Revival, una lectura con ventolera de levante, del libro de Octavio Gómez Milián
Me hubiera gustado escribir una reseña pero no pudo ser. La
lectura de “Revival” me llevó de aquí para allá:
El Revival quizá solo sea la distancia que va de un single
comprado en Ámsterdam al mismo single, un duro y la sinfonora del bar La
Chuleta un ratito antes de convertirse en el primer puticlub de Utrillas. Días
de bailar rumbas sin tener ni idea de que era el eso del
ventilador, el sonido Hammond o un arreglo progresivo con sabor catalán. Peret
todavía no era el rey, el rey era yo y el ritmo de mis talones. Todo lo
apostaba a los pies porque nunca aprendí a palmear ni a la contra ni a compás.
En el Barrio El Piojo no había vinilos, ni EP´s, ni singles.
En mi casa había un radiocasete portátil en el que escuchaba las cintas de mi
hermano: Albert Hammond échame a mí la culpa de lo que pase y unos grandes
éxitos de música disco. En mi casa del Barrio El Piojo nunca sonó una rumba,
ese ritmo de puticlub y verbena.
Si tú me dices Sr. Chinarro yo te contesto Miliki, y no me
saques de ahí, que yo me quedé atrapado en una toma de sonido que mi cuñado
Antonio sacó de la tele para grabar en una cinta Orchid los conciertos de Radio
3 en los que descubrí a los Toreros Muertos al final de una borrachera. Es que
antes no había comas etílicos, sólo nos emborrachábamos hasta que veíamos a los
mineros subirse al autobús que los llevaba al tajo, entonces, entre los
primeros solysombras comprendías que esa pretensión de ser moderno era una
enorme gilipollez. Y Fernando cantaba canciones de Ricchie e Povery.
Fernando y yo éramos amigos desde mucho antes de que Félix
Romeo dirigiera La Mandrágora en la tele, un programa que nunca vi, por
entonces solo quería concebir una niña de mis ojos, o tres, y
mecagoentóloquesemenea eso no pudo ser. Tal vez fue aquella frustración la que
me llevó a hacer un fanzine, el fanzine que no hice con quince años, un fanzine
que se llamó Linotipia. No tiren los ejemplares, el día que pegue un petardazo
en twiter los podrán vender en el rastro de Madrí a precio de oro.
La primera vez que oí hablar de la novela “Amarillo” de Félix
Romeo fue en el Matarraña. Ángel Gracia en el asiento de atrás de mi coche nos
contaba a Alejandro y a mí la historia de Chuse Izuel, lo hacía con esa emoción
tan de verdad que, cuando ya te tiene atrapado, la rompe con una carcajada
enorme, explosiva y arrebatadora. Por eso no puedo dejar de quererle en esta
distancia que va del Arrabal al Barrio de Las Fuentes.
Sergio del Molino tenía razón: La parada de autobús de
Esteras de Medinacelli era una mierda, Del Molino no utilizaba este término, él
es un escritor de verdad. Daba igual que la imaginación volase hasta situarla
en medio de cualquier lugar del sur de los EE. UU. Ojalá la red Wi-Fi no haya
llegado hasta allí y que los viajeros se jodan con la triste realidad.
Creo que me hice adulto el día que Calamaro subió al
escenario borracho/colocado y no me hizo ni puta gracia. Entonces pienso que
llegar a Dylan por vía Knopfler confirma que siempre sigo el camino equivocado.
Cómo con la Marvel, cuando los chicos de las Casas Nuevas traficaban con las
historias de la Marvel yo todavía leía a Rompetechos, al que guardo cierto cariño
corporativista por aquello de no ver ni torta. Ahora que la vista cansada se
suma al astigmatismo me niego a usar gafas de graduación progresiva, me gusta
leer novelas tumbaditas en un atril.
Vamos no me jodas. El Dyc de doce años es un mito.
No hay drogas en mi juventud, si acaso Ponche Nelson,
Martini Blanco y las corbatas de Luis Aguilé sobre el caleidoscopio de Lazarov.
Ni siquiera cuando llegué a CT y una chica muy colgada intentó meterme mano en
un concierto de Los Chichos. Con la otra me robó la propina de un mes.
¿Hay alguien en la sala que no haya visto a Kevin Magee? El
día que yo vi a Kevin Magee en la puerta de El Corte Inglés mi sobrina Natalia
me preguntó quien era ese negro tan grande. Aunque Magee no era muy grande,
poco más de dos metros, pero tenía un culo como para imponer su ley en la zona
de los tres segundos. Ese año jugué por primera vez al baloncesto en el patio
del Instituto de Formación Profesional Corona de Aragón. ¿Cómo explicarle al
tipo gordísimo que me gritaba desde la banda que yo era el mejor lateral
derecho de la historia del fútbol y que las transiciones rápidas me importaban
una mierda? Después vino la gloria del CAI Zaragoza y yo me enamoré de Thomas
& Magic. Por entonces solo entendían de baloncesto Juan Morales y Jesús
Clemente, tipos capaces de dominar la jerga cuando Chicho Sibilio me sonaba a
cantante cubano de boleros.
