La curvatura de la córnea

09 noviembre 2021

Un viaje a la violencia en la Europa del siglo XX de la mano de Julián Casanova

 

Ilustración: Ainhoa Feria Royo (también conocida por Caos)


La relación entre violencia y política constituye un debate historiográfico que todavía está por dilucidar y, mientras la tesis de Piker defiende que el declive de la violencia está ligado a la modernidad, otros autores defienden un progresivo aumento de la violencia. El libro de Julián Casanova “Una violencia indómita. El siglo XX europeo” se instala de lleno en medio de este debate en torno a la violencia política en el continente europeo durante el siglo XX y aporta varios aspectos novedosos:

Discute la cronología tradicional de Hobsbawn de un siglo XX corto definido desde en comienzo de la Primera Guerra Mundial en 1914 hasta la desaparición de la URSS en 1991, para subdividirlo en un tríptico: las catástrofes 1914-1945, edad de oro 1945-1975 y crisis 1975-1991. Casanova rompe este esquema temporal ampliando tanto por el comienzo del que lo lleva hasta las tensiones propias del mundo imperialista y colonial, como por el final dando gran importancia a la extensión del siglo hasta abarcar las guerras que marcaron Yugoslavia en los años noventa. De esta manera modifica el relato construido por el eje franco británico que defiende una primera mitad de siglo violento y una segunda pacífica.

Introduce las referencias históricas de la Europa del Este y del Sur porque se escapan del estándar europeo occidental porque su objetivo. Casanova afirma en la introducción que el objetivo es mostrar una historia múltiple que huya del relato único que ha prevalecido. La esencia de su trabajo consiste en la comparación de un contexto transnacional para mostrar los matices y las diferencias entre los conflictos que, sin embargo, también mantienen similitudes en asuntos como “la ideología de raza y de la nación”, las crisis que generan guerras y revoluciones, y los proyectos de “utopías totalizadoras”.

Aplica una visión de género que traslada la figura de las mujeres al primer plano de las víctimas de la violencia.

La estructura formal del libro es impecable gracias a la redacción de unos capítulos prácticamente idénticos en su extensión que vuelven a mostrar a un autor con musculatura narrativa, capacidad de síntesis y una gran habilidad para destilar lo esencial de una enorme cantidad de bibliografía, quizás podría destacar la preocupación del autor por poner el énfasis del desarrollo histórico en las personas que toman las decisiones, antes que a las estructuras políticas y sociales, sin embargo, en el paseo al que les invitó voy a omitir la gran mayoría de los nombres propios. Va a ser un viaje guiado por las palabras del autor, y lo hago con la pretensión de abrirte el apetito, para que bucees  en todos los detalles que el libro de Casanova te ofrece. El viaje terminará con una coda a modo de reflexión filosófica en torno a la violencia de la mano de Hannah Arendt.

Y no olvides lo fundamental: La violencia es la protagonista que nos va a guiar a lo largo de este viaje a la historia de la Europa del Siglo XX.

1 Primeras tensiones

El continente europeo finales del siglo XIX se encuentra en un momento de tensión porque el mundo que provenía del imperialismo está en fase de desaparición de privilegios, lujo y poder cuando las colonias fueron el banco de prueba para una violencia que hizo un viaje de ida y vuelta y desembarcó en la Europa de 1914 donde afloró el nacionalismo étnico racista, el colonialismo y los conflictos de clase de mano de la revolución bolchevique y la crisis del capitalismo.

El siglo XX para las potencias europeas, con la excepción de Francia, comenzó con la monarquía instalada en el poder y, aunque el republicanismo era un movimiento considerado radical, marginal y revolucionario, las ideas de la revolución francesa en cuanto al declive y la decadencia de la nobleza y la aristocracia eran incuestionable en un tiempo en el que clase y rango venían marcados por el vestido y la forma de hablar, un tiempo en el que emergía una sociedad de masas donde los sindicatos y los partidos atraían a las clases trabajadoras para organizar huelgas y disturbios en los que exigían que no se les excluyera del sistema político.

La clase trabajadora era un nuevo actor político y reivindicaba su espacio político con la intención de reformar el sistema liberal capitalista. El terrorismo también apareció en escena con la idea del “asesino virtuoso” que tenía como objetivo gobernadores, políticos y miembros de la policía en busca de una ética de sacrifico que evitara sangre inocente.

La violencia no fue un rasgo distintivo en el nacimiento del anarquismo que, sin embargo, sufrió una mutación en sus intenciones iniciales cuando la tendencia violenta se impuso como un fenómeno internacional mediante atentados por venganza o represalias contra el poder torturador que condenaba a muerte a personas que nada tenían que ver con los asesinatos. El terrorismo de principio de siglo dejó miles de muertos y la represión, además de luchar contra esa violencia, derivó en violencia criminal financiada con robo en bancos y trenes.

“Ciudad de las bombas” fue el sobrenombre que recayó sobre la Barcelona de principios del siglo XX cuando un terrorismo turbio e indiscriminado que, carecía de objetivos políticos, avivó la inquietud y los disturbios, de manera que el anarquismo quedó asociado a la figura siniestra de un hombre de capa negra de bomba, daga y revolver.

La violencia terrorista contra el Estado aumento el poder del Estado que concentró y reforzó el monopolio de la violencia en casi todos los países creando nuevas fuerzas de policía y el reclutamiento para el ejército.

Cuando la clandestinidad anarquista de la violencia se esfumó, se abrió paso al lenguaje de clase de manera y los movimientos sociales se dividieron entre los que buscaban por los medios legales la oposición parlamentaria y quienes seguían defendiendo una vía insurreccional que, en los casos más extremos, mantenía la opción terrorista. Estas dos posturas las podríamos resumir situando la primera en Alemania y en Rusia la segunda.

Mientras tanto el desarrollo del capitalismo y la industrialización en la Europa Occidental provocaron conflictos entre patronos y obreros donde la huelga como forma de la protesta se sustituyó por el motín. El objetivo era solucionar las penosas condiciones en las que se desarrollaban las nuevas formas de trabajo en fábricas y talleres, lo que favorecieron la creación de sindicatos y partidos políticos en torno al socorro, la ayuda y la resistencia mutua.

Las ideas socialistas y anarquistas alarmaban a la gente de orden y, aunque los socialistas mantenían cierta retórica revolucionaria, su aspiración era llegar a los parlamentos nacionales gracias a un sufragio censitario que sustituyera al sufragio universal masculino. Sin embargo los mayores desafíos a la autoridad y al sistema de propiedad se produjeron en la Rusia imperial de antes de 1914, un país con una incipiente clase obrera industrial frente al gran número del campesinos, este desequilibrio lo simbolizaba el atraso económico que a la postre imposibilitaba la construcción de una democracia liberal por dos motivos: La inexistencia tanto de una poderosa clase burguesa industrial como de un proletariado capaz de organizar una alternativa política y revolucionaria al régimen autocrático de los zares. La chispa que encendió la hoguera de la primera revolución fue la guerra contra un Japón expansionista.

La guerra fue larga y se perdió provocando una debacle militar que precipitó una crisis política y social. Una manifestación masiva en enero de 1905 concluyó frente al Palacio de Invierno de San Petersburgo donde las tropas abrieron fuego, los trabajadores levantaron barricadas, algunos grupos asaltaban armerías y tiendas de licor y, aunque nadie se puso al frente de aquella revuelta, tuvo un profundo efecto en la conciencia de mucha gente.

