Por fin lo habíamos conseguido: Nos colábamos en tranvías y autobuses sin cargar con el remordimiento de conciencia. Pero claro, la dicha dura poco en la casa de un pobre. Viajábamos en el bus número 30 para ira hasta
Porta San Paolo cuando dos monjitas picaron su
biglietto integrato gionaliero, la moralidad se fue al traste y regresó el desasosiego, eso sí, seguimos sin pagar en los transportes públicos bajo una precaria justificación: Tal vez sólo lo hacen los miembros revestidos de la Iglesia Católica.
Nos dirigíamos al corazón del
Testaccio para visitar el
Cimitero Accattolico fundado en 1738. Esta necrópolis ofrece descanso eterno a los extranjeros que morían en Roma. La puerta de acceso estaba cerrada y tras las verjas no encontramos la campanilla que, según la guía de viaje, daría aviso de nuestra presencia. Así que nos vimos privados de pasear por uno de los lugares más tranquilos de la ciudad.
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Una mujer danzaba al ritmo detenido del Tai-Chi junto al mirador del monte
Aventino. La metrópoli nos recibió de perfil, recostada en cúpulas y con la mirada sobre el Tiber, la Isola Tiberina y los carros alados que culminan el monumento a Víctor Manuel II en la lejana
Piazza di Venezia.
La calle adoquinada
Clivo di Rocca Savella nos llevó hasta
Santa Maria in Cosmedin. El campanario románico me recordó a las maravillosas construcciones del leridano Valle del Boi y de nuevo la mala suerte. El interior de la iglesia se encontraba en plena fase de restauración y no disfrutamos de su penumbra, en medio de la cual, según cuentan las crónicas, puedes transportar el espíritu a lo largo y ancho del tiempo.
Este nuevo revés nos puso la mosca detrás de la oreja y nuestros cuerpos salerosos en reata de un ciento de orientales. Uno de ellos me ofreció una sonrisa descomunal y una cámara de tecnología extraterrestre. Los retraté uno a uno, a pares, por triadas, en grupitos de a cinco y hasta colocados como un equipo de fútbol. De telón de fondo la
Bocca della Veritá. Un disco de piedra del siglo XII que tiene grabada la imagen de un dios marino que según dice la leyenda, muerde la mano de los mentirosos. Los orientales escaparon sin mordisco alguno y nosotros, tras un segundo de duda, también.
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El
Arco di Giano se levanta sobre la
Cloaca Masima y no tiene nada en común con los tradicionales arcos del triunfo ya que se utilizaba para proteger a los comerciantes de ganado de las inclemencias del tiempo. Buscaba un encuadre original cuando un Fiat Punto paró a nuestro lado. Lo conducía un señor muy bien trajeado que nos llamó a voces. Agitaba un mapa turístico, una lujosa tarjeta de visita y lamentaba su mala pata. «Soy el representante en Europa de
Pierre Cardin» decía. «Me he perdido y no se como llegar al Vaticano» Le indiqué en el mapa que siguiendo junto al río solo tenía que contar siete puentes y cruzar por el dedicado a Víctor Manuel II. Me extrañó tanta alegría y cuando confesó que su mujer era española, «de Valencia» dijo, al tipo ya lo tenía colocado en la lista de sospechosos. Dio gracias a Dios por encontrar dos buenos samaritanos dispuestos a ayudar al despistado. Detuvo la retahíla y preguntó por nuestra altura «para calcular la talla con exactitud» afirmó. «Os voy a regalar unas prendas exclusivas de la próxima temporada y valoradas en más de mil doscientos euros» ¡Mira por dónde!, allí, en el asiento de atrás, tenía dos chaquetas que nos quedarían de perlas. Estuve a puntito de asir aquella bolsa, tan cutre como sospechosa, cuando el dicharachero desorientado me mostró un montón de tarjetas de crédito que, ¡vaya casualidad!, no funcionaban. La alegría se tornó tristeza y, ¡aja!, confesó que necesitaba dinerito contante y sonante para llenar el depósito del utilitario. Me negué a entregarle ninguna cantidad mientras los ojos de la prevención vigilaban la retaguardia. Por entonces ya estaba convencido de que éramos las victimas de un novedoso sistema de atraco al turista panolis y despistado. Pero la cosa no fue a más. El gancho se largo pitando y volvió a detenerse a poco más de cien metros de dónde nos había dejado boquiabiertos. Captó la atención de otra pareja de turistas y comenzó el cortejo. Esperamos unos minutos y vimos como los pardillos se rascaban el bolsillo y conseguían la bolsa con las exclusivas chaquetas que, por cierto, no llegaron a probarse.