Maldigo mi primer día de Agosto en Zaragoza cuando en lugar
de entrar al Plata me compré en el R3 del Tubo un disco de Concha Piquer. Ya lo
ven, coplas en lugar de Kerouac o Dick. Sin embargo, la primera vez que estuve
en Ateca, el Manubles me recibió con un orfeón de ranas, y aunque nadie lo recuerde,
Patricia y yo leímos versos cuando la tarde tendía a noche sin techo y fui
feliz. Regresé a Zaragoza con Jaime Ocaña dormitando en el asiento de atrás.
Había muchos sitios libres para aparcar en el Barrio de Las Fuentes y no me
decidía por ninguno, fue entonces cuando me di cuenta que solo era “una mala
imitación de la persona que quería ser”
Aquella noche de verano en la estación de autobuses de
Valencia no sabía nada de Lisboa ni del fado. Tal vez por eso no hay melancolía
valenciana cuando recuerdo el desprecio infinito que me arrojó a la cara aquel
mendigo cuando, a falta de pesetas, le ofrecí compartir bocata de lomo y
ensaladilla rusa.
El carterista de la línea de tranvía Lisboa-Belém levanta la
billetera al turista que está a mi lado mientas me amenaza con la mirada. Me
bajo avergonzado en la siguiente estación y desde entonces soy incapaz de
encontrar la dignidad. Por eso quiero volver a Lisboa y llegar a Belém.
En Lisboa hasta los yuppies se colaban en el metro, un metro
de Pin y Pon. En aquella terraza de la Alfama los putos turistas británicos
berreaban como si estuvieran en Salou. Así es imposible deslizarse por el aura
literaria de la ciudad mientras la estatua de Pessoa es un tenderete y no me
gusta el café negro. Una chica me entrega un reclamo para escuchar fados en un
garito para turistas y me derrumbo. Ni siquiera compré un disco en Lisboa.
Las cintas TDK de Cromo duraban 74´ Un tiempo ideal entre
las Sony de 60´ y las BASF de 90´.
Dejo el libro de Octavio sobre la arena, al capricho del
viento de poniente que, húmedo y revoltoso, decide darse un garbeo por el
levante tibio mientras el mar, espuma blanca en la orilla hasta hacerse negro
en la lejanía visible de Tánger, se va de la playa de Barbate: Arena sin
huellas, rio de pescadores y una tranquilidad como si no existieran los tours
operadores. El camarero del Bar Boquerón me saluda. Hoy tenemos arroz con atún.
Le sigo con la mirada durante un buen rato hasta que sus manos como megáfono me
gritan. Quillo, ¿ande coño s´aido el mar?
Lo confieso con tristeza. Nunca, como a tantos otros, he
leído a Leopoldo María Panero. Es algo a lo que no he puesto remedio porque la vergüenza
sólo me asalta cuando inmerso en algún libro alguien cita al poeta
imprescindible. Esta deficiencia, como tantas otras, hace que me pierda entre
relatos, poemas, reflexiones y así dejar a las claras todo el camino que me
falta por recorrer.
A Lorca lo asesinaron los que se creen dueños del garito,
abre los ojos, siguen ahí, sacan a Cristo en procesión y luego se van de putas.
Eso es lo único que ha cambiado, las putas ahora son extranjeras y no
comprenden la idiosincrasia del caballero español… un tipo que habla y habla y
habla pero no tiene ni idea de follar comodiosmanda. Un documento oficial reza
que a Lorca lo mataron por maricón. Putas sí. Maricones no.
Mi diorama imposible se compone de indios de plástico verde
tras las murallas del Exin Castillo. Cambiaría mi salvación por encontrar el
bote de Colón donde guardaba todos los cachivaches de cuando vivía en el Barrio
de El Piojo.
¿Por qué odiar a Amarilla? Al fin y al cabo yo había hecho
lo mismo. Por mucho que volviera había cambiado Utrillas por Zaragoza sin saber
todo lo que me perdía.
Joder. Nunca hablé con el Tony, la sombra rítmica de Peret.
Sin embargo hablé una vez con Sergio Algora en la pescadería del Pryca. Fue
cuando se había disuelto El Niño Gusano. Me dijo que tanta celebridad indie no
daba para comprar aquella pescadilla. Lo que Sergio Algora no sabía es que esa
pescadilla se la estaba cortando micielocariñotesoromiamor, sin lugar a dudas la
mejor pescatera de la ciudad, y ahí estaban los dos: Estrellas incomprendidas.
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