Aunque a los pocos meses Trotski dirigía el primer soviet, las protestas cesaron y entonces los terratenientes reclamaron represión para restablecer el orden mediante asociaciones que contrataban grupos armados para defender sus propiedades. Se trataba de ultraderechistas paramilitares para enfrentarse en las calles contra los revolucionarios y que portaban retratos del zar, estandartes patrióticos y consignas contra los judíos. Fue, en perspectiva histórica, el más claro precedente de lo que sería el fascismo de los años treinta.

La violencia rebelde se contestó con más brutalidad por las autoridades y el ejército y, aunque el zarismo de 1905 sobrevivió, se dibujó el antagonismo de clase y desigualdad social que explotaba al campesinado y llevaba a la violencia política. Un marco social muy alejado del marco narrativo idealizado desde los países occidentales en los que se anteponían el valor de los buenos tiempos del continente antes de que todo se derrumbara en 1914.

En la Conferencia de Berlín de 1884 se repartió África entre los principales poderes europeos y fue el punto de partida para creer en la superioridad de la raza blanca europea sobre los “salvajes”. La superioridad blanca llevaría el cristianismo y la civilización superior hasta llegar a que los libros de texto en Gran Bretaña subrayaban la inferioridad racial de los pueblos sometidos. Lo interesante en el análisis de Casanova es que aplica esta división de razas superiores e inferiores a las consecuencias violentas entre potencias y colonias que destruyó economías locales, sistemas políticos y realidades culturales.

Se daba la paradoja de que el viejo imperio español estaba en retirada frente al momento cumbre de alemanes, franceses y británicos y así, la decadencia melancólica en España contrastaba con el orgullo de los nuevos imperialismos que contagió a amplios sectores sociales con una poderosa mezcla de nacionalismo, militarismo y racismo. La vida se interpretó como una cruel lucha de supervivencia donde los fuertes dominaban a los débiles, una idea que trasladada al ámbito de la relaciones entre naciones reafirmaba la importancia de la fuerza militar y construía una imagen nacional que sirvió para respaldar y promocionar la guerra.

El imperialismo también tenía justificaciones económicas y culturales. La industria europea necesitaba las materias primas de las colonias, mercados para sus productos y nuevos territorios donde invertir.

La violencia que sofocó la resistencia indígena fue el anticipo de lo que ocurriría durante la Primer Guerra Mundial hasta llegar a la afirmación de que el colonialismo europeo fue el tercer sistema totalitario anterior al comunismo y al fascismo. El mejor ejemplo es la actuación del rey de Bélgica Leopoldo II en el Congo donde, tras la filantropía de acoger a misioneros cristianos, se realizaban torturas, violaciones y exterminio que se pueden conectar con el Holocausto judío: Diez millones de víctimas mortales entre 1890 y 1914.

Mientras el imperialismo europeo agitaba a las masas populares hacia el nacionalismo y la identificación con el Estado, en España se producía el efecto contrario. El siglo XX español se inauguró con el desastre de 1898 y un nuevo rey en 1902 cuando Alfonso XII heredó el militarismo del siglo XIX al que sumó la guerra con Marruecos, un conflicto que conectó a los militares africanistas con el desastre de Annual, la rebelión de julio de 1936 y la brutal represión posterior que sufrió una parte de la sociedad española.

La creación de los Estados nación en Europa Occidental fue un proceso lento y gradual, sin embargo en Europa del Este se produjo una notable aceleración en el cambio del siglo XIX al XX cuando los Habsbrugo, Romanov y sultanes otomanos, después de siglos en el poder y para darle solución a la cuestión nacional, buscaron la homogenización racial o religiosa mediante la expulsión, traslado o eliminación de minorías étnicas o grupos de los considerados diferentes.

Rusia aumentó el odio contra los judíos con la publicación de un libelo en 1902 en el que se les acusaba de una conspiración mundial para subyugar a las naciones cristianas, se les acusó de asesinatos rituales, vampirismo y trata de blancas hasta conseguir que el antisemitismo fuera considerado una moda elegante entre la élite.

La expansión de los Habsburgo conllevo persecución sobre musulmanes y cristianos ortodoxos con rebeliones de serbios reprimidas brutalmente que culminaron con el asesinato del Archiduque Francisco Fernando de Austria el 28 de junio de 1914 en Sarajevo.

La rivalidad entre los estados independientes de la zona de los Balcanes impidió una alianza frente a la autoridad imperial otomana y así, los conflictos nacionalistas del área se saldaron con dos guerras. La primera terminó por la solicitud de un armisticio por parte de los otomanos que fueron derrotados en diferentes frentes con pérdida de territorios. Las negociaciones fracasaron y una segunda guerra provocó la derrota y una amplia reducción de la presencia otomana en Europa. Esta victoria cambió significativamente el mapa con la paz de Constantinopla de 1913 pero no calmó las diferencias entre los balcánicos. Las batallas de los Balcanes anticipaban el imperialismo de Hitler y Stalin gracias a la anexión de áreas que creían de su pertenencia por cuestiones históricas, culturales o de lenguaje. Sin embargo lo más relevante fueron las masacres de civiles que, asesinados en nombre de la religión o la integridad racial, fueron el preludio de los genocidios que estaban por venir.

Un buen ejemplo fueron las humillaciones sufridas por los cristianos armenios, un pueblo nómada, indefenso, sin aliados, sin independencia nacional y que, dispersos entre Turquía, Rusia y Persia, sufrieron los maltratados de kurdos y el gobierno otomano con el objetivo de exterminarlos.

2 Culturas de guerra y revolución

La Primera Guerra Mundial, las revoluciones de 1917 en Rusia y las secuelas de los conflictos armados dejó una oleada de violencia paramilitar, brutalización de la política, glorificación de las armas, miedo a la revolución y el comunismo y, a la vez, crítica a la democracia que resistió en pocos países frente al autoritarismo del fascismo en un continente roto en lo económico y lo político hasta hundirse en un abismo de tres décadas.

Los civiles muertos en las guerras europeas eran pocos en comparación con quienes combatían. La Primera Guerra Mundial borró la tradicional línea que dividía la población combatientes de la que no lo era con un tercio de los muertos civiles. Este cambio, que ya se había anunciado en las colonias y los Balcanes, convertía a la violencia en un factor fundamental de la política. La idealización y glorificación de la violencia se instaló más allá de la guerra. Los nacionalistas, especialmente allí donde había mezcla étnica, marxistas y anarquistas la defendían como una forma de protesta social frente a la burguesía, como una herramienta para cambiar la sociedad y, mientras tanto, las potencias coloniales ejercían la violencia justificando la represión de pueblos inferiores. En ese escenario, la guerra en la Europa de 1914 se aceptó como un instrumento más en el baile de la política y así, de una guerra limitada se pasó a la política por otros medios que no admitía transigencia en un desarrollo sin cuartel entre el bien y el mal. La guerra, desarrollada más allá del campo de batalla, fue la forma más extrema de la violencia política.