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Accedimos al
Trastevere a través del
Ponte Palatino. Tres gaviotas desfilaban a paso marcial a modo de guardia pretoriana y sólo dejaron nuestra compañía al llegar a las inmediaciones de la
Piazza in Piscinula, desde dónde nos dirigimos hacía
Santa Cecilia in Trastevere. El pequeño jardín con fuente que precede a esta iglesia hace las funciones de barrera y le concede una paz especial. Tengo deferencia hacia Santa Cecilia por dos motivos: Su onomástica coincide con mi cumpleaños y además, es patrona de la música. Algunos dicen que inventó el órgano. Lo recordé al traspasar el umbral del santuario y escuchar una deliciosa composición musical que una monja interpretaba a las teclas de ese instrumento. Una estatua acostada del escultor Stefano Maderno y datada en 1599 sitúa a la Santa en la parte inferior del altar principal.
La
Via Anicia une la representación de la muerte con uno de los majestuosos Éxtasis de Bernini en la iglesia
San Francisco a Ripa. El trayecto entre los dos templos fue acompañado por el ensayo desafinado de un cornetín de órdenes que algún recluta sordo trajinaba tras las tapias de un cuartel
El centro del barrio radica en el entorno de la
Piazza di Santa Maria in Tratevere que encontramos sembrada de serpentinas, confetis de colores y niños recogiendo los caramelos que un señor, con pinta de padrino en un bautizo, tiraba a diestra y siniestra. La iglesia, del mismo nombre que la plaza, ocupa uno de los laterales y destaca por sus mosaicos, tanto los que se lucen en la fachada como en la excepcional cúpula del ábside. Capítulo aparte merece al pavimento cosmatense que data del siglo XII y que consiste en una decoración a base de usar pequeñas piezas de mármol de colores y crear complicados diseños geométricos.
El bullicio diurno era considerable entre repartidores, ancianas de compra, niños disfrazados y unos pocos turistas. Detuvimos nuestro recorrido en al Bar Calisto. En su pequeña terraza tomamos un par de
capuccinos para reponer fuerzas y regresar, cruzando la
Isola Tiberina, hasta la otra orilla. Paseamos por las calles del
Il Ghetto judío y llegamos a la
Fontana delle Tartarughe que nos encontramos —era la tercera vez en ese día— clausurada , esta vez por restauración.
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Para subir a la
Piazza del Campidoglio teníamos dos posibilidades. Patear los 122 peldaños que desembocan en la iglesia de
Santa Maria in Aracoeli construidos en 1348 o ascender por la escalinata de la
Cordonata, diseñada 200 años más tarde por Miguel Ángel. Este duelo arquitectónico resumía lo mucho que cambiaron los conceptos religiosos. La escalera de Aracoeli reflejaba la religión medieval, una época dónde el cielo se ganaba a base de una vida dolorosa. Sin embargo el humanismo del siglo XVI preconizaba una vida más agradable para llegar al final de la vida y acceder a la salvación.
Tras la plaza, el impresionante
Arco di Settimio Severo te introduce al antiguo Foro Romano. Pasé muchos minutos escrutando aquellas ruinas intentando calibrar el esplendor el Imperio pero… no pude. Paseamos entre piedras, capiteles y restos de calzadas. Leí con fruición la historia de todos aquellos edificios pero… no sentí la pasión de reverdecer los laureles de la Antigua Roma. Anduve cabizbajo y un poco decepcionado porque era la primera vez que la falta de emoción histórica ganaba la partida después de tantas alegrías como me ha dado en otras latitudes.
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Un nutrido grupo de carabinieris fumaban como carreteros a los pies del Coliseo Echaban un ojo a una escuadra de soldados romanos que andaban a la caza del turista ávido de foto. No estaba de humor para hacer el ganso con aquellos figurantes y, aún sabiendo que acabaría por arrepentirme, pasé de ser inmortalizado junto a los guerreros del Imperio.
El Anfiteatro Romano es uno de los iconos de la ciudad, reproducido millones de veces y, pese a todo, sus 189 metros de longitud, los 100.000 metros cúbicos de piedra y las 300 toneladas de hierro para grapas que unen las piedras, te dejan asombrado por la magnificencia arquitectónica.
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La noche caía en la escalinata de acceso a
San Pietro in Vincoli. cuando me encontré cara a cara con el profeta. El crepúsculo y la penumbra, que no quise rasgar por el módico precio de un euro, nos separaba sin remisión. El Moisés esculpido por Miguel Ángel seguía enfadado con sus hermanos que adoraron al becerro de oro. Envuelto en sombras no pude descubrir el rasguño que, según cuenta la leyenda, el genial escultor propició en la rodilla del patriarca tras lanzarle un martillo.
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Un luminoso verde citó al hambre que nos mordía el estómago. Sonreímos con complicidad y, en el corazón de Roma, cenamos en un restaurante hindú.