequio de Iberia. 10.00€. Esperé hasta que la camarera rebasó mi asiento para coger del equipaje de mano el bocadillo excelsior de jamón de Teruel con tomate untado. Las tripas rechinaron y desenvolví el papel de aluminio. Antes del primer bocado me acordé de los autobuses que hacían el trayecto desde Utrillas a Zaragoza. Los viajes con “La Basilia” se llenaban del aroma del pollo guisado que mi madre sacaba de una fiambrera nada más pasar las Cuestas Blancas y que repartía entre los compañeros de viaje. Tan potente fue la añoranza de aquellos días que me levanté y ofrecí mi bocadillo a la señora del otro lado del pasillo. Ella me miró muy seria, despectiva y por encima del hombro. Ni siquiera me dedicó una negativa y continuó resolviendo un Sodoku plagado de tachones.
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Fumicino nos recibe con una celosía gris y un enorme cartel luminoso del Emporio Armani.

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