Esta forma de entender la guerra entre la población civil afectó a todo el continente pero tuvo mayor impacto en la Europa Central, del Este y del Sudeste. Las razones de esta diferencia están relacionadas con unas fronteras nacionales muy claras en Occidente frente a la fragmentación étnica, social, nacional y política. El conflicto europeo fue el detonante para canalizar las corrientes homogeneizadoras en torno a la etnia nacional y una política que aspiraba a borrar del mapa a todos los considerados hostiles o ajenos al proyecto nacional. La   brutalidad frente a las minorías alcanzó las mayores cotas en el imperio ruso donde la guerra mundial, revoluciones y guerras civiles entre 1914 y 1921 culminaron con el cambio más profundo de la historia del siglo XX donde el poder pasó en muy poco tiempo de una autocracia propia del Medievo a los revolucionarios marxistas y, mientras la secuencia de las grandes revoluciones norteamericana y francesa siempre tuvieron el aroma de la liberación progresiva de la humanidad. La revolución rusa rompía las relaciones jerárquicas: El control de las fábricas pasaba a los obreros, los soldados desertaban en masa y los campesinos tomaban las tierras comunales. El estudio de este periodo cambió en 1989 cuando, con la caída del comunismo, empezó a ser más fácil acercarse en las revoluciones, especialmente a la bolchevique en Rusia, teniendo presente la espantosa violencia que la acompañó.

Las primeras revoluciones en territorio ruso antes que generadoras de violencia eran la respuesta a la violencia preexistente y, aunque los acontecimientos hubieran podido transcurrir por otros caminos, la consolidación en el poder de una minoría revolucionaria en medio de una guerra civil frente a los contrarrevolucionarios fue la que inyectó la dosis de violencia.

Los bolcheviques eran un partido minoritario que aprovechó el caos en el campo, el encono de los trabajadores y soldados. La mayor parte de la población vio frustradas sus expectativas cuando el poder soviético sometí a sus súbditos a una movilización total  mostrando muy poca consideración por la vida humana y, en febrero de 1917 mientras las mujeres organizaban disturbios contra el racionamiento del pan, las autoridades perdieron el control de las fuerzas militares compuestas por jóvenes reclutas en un paso definitivo hacia la revolución cuando en el corazón de las fuerzas armada zaristas, un millón de soldados se cansaron de la guerra y desertaron entre marzo y octubre de 1917.

La eliminación de Zar quebró el poder del Estado y, mientras la revolución barrió a quienes pretendieron controlarla, se dispararon los actos de violencia avivados por la memoria de las largas disputas en torno a la tierra. Era la venganza de los siervos contra el brutal comportamiento de siglos de servidumbre en beneficio de los hacendados. El verano de 1917 unió a las personas que habían perdido la ilusión sobre los conceptos de democracia y ciudadanía y, quien sabe, si el Gobierno hubiera buscado un final inmediato de la guerra mediante negociaciones con los alemanes, tal vez no se hubieran producido las deserciones en masa que los bolcheviques aprovecharon para alimentar de odio cuarteles y trincheras contra la burguesía, los oficiales, los terratenientes, los comerciantes y los clérigos. La histeria generada por los revolucionarios fue una guerra plebeya contra el privilegio que expresaba un odio de siglos y un rencor por tres años de guerra.

La revolución llevó a los bolcheviques al poder pero no tenían un ejército para combatir contra Alemania o el Imperio Austrohúngaro, por eso Rusia firmó la paz el 3 de marzo de 1918 y entregó a Alemania gran parte de sus territorios europeos como el paso imprescindible para concentrarse en la guerra lanzada por los contrarrevolucionarios del Ejército Blanco y sus aliados en Europa. Pasaron seis meses hasta que el Ejército Blanco pudo reunir fuerzas suficientes, un tiempo en el que otras fuerzas de izquierda alejadas de los planes bolcheviques para el control de la tierra y la industria defendían la formación de un gobierno de coalición, sin embargo, los bolcheviques disolvieron en enero de 1918 la Asamblea Constituyente y apostaron por la dictadura del proletariado para dejar claro que su guerra era contra las clases opresoras, pero también contra el resto de los socialistas. Estaban abocados a una guerra civil.

La guerra civil ayudó a los bolcheviques a mantener el poder, estableció una clara opción entre revolución Roja o contrarrevolución Blanca y convirtió a la guerra en la cubierta protectora para aplastar las aspiraciones de libertad popular en nombre de las necesidades militares y políticas. Los bolcheviques durante la guerra civil fueron aumentando la política de terror que, iniciada contra los denominados enemigos del pueblo, se extendió a anarquistas, mencheviques y social revolucionarios.

El Terror Rojo se asocia con la Checa, acrónimo para definir la nueva política del Estado bolchevique, un órgano que muy pronto fue unos de los más poderosos del Estado y que justificaba el terror como método legítimo, y de último recurso, para defender la dictadura del proletariado. La revolución tenía que defenderse y la represión y el crimen desorganizado se trasplantó a la justicia revolucionaria en tribunales populares mediante un sistema descentralizado que impartía el terror organizado desde arriba. Era una batalla en la que se usó la coerción militar y policial contra los enemigos de clase, los adversarios políticos, pero también contra los sectores de la población por quienes se suponía que habían hecho la revolución.

El Terror Blanco se desató de forma cotidiana en el bando contrarrevolucionario cuando los oficiales dieron libertad a sus hombres para el saqueo, pero también hubo abundante violencia contra los campesinos que se oponían a la restauración del viejo orden y los judíos que se percibían como agentes revolucionarios. Este antisemitismo aseguró la lealtad de los judíos a los bolcheviques.

Las acciones violentas del régimen bolchevique no estaban muy alejadas de lo que hacían todos los contendientes de la Primer Guerra Mundial, lo específicamente ruso fue la incorporación posterior al escenario político interno continuando con esas práctica en tiempo de paz asumiéndolas como parte de su aparato de Estado.

Las dos revoluciones rusas, la que derribó al zar y la que llevó al poder a los bolcheviques, tuvieron importantes repercusiones en Europa donde hubo revoluciones abortadas en Austria y Alemania junto a otros fenómenos parecidos en Hungría y Finlandia. Esta oleada de revueltas fue derrotada en todos los casos pero asustó a la burguesía, generó un potente sentimiento antirrevolucionario y provocó el miedo a la revolución y el comunismo con la perdida de posibilidades para definir democracias con perspectiva  de compromiso social y así, los regímenes democráticos que surgieron de la desintegración de los Imperios alemán y austriaco buscaron rápidamente una paz que evitara las tensiones de la guerra. Por su parte, las clases trabajadoras de estos países y la socialdemocracia que los representaba se encontraban en una fase de aceptación de la democracia y el parlamentarismo. Todos estos factores anularon las condiciones para desarrollar nuevas revoluciones y, por lo tanto, la revolución en Rusia terminó como una anomalía doctrinal, política y económica en Europa.

Parecía que la guerra había terminado sin embargo, la brutalización fue un fenómeno que se produjo en el interludio entre la guerra y la paz, un fenómeno de carácter transnacional en el que la guerra no acabó con el armisticio firmado el 11 de noviembre de 1918 y continuó en tiempos de paz mediante revoluciones, guerras civiles, de independencia, conflictos étnicos y levantamientos anticoloniales. Es un momento histórico en el que se produjo dos cambios decisivos: La revolución bolchevique y la disolución de los imperios con la creación de nuevos estados, disputas territoriales y desplazamientos masivos de población de manera que, en algunas zonas del este el Estado desapareció y la violencia aprendida en muchos sectores sociales se usó en beneficio propio y así, quienes fueron víctimas se convirtieron en perseguidores incluso para golpear más fuerte que los anteriores criminales. Veamos algunos ejemplos de cómo la violencia paramilitar fue un componente central en Europa.

Hungría comenzó la Primera Guerra Mundial como parte de la monarquía de los Habsburgo, con la derrota perdió dos tercios de su territorio y la mitad de su población húngaroparlante quedó bajo el control de sus países vecinos. Hungría quedó desarmada, aislada, sin economía y odiada por sus vecinos. El trauma que arrastraban las élites políticas, militares y económicas fue aprovechado por los bolcheviques que lanzaron una revolución comunista derrotada por los terratenientes y el ejército rumano y que dio paso a la primera dictadura derechista que se estableció en Europa.

Finlandia era un ducado autónomo del imperio ruso hasta la caída de los Romanov en 1917. La situación que estableció fue que, sin el tradicional control de las tropas imperiales, se crearon las Guardias Rojas con grupos socialistas y las Guardias Blancas con antirrevolucionarios. Para los socialistas se trataba de una doble batalla por la revolución y la democracia; para los blancos fue una guerra de liberación para separarse de la influencia maligna del bolchevismo. La revolución fue derrotada y los vencedores desataron un Terror Blanco sobre la clase obrera que combinó represalias extralegales y al amparo de la ley. El asesinato fue completamente arbitrario y las víctimas no fueron necesariamente ni los socialistas más activos ni los acusados de ejecutar el Terror Rojo. Fue una guerra civil que, por carecer de ejército nacional, se desarrolló como un conflicto paramilitar con grupos de voluntarios armados que no supieron controlar la espiral de violencia.

Alemania cayó derrotada en la Primera Guerra Mundial y la población se lanzó a las calles al sentirse engañada por las promesas de victoria de la propaganda oficial. Los consejos de obreros y soldados se multiplicaron de forma esporádica y la oleada revolucionaria llegó a Berlín provocando la abdicación del Kaiser y el derrumbe del todopoderoso imperio alemán. Era el fin del orden tradicional como había ocurrido un año antes en Rusia. En ese momento los grupos de revolucionarios eran pequeños en número y por lo tanto débiles, sin embargo aspiraban a una revolución al estilo bolchevique y por eso no reconocieron al gobierno provisional socialista mientras un grupo antibélico creado en 1914 abanderaba el movimiento al grito de “Todo el poder a los soviets” y, aunque eran pocos, muchas gene los percibió como una amenaza bolchevique. La insurrección de estos grupos comenzó en enero de 1919 para derribar al gobierno socialdemócrata y nombrar un comité revolucionario.

Los Freikorps se crearon para sofocar la revuelta y estaban compuestos por trabajadores, soldados, burgueses, estudiantes favorables al gobierno y a las órdenes de antiguos oficiales del ejército que odiaban la revolución. Los rojos eran ratas que estaban inundando Alemania y había que eliminar con medidas de extrema violencia: La intelectual marxista Rosa de Luxemburgo murió aplastada a culetazos y rematada a balazos y su asesinato ilustra dos concepciones políticas que marcarían el futuro del continente. Los Freikorps y el ejército, primero a instancia de los socialdemócratas y por iniciativa propia después, sacaron sus armas para luchar contra el bolchevismo, como más tarde lo harían para socavar la legitimidad de la república y derribarla. Más allá de las discrepancias ideológicas, el verdadero cisma entre socialdemócratas y marxistas se estableció con el estallido de la guerra en 1914, cuando los primeros apoyaron la causa bélica de la Alemania Imperial y los segundos la denunciaron y la querían aprovechar para que los trabajadores derribaran el capitalismo. Algunos grupos de Freikorps se especializaron en el asesinato político. La mayoría de las víctimas no fueron comunistas, sino político, banqueros y católicos que fueron etiquetados como traidores a la patria y responsables de la caída de la monarquía.

La transición de la guerra a la paz no fue aceptada por algunos oficiales y soldados que sintieron la frustración de la derrota de los Imperios y, bajo la denominación de contrarrevolucionarios, se rebelaron contra un nuevo mudo de repúblicas y revoluciones. Se sentían horrorizados por el Terror Rojo que llegaba desde el Este y pusieron sus armas al servicio de la violencia paramilitar de unas formaciones que compartían la cultura de la derrota, el odio al bolchevismo, a los judíos y a las mujeres politizadas. Si la revolución amenazaba las jerarquías sociales, el orden y la autoridad, la contrarrevolución nacía para impedirlo, reparar los daños de la derrota en la guerra y la humillación nacional mediante una venganza violenta.

Después de la derrota de todas las revoluciones comunistas llegaba el momento del ajuste de cuentas. La persecución contrarrevolucionaria afectó a socialdemócratas, liberales, intelectuales, escritores, músicos, judíos y mujeres rojas, un desprecio muy presente que diferenciaba entre las enfermeras tan castas como las madres, esposas e hijas de clase media y alta, y las mujeres de clase obrera que, armadas con rifles, amenazaban la integridad masculina.

La emancipación política de las mujeres socialistas y comunistas se percibía como una amenaza en el contexto de guerra, derrota y revolución hasta desencadenar una brutal represión de los Freikorps mediante torturas, violencia sexual y rituales de mutilación del cuerpo. Los paramilitares ultraderechistas agredían a las mujeres para reafirmar su identidad híper masculina, el culto a la virilidad forjado en las trincheras, el respeto a las jerarquías y el amor a la patria. Los niveles de violencia no bajaron significativamente hasta 1923.

El paramilitarismo allanó el camino para el surgimiento del fascismo que desde el principio estuvo unido a la violencia como distintivo fundamental, el elemento unificador de su existencia. Mussolini inauguró el fascismo el 23 de marzo de 1919 con una reunión de cincuenta individuos. Todo cambió un año más tarde cuando las actividades violentas contra periódicos socialistas y locales de sindicatos para intimidar o asesinar si era necesario. Era una lucha armada dirigida fundamentalmente a ganar la guerra de clases contra los socialistas. Las camisas negras propagaron el terror por el campo, ocuparon ciudades, dieron palizas y humillaron a sus adversarios políticos, eran pandillas que demostraban su hombría. En 1921 eran un cuarto de millón de militantes.

El plan de insurrección de los fascistas italianos comenzó ocupando edificios púbicos hasta partir desde diferentes sitios para converger en Roma. El presidente del gobierno presentó un decreto de ley marcial al rey Víctor Manuel para usar el ejército contra los fascistas, el rey se opuso para no crear divisiones dentro del cuerpo militar y el gobierno dimitió. Fue el rey quien nombró a Mussolini jefe de Gobierno, una decisión aplaudida por quienes esperaban que el socialismo dejase de amenazar a las clases acomodadas y el orden social establecido. El fascismo italiano accedió al poder con una combinación de violencia paramilitar y maniobras políticas sin levantamientos militares ni elecciones.

El camino de la dictadura hacia el nuevo orden fascista se consiguió con la aparente aceptación popular de la autoridad que había logrado la banalización de la violencia para controlar la oposición, eliminar las libertades de prensa, crear una policía secreta para detener a los ciudadanos y así, con la institucionalización de la violencia y el terror, disciplinar a quienes rechazaban la obediencia absoluta a la autoridad del Duce.

Las dictaduras que se establecieron en otros países del centro y sudeste en los años veinte y treinta tras la disolución de los imperios no fueron fascistas. Fueron antiparlamentarias, autoritarias, anticomunistas y antiliberales surgidas del choque violento entre revolución y contrarrevolución.

La violencia también anidó, con niveles más bajos, en los estados democráticos. La democracia pudo regular y reprimir la violencia entre comunistas y fascistas, sin embargo en las colonias los métodos de pacificación fueron violentísimos. Veamos algunos ejemplos.

Gran Bretaña es el paradigma de la excepción de la militarización de la política, una tranquilidad británica matizada por el ciclo de violencia irlandesa entre 1920-1921 cuando el ejército de la República Irlandesa (IRA) desafió a la corona británica y comenzó una guerra de independencia en la que, más que una fuerza paramilitar, se comportaba como un ejército con la convicción de representar a la nación frente a la colonización británica. El resultado fue el Estado Libre Irlandés, pero el IRA y una parte de la sociedad no admitieron que seis condados del Úlster permanecieran en el Reino Unido como pago por la independencia. La guerra civil produjo una profunda división en una sociedad que se vio muy afectada por la violencia.

Francia, la otra gran vencedora de la Primera Guerra Mundial, elaboró una cultura de la victoria aumentando el tamaño y el prestigio del ejército que era recibido con ceremonias cívicas y rituales nacionales, pero también abundaron los defensores de la violencia política que formaron unidades paramilitares visualizadas en un terrorismo de ultraderecha y, sin embargo, la mayoría parlamentaria de un gobierno conservador dejó a los paramilitares sin espacio ante la fortaleza del Estado, las fuerzas armadas y la casi completa ausencia de tensiones étnicas o fronterizas.

España, siguiendo la senda de la mayoría de los países europeos, también resolvió sus conflictos por la vía violenta. Hasta la Segunda República la sociedad española parecía al margen de la ola violenta, tal vez por su neutralidad en la Primera Guerra Mundial que le evitó la desmovilización de millones de excombatientes, sin embargo, había capas sociales que también temían al bolchevismo, las diferentes manifestaciones del socialismo y el sueño de un nuevo mundo igualitario que surgiría de la lucha de clases. Los problemas de España tenían que ver con el corporativismo del ejército, la deriva autoritaria de la corona, el conflicto colonial marroquí, la movilización sindical y las protestas populares que, en sectores conservadores, sonaban a cánticos de la revolución rusa. Hasta que todo estalló en Barcelona donde cayeron militantes anarcosindicalistas enrolados en grupos de acción y patrones que, entre los empresarios más radicales contrataron cuerpos de seguridad privada para encontrar soluciones de fuerza hasta que algunos de ellos derivaron en simples bandas de pistoleros. Las críticas al rey por su intervencionismo colonial y el fracaso en la guerra de Marruecos le llevaron hasta el final del régimen de la Restauración monárquica mediante el golpe de Estado de Primo de Rivera en 1923 que instauró una dictadura con rey hasta la proclamación de la II República el 14 de abril de 1931 que encontró grandes dificultades para asentarse, desde las insurrecciones anarquistas en Asturias y Cataluña fuertemente reprimidas por las fuerzas armadas del Estado republicano hasta el golpe de estado de 1936, un conflicto militar que enterró definitivamente las soluciones políticas y en su lugar puso una guerra que contenía muchas capas: De clases entre diferentes concepciones del orden social, de religión entre catolicismo y anticlericalismo, entorno al concepto de patria y nación, de las ideas que pugnaban en el escenario internacional. Tres años de guerra para que la sociedad padeciera una oleada de violencia sin precedentes por el desprecio de la vida del otro y como a partir de entonces, y no antes, se sucedieron las violencias que ya habían recorrido Europa desde la Primera Guerra Mundial: Revolucionaria, contrarrevolucionaria, paramilitar, fascista/nacionalista y asesinatos masivos en retaguardia. Y la más específica, la derivada de convertir la guerra en cruzada religiosa, la guerra santa y el odio anticlerical cuando el vacío de poder causado por el golpe de estado inauguró un periodo de odio de clase que quiso aniquilar el viejo orden y, aunque la ola destructiva alcanzó a la Iglesia de lleno, el impulso anticlerical no aportó ningún beneficio a la causa republicana y España, como otros muchos países, sufrió un retroceso democrático por el camino hacia una dictadura ultraderechista. A finales de 1940 solo seis democracias permanecían intactas: Reino Unido, Irlanda, Islandia, Suecia, Finlandia y Suiza.

3 Violencia sin frontera

Los verdugos, asesinos y violadores, en los casos más extremos de violencia, creaban sus propios rituales para la limpieza étnica, el genocidio y la violación sexual.

La limpieza étnica es la eliminación sistemática por medios violentos de un grupo definido por su etnicidad o nacionalidad, y generalmente implica la existencia de un perpetrador violento y una víctima inocente e indefensa. El concepto de “limpieza” surge en Europa a lo largo del siglo XX gracias al idealismo de crear naciones y Estados puros y homogéneos en el que imponer la lengua nacional y, por lo tanto, precisaba de la represión hacia las minorías. La primera limpieza étnica comenzó en 1912 en los Balcanes, la segunda se corresponde con la hegemonía nazi que coincidió con las grandes deportaciones masivas en la Unión Soviética definidas por la nacionalidad, la tercera comenzó con el final de la Segunda Guerra Mundial y el desplazamiento de población de los años posteriores, la última ocurrió en la antigua Yugoslavia a finales de los años noventa. Todos estos casos comparten la extrema violencia, la presencia de guerras como elemento legitimador y la determinación de que la limpieza, además de borrar la huella biológica, tenía que alcanzar los signos físicos y la memoria cultural.

El término genocidio fue acuñado por el abogado polaco y judío Raphael Lemkin durante la Segunda Guerra Mundial, su definición incluyó la idea del odio contra un colectivo racial, religioso o social contra los que se ejecutaba una acción punible hacia la vida, la libertad o la dignidad, además de acciones para destruir su arte o cultura. La ONU en 1948 adoptó su definición pero eliminó las referencias a los crímenes políticos o de clase, seguramente por dos motivos. El primero para subrayar el ataque racial de los nazis contra los judíos. La segunda salvaguardar la Alianza a la que partencia la Unión Soviética que ya realizaba políticas de persecución estalinista contra campesinos y rivales políticos.

Las políticas raciales nazis, además de dirigirse contra los judíos con raíces antisemitas de antes de 1914 y las guerras coloniales, también perseguía a los “defectuosos” con discapacidades mentales y los “asociales” como gitanos y vagabundos. La “solución final” para asesinar en masa y deshacerse de los cadáveres como una práctica de exterminio sistemático se sustentó sobre un grupo de la clase media alemana, muchos de los cuales eran titulados universitarios y ayudaron a que el Holocausto tuviera esa extraña combinación de brutalidad y proceso administrativo con una logística tan concienzuda como eficaz, y que tuvo en Adolf Eichmann el icono de un funcionario que pertenecía a una maquinaria burocrática perfectamente engrasada para el aniquilamiento.

El desplome de la Unión Soviética permitió el acceso a los archivos donde se mostraba  a Stalin como el responsable de los asesinatos masivos que ocurrieron durante su dictadura porque conocía todos los detalles y ejerció un poder que alcanzaba para decidir sobre la vida y la muerte, un poder sin restricciones que incluyó deportaciones, sufrimientos y agonías cuando a partir de 1928 se promovió la persecución contra los kulaks, que los bolcheviques identificaban como los campesinos ricos, y que se extendió a cualquier pequeño propietario. La represión se dirigió contra los enemigos de clase y los grupos que representaban al antiguo régimen zarista y, en los años treinta, también se comenzó a decapitar el propio partido comunista y el ejército. Fue Stalin quien se encargó personalmente de dirigir la eliminación de la vieja guardia del partido bolchevique. Todas estas órdenes desencadenaron un Terror del que eran participes decenas de miles de personas para ejecutar los actos de represión.

Hitler y Stalin fueron dictadores, asesinos y genocidas que aniquilaron millones de personas y destruyeron países y sociedades en nombre de una utopía transformadora. Esta crueldad e indiferencia hacia el que se consideraba el enemigo se convirtió en seña de identidad de toda Europa en los años treinta y cuarenta.

La violencia sexual, dentro de la brutalización general, adoptó formas específicas hacia las mujeres en forma de violaciones, mutilaciones, prostitución, rapado de pelo, matrimonio y embarazos forzados.

En el verano de 1915 los hombres de Armenia había  sido desarmados y, sin posibilidad de resistencia, el siguiente blanco fueron las mujeres y los niños. Cientos de miles fueron desplazadas hacia el desierto Sirio por el Imperio Otomano con el propósito de matarlas o dejarlas morir de hambre y deshidratación. Las mujeres eran violadas para convertirse en mercancía distribuida entre los habitantes de las zonas por las que transitaban hasta convertirlas en esclavas al servicio de los musulmanes de la zona. En los casos más brutales a las mujeres embarazadas se les extraía el feto para simbolizar la completa destrucción y el dominio total de los verdugos.

Algunas autoridades alemanas de los años cuarenta estuvieron preocupadas por el peligro que corría la pureza de la raza y su incompatibilidad con la prostitución, los intercambios sexuales y la lógica de la higiene racial. Estas preocupaciones no llegaban ni a los soldados en el frente, ni a los campos de concentración donde se sucedían las violaciones, sin embargo las leyes raciales de 1935 prohibía mantener relaciones sexuales entre la “raza superior” y las “inferiores” y así, la propaganda de los líderes nazis intentó disuadir a los alemanes de que judías y gitanas, que estaban destinadas al aniquilamiento, se convirtieran en “objeto de deseo sexual.” Sin embargo hubo muchos casos de abuso sexual por las SS en los campos de concentración cuando las mujeres llegaban forzadas a la “sauna” donde se desvestían, eran desinfectadas, rapadas y se les tatuaban un número en el  cuerpo.

En la España de la guerra civil y la postguerra se rapó a muchas “mujeres rojas”, una práctica que dejó testimonios orales, escritos y fotográficos. Los responsables de esta humillación eran grupos paramilitares, sobre todo falangistas y después guardia civiles. Las “pelonas” como se las llamaba en Andalucía eran señaladas y paseadas por las calles. El rapado funcionaba para construir al “rojo” como el “enemigo interno” de la patria.

En Francia se raparon a 20.000 mujeres entre 1943 y 1946 acusadas de colaborar con las fuerzas de ocupación alemanas humilladas por miembros de la Resistencia, vecinos, autoridades y miembros de la policía. Se trataba de  un espectáculo público en torno al castigo a los traidores.

4 Democracias: Sistemas de persecución

La derrota militar del fascismo favoreció el modelo de una sociedad democrática de sufragio universal, estado de bienestar, prestaciones sociales, progreso y consumo. Pero la violencia no desapareció y, aunque la cultura dominante la rechazaba, Europa occidental diseño sistemas de persecución contra rebeliones en sus colonias desde mediados de los años cuarenta hasta los setenta. La violencia también continúo en los estados bajo el bloque soviético dominados por partidos comunistas y en las anomalías históricas de Europa Occidental con dictaduras ultraderechistas de Portugal y España o el régimen de Los Corones en Grecia desde 1967 a 1974.

Los ejércitos conquistadores en cualquier época histórica siempre han encontrado colaboradores voluntarios en los países ocupados, pero el término colaboracionista apareció por primera vez en palabras del mariscal francés Pétain tras un encuentro con Hitler en octubre de 1940. La colaboración francesa con los nazis dotó personal nativo a una burocracia nacional establecida con el consentimiento del ocupante formada con funcionarios, fuerzas armadas, hombres de negocios y afines en el terreno ideológico. Con la expulsión de los nazis cientos de miles de personas sufrieron la violencia vengadora mediante linchamientos en los últimos meses de la guerra o fueron sometidos a actuaciones judiciales que los llevaron a las cárceles. Pétain fue condenado a muerte. En Italia unos 15.000 fascistas fueron asesinados sobre todo en el norte del país y la liberación fue acompañada por linchamientos a manos de los partisanos.

El odio de los verdugos fue sustituido por el odio de las víctimas y durante la postguerra se recuperaron las ejecuciones públicas contra nazis, fascistas y colaboradores, sobre todo en el este de Europa donde el avance de las tropas soviéticas aplastó a los ejércitos de Hitler y sus aliados y, si el comportamiento de las tropas alemanas incluía violaciones y saqueo, la simple victoria no restablecía el honor de los hombres soviéticos que necesitaban una humillación total del enemigo simbolizada por la completa deshonra mediante la violación de sus mujeres frente a vecinos, maridos, niños y desconocidos.

Los dos primeros años de postguerra estuvieron caracterizados por la violencia y millones de desplazados entre soldados, prisioneros de guerra, liberados de los campos de concentración, expulsados y deportados. Alcanzar la normalidad no fue fácil y, mientras los castigos descendían, la tendencia fue hacia el perdón lo que limitó la desnazificación de la Alemania Federal y, de perseguir a fascistas, se pasó al “enemigo comunista” con el comienzo de la Guerra Fría y el reparto de Europa en dos zonas de influencia, la de Estados Unidos y la de la URSS. Comenzaba lo que Hobsbawn definió como la Edad de Oro pero, ese análisis de dividir el siglo XX europeo entre catástrofe y prosperidad está lastrado por importantes matices: La democracia no se instaló en el Portugal de Salazar, la España de Franco y en la Europa que va desde la frontera de Austria a los Urales.

La guerra de Francia contra el movimiento de independencia de Argelia entre 1954 y 1962 ilustra la continuación de la cultura militar, una violencia que las democracias creían superada y en la que tuvieron lugar numerosos casos de tortura y violencia sexual. A partir de 1959 los disparos de los soldados franceses a las mujeres fueron calificados como actos de guerra hasta el alto el fuego. El Frente de Liberación asesinó a 10.000 franceses opuestos a la independencia y 150.000 argelinos que había permanecido leales a Francia.

El terrorismo apareció en Europa en el último tercio del siglo XIX conectado con el surgimiento del Estado-nación y el uso de la violencia para desafiar a la autoridad, matar al tirano y conseguir los objetivos revolucionarios. En esos inicios se daba mucha importancia a los magnicidios y, aunque esa idea no desapareció, el terrorismo italiano neofascista puso una bomba en una estación de ferrocarril en 1978, una facción del Ejército Rojo alemán atentó contra bancos, comercios y asesinó banqueros, industriales y jueces. ETA en España y el IRA en Irlanda fueron las organizaciones que más víctimas causaron para sostener mitos nacionalistas. Sin embargo esta violencia terrorista fracasó en la obtención de sus objetivos políticos porque, al contrario que en la primera mitad del siglo XX, la sociedad y la política a partir de 1949 rechazó la violencia como método político y depositó el monopolio de la violencia en los Estados que regularon la posesión privada de armas. La experiencia de las dos guerras mundiales había cambiado la percepción que muchos ciudadanos tenían de la violencia.

En occidente nos encontramos con dos dictaduras de orígenes muy diferentes: Portugal tras un golpe de estado triunfante, España con un golpe de estado fracasado que necesitó de una guerra civil de casi mil días para alcanzar el poder. Lo que las igualó fue su larga duración. La dictadura de Portugal 48 años entre 1926 y 1974 y la de Franco 36 años desde 1939 a 1975.

La dictadura de Franco se consolidó en los años de la Segunda Guerra Mundial situando a España en la misma senda de muerte y crimen que recorría la mayoría de los países de Europa. La posguerra española anticipó las purgas y castigos que se vivirían en el continente después de 1945. La guerra terminó con la centralización de la violencia en la autoridad militar, un terror institucionalizado al amparo de las nuevas leyes del Estado que subrayó la división entre vencedores y vencidos, patriotas y traidores, nacionales y rojos. Una violencia organizada desde arriba y sustentada en la venganza de “paseos” y fusilamientos sin juicios. Es importante señalar que la participación ciudadana le dio fuerza hasta que el paso del tiempo dulcificó la violencia pero sin renunciar a la guerra civil como acto fundacional de una represión que Franco administró hasta pocas semanas antes de su muerte cuando se ejecutó a cinco supuestos miembros del FRAP y ETA.

En 1967 se produjo un golpe de estado en Grecia que abrió un periodo de siete años de persecución política y terror. Fue la Dictadura de los Coroneles que, con la excusa de impedir la toma del poder por los comunistas, se anticipó a las elecciones generales, detuvieron a las principales figuras políticas y, entrenados por la CIA, tomaron los principales centros militares. El régimen se consolidó a través de la intimidación mediante la brutalidad de la policía militar contra izquierdistas, funcionarios y profesores. EE. UU: apoyó la dictadura mientras los disidentes en el extranjero mostraban el cordón umbilical que unía el fascismo en su nueva versión apoyada por el imperio norteamericano para conectarlo con las oligarquías locales. En ese momento Grecia era un territorio clave en los equilibrios de la Guerra Fría, lo que nos sitúa ante el tema fundamental de como las dictaduras fueron apoyadas por las democracias occidentales.

La revolución de 1974 en Portugal, la caída pocos meses después de los Coroneles en Grecia y la muerte de Franco en 1975 provocó un giro en lo que había constituido una anomalía justificada por su dudosa utilidad en la lucha contra el comunismo.

5 El final del comunismo

Todos los regímenes en la Europa Central y del Este que habían caído en el abismo de los autoritarismo de ultraderecha de los años veinte y fueron contaminados por el nazismo durante la guerra, cambiaron el domino alemán por el soviético. El péndulo se movió de un lado a otro

La destrucción de la Segunda Guerra Mundial allanó la llegada del poder comunista con una administración estatal implantada sobre poblaciones impactadas por los años de guerra y la quiebra de valores y comportamientos. El antiguo caos de la guerra nazi tuvo una fácil sustitución por el nuevo orden comunista de los tanques desplegados en los ochos países que el Ejército Rojo ocupó en 1945, un bloque que se denominó Europa del Este, un concepto político definido por un socialismo, comunismo y totalitarismo que no tenía en cuenta ni a individuos, ni naciones y así, Stalin impuso su visión del comunismo a los países vecinos.

La Unión Soviética, que se encontraba económica y demográficamente muy deteriorada por la guerra, se percibió como una superpotencia que causaba miedo a sus vecinos y antiguos aliados. De esta manera la presencia militar de la Unión Soviética en su radio de acción fue duradera y estableció una barrera de contención mediante unos países en los que se construyó el poder a través de la destrucción de la sociedad civil, de manera que el sistema comunista vivió en estado de guerra permanente contra sus propios ciudadanos mediante ejecuciones, represión y censura que tan bien conocían las dictaduras ultraderechistas y fascistas del resto del continente.

La excepción era Yugoslavia, un país diferente de la región porque el comunismo de Tito no había llegado con la invasión del Ejército Rojo, ellos habían ganado una guerra partisana contra el fascismo y, aunque la dictadura posterior eliminó a sus opositores políticos utilizando una ortodoxia ideológica que se parecía mucho a la usada por la URSS sin embargo, Tito y su carisma tuvo la capacidad de mantener la independencia frente Stalin que, en 1948, lo acusó de antisoviético y rompió relaciones.

Stalin, constructor del comunismo, murió en 1953 después de convertirse en una autoridad sacralizada mediante el culto que se creó en torno a su figura que simbolizó un sistema de concebir la política y la nación. Stalin no tenía un claro sucesor y tuvieron que pasar cinco años hasta que Jrushchow lo consiguió pero, aunque denunció las políticas totalitarias de Stalin, no renunció al uso de la represión en las insurrecciones de Hungría y Polonia. Brezhner, quince años después, solucionó la primavera de Praga de 1968 con la invasión de Checoslovaquia y así eliminar el intento de solventar la ruptura histórica que se había producido entre socialismo y democracia.

El comunismo ya había perdido toda su credibilidad cuando el presidente de la URSS Gorbachov intentó renovarlo a mediados de los años ochenta y, con la llegada de las revoluciones de 1989 ya no se trataba de democratizar el socialismo, el objetivo era la democracia y el libre mercado. En menos de un año cayeron de forma pacífica todas las tiranías de larga duración, excepto en Rumania, no hubo ni asaltos ni contrarrevoluciones porque los regímenes pro soviéticos se desmoronaron desde dentro por pérdida de compromiso ideológico y el factor Gorbachov que rechazó recurrir a los tanques.

El legado de estas revoluciones, si es que lo fueron, se ha debatido con posterioridad porque el final de la prevalencia soviética también llevó al florecimiento de una retórica reaccionaria que incluyó mensajes racistas, fascismo residual y un fundamentalismo etnoclerical y militarista. Tal vez todo cambio para no cambiar nada porque los burócratas del partido y el Estado siguen ahí, tan solo se adaptaron para establecer un nuevo dominio. El resultado no fue igual en todos los países, la desmantelación de las dictaduras comunistas no significó la implantación automática de una democracia liberal. Las excepciones violentas se produjeron en Rumania y Yugoslavia.

Aunque Ceausescu había llevado a Rumania a un problema de abastecimiento de los productos básicos que derivó en un aislamiento internacional, en noviembre de 1989 el líder rumano dijo en un discurso durante el congreso del Partido Comunista que el socialismo tenía un largo futuro, sin embargo el 16 de diciembre unas dos mil quinientas personas marcharon hacia el centro Timisoara para asaltar la sede del Partido Comunista. La tarde del 17 de diciembre el ejército tomó las calles en las que hubo 60 muertos. El 18 de diciembre Ceacescu se fue de visita a Irán mientras su mujer se quedaba al cargo y, como era habitual, se organizó un recibimiento para recibir al mandatario. El 20 de diciembre la plaza del Palacio de Bucarest se llenó de una multitud obligada bajo amenaza de despido. Tras los aplausos y las aclamaciones desde la parte de atrás surgieron pitidos y abucheos hasta que todo se precipitó. Al mediodía del 21 de diciembre miles de personas habían visto a Ceausesco por la televisión y lo habían identificado con un tirano viejo y débil. El 22 de diciembre el dictador acusó al ejército de disparar contra el pueblo y aseguró su derrota porque los comandantes del ejército lo abandonaron y se unieron a los manifestantes. Ceausesco intentaron escapar pero fueron detenidos y entregados al ejército. El día de Navidad de 1989 un tribunal militar los condenó por asesinato en masa y fueron ejecutados por un pelotón de fusilamiento.

Yugoslavia, que no existió hasta el siglo XX, sin embargo ocupaba un territorio donde vivían los eslavos del sur en una historia sur que se puede rastrear hasta el siglo VI. La primera Yugoslavia fue la consecuencia de la desintegración de los imperios de los Habsburgo y otomano tras la Primera Guerra Mundial en forma de los Reinos de los Serbios, Croatas y Eslovenos entre 1918-1929 para derivar en el Reino de Yugoslavia 1929-1941 que dejó de existir con la invasión nazi salvo el Estado Independiente de Croacia. Una segunda Yugoslavia surgió tras la derrota de los fascismo con Tito como presidente y seis repúblicas (Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Serbia, Montenegro y Macedonia) La tercera Yugoslavia es un proceso de desintegración del estado anterior cuando la Serbia de Milosevic estableció la República Federal de Yugoslavia basada en un nacionalismo racial al que se enfrentaron Eslovenia y Croacia. Con la caída de los comunistas en 1990 se eligió una coalición de partidos para organizar un plebiscito de independencia. Las elecciones en Croacia de 1990 llevaron al poder a la Unión Democrática Croata que comenzó a utilizar los símbolos nacionales tradicionales que había lucido durante la Segunda Guerra Mundial en los campos de exterminio de serbios, judíos, comunistas croatas y gitanos. En las  zonas  croatas de mayoría serbia se produjeron tensiones y la guerra terminó por afectar a todo el territorio. Al contrario que en Eslovenia y Croacia, en Bosnia-Herzegoniva no había un grupo étnico mayoritario con un 43% de musulmanes, un 31 % de serbios y un 17% de croatas que en general habían convivido con notables dosis de tolerancia pero, los nuevos partidos surgidos tras la debacle comunista se radicalizaron hasta desencadenar una guerra larga, violenta y con episodios de genocidio como el asesinato de casi toda la población masculina musulmana de Srebrenica, o la campaña de limpieza étnica lazada desde Serbia contra los musulmanes separatistas albaneses de Kosovo que contó con acciones terroristas del Ejército de Liberación de Kosovo. Resulta muy difícil examinar e interpretar las guerras que siguieron a la desintegración de Yugoslavia bajo un solo relato. El conflicto solía verse desde occidente como el estallido de un odio étnico ancestral que se producía entre identidades tan sectarias como irreconciliables que venían definidas por la nacionalidad y la religión. La mayoría de los historiadores han rebatido estos argumentos y han apuntado a la manipulación de las élites para construir y exagerar los relatos étnicos que polarizaron las sociedades y, por lo tanto, el sectarismo étnico que, antes que incitador, fue la consecuencia de una guerra provocada por la desintegración política, mientras la violencia fue una estrategia utilizada por esas élites Serbias y Croatas para desmovilizar a quienes querían un cambio estructural del poder económico y político que podría afectar negativamente a los intereses de esas élites. No se trata de negar la importancia de la etnicidad y los sentimientos nacionalistas promovidos por Milosevic en Serbia, Kokan en Eslovenia o Tudjam en Croaciapero y como la deshumanización del contrario llevaba a llamar “perros” a los bosnios musulmanes, pero también sin duda, hubo otros factores coyunturales que procedían de la década anterior a la muerte de Tito como la quiebra de instituciones, una década de austeridad y el deterioro del nivel de vida del tejido social.

6 Coda al estilo Hannah Arendt

Arendt publicó “Sobre la violencia” a mitad del siglo XX y ya entonces lo define como el siglo de guerras y revoluciones donde todo lo que ocurrió se puede medir por el denominador común de la violencia que, en sí mismo, ya alberga un elemento de arbitrariedad que nada tiene que ver con el miedo a la agresión: La violencia y la guerra aparecen en el escenario político por el simple hecho de que todavía no hemos encontrado un árbitro definitivo que ponga en razón las palabras de Hobbes cuando dijo: “Los pactos, sin la espada, son algo más que palabras”

En cualquier reflexión sobre la historia es imprescindible saber que la violencia siempre tiene un papel fundamental porque, más allá de la afirmación de Clausewiz de que la guerra no es otra cosa que la continuación de la política por otros medios, la violencia sobre todo es un acelerador del desarrollo económico y por eso es tan importante señalar que la continuación de la Segunda Guerra Mundial, más que una Guerra Fría, fue la instauración de un complejo laboral, industrial y militar.

La visión de Marx sobre la violencia, aún consciente del papel que representaba en la historia, la situaba en un plano secundario de los cambios históricos, quizás sugiere Arendt, porque la violencia que conoció Marx era la que había terminado con el Antiguo Régimen y la consideraba como un actor secundario frente a las propias contradicciones de una sociedad que decayó ante una nueva sociedad que, si bien había sido precedida por la violencia, en realidad esa nueva sociedad no la había provocado, sino que la violencia era como los dolores del parto que preceden, pero no causan el nacimiento.

Arendt recuerda que entre muchos teóricos de la política defienden que la violencia no es más que la manifestación más fragante del poder. Este consenso que equipara poder y violencia puede tener sentido si aceptamos la concepción de Marx cuando define el estado como un instrumento de opresión en manos de la clase dominante, lo que nos lleva a una pregunta clave “¿El fin de la guerra y la violencia significaría el fin de los estados? Pero frente a esta concepción, otros autores como Passerin d´Entréves definen el poder como una forma mitigada de violencia y, el hecho de usar la fuerza de acuerdo a la ley cambia su naturaleza y así, el mero hecho de condicionar el uso de la fuerza, deja de ser fuerza. Se trata de obedecer a las leyes no a los hombres porque es el apoyo del pueblo el que da el poder a las instituciones de un país que da el origen a las leyes.

Arendt afirma que nunca ha existido un gobierno basado exclusivamente en la violencia porque, incluso el dirigente totalitario cuya herramienta principal de poder sea la tortura, necesita una base de poder de policía secreta y una red de informantes, ese factor humano donde apoyarse para que la violencia tenga éxito, por eso, aunque el poder y la violencia son fenómenos distintos, generalmente aparecen juntos y, quien gobierna por medio de la violencia, es porque teme la pérdida de poder, lo podemos ver en la solución rusa frente a la alternativa planteada por los checoslovacos en 1968, o el apoyo norteamericana al golpe de Estado que Pinochet cometió contra el gobierno chileno de Allende en 1973. Por eso en términos políticos, Arendt afirma que en realidad el poder y la violencia se oponen el uno al otra porque, allá donde domina el poder se ausenta la violencia y viceversa.


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