El laberinto
La humanidad en el laberinto
Paco Ortega se inspira en la experiencia personal de
quedarse encerrado en un teatro para escribir una obra con aromas a Chejov. El
dramaturgo ruso publicó en 1887 ‘El canto del cisne’. La obra nos cuenta la
historia de Vasili Vasilievich Svetlovidov, un actor que se despierta en el
escenario vacío de un teatro del que no puede salir, y en el que conversará con un apuntador tan
veterano como él sobre su vida escénica y personal. Ortega cambia esa relación
del teatro dentro del teatro para hacer una exégesis sobre las relación que se
establece los dos elementos claves para que exista el arte escénico y así, la
espectadora que reemplaza al apuntador de Chejov le permite hacer una pirueta
mucho más interesante que atender a la memoria del Svetlovidov, porque Ortega
sube a la espectadora al escenario, cambia su condición en el contrato implícito
entre patio de butacas y escenario, y esa ocupación del espacio reservado para
los actores rompe la frontera que separa ficción y realidad.
La escenografía deja a la vista del público las tripas que permanecen ocultas durante una
representación. Esa completa desnudez me recuerda la acotación con la que
Chejov comienza su obra, cuando describe el espacio vacío de un teatro de
provincia de segundo orden pero, en lugar de trastos viejos y las puertas de
los vestuarios toscamente construidas y desprovistas de pintura, en esta
ocasión se nos muestra un catálogo de utilería bien ordenada que, lista para su
uso, vuelve a poner en tela de juicio la delgada línea que separa el espacio de
la ficción y de la realidad y sin embargo, ‘El laberinto’ huye de esa premisa y
aspira a que las condiciones óptimas del experimento escénico le permitan cambiar
la vida al espectador y al actor. Esa es la sustancia nutritiva de la obra: Observar
la relación que se establece entre la carga emocional que cada espectador
arrastra hasta la butaca, y como esa historia personal alcanza una nueva
dimensión si conecta con los acontecimientos representados en el escenario.
La dramaturgia de Ortega de una paso más en ese sentido cuando
es la espectadora quien alimenta la peripecia mediante una imaginación
desbordante para revelar una voz narrativa con capacidad de construir relatos a
partir del simbolismo de los sueños. Un material que se trasplanta al escenario
para que el actor ejerza de acelerador de los acontecimientos hasta llegar a la
catarsis final, y provocar ese cambio esencial que todo espectador busca en una
obra de teatro. Un final en todo lo alto
donde espectadora y actor ya no son los mismos que al principio de la
representación, y sin embargo Ortega ha decidido introducir una coda para retomar
la querencia de Chejov por sacar los acontecimientos fuera del escenario y así,
el actor tiene una última oportunidad de buscar su propia catarsis más allá de
las paredes del teatro. Pero esa querencia hacia Chejov es solo un señuelo. Lo
cierto es que la función se aleja del pesimismo que destila Svetlovidov en ‘Un
canto del cisne’ cuando comprende que su relación con el público no va más allá
de un aplauso que tras pagar en taquilla, nunca cruza la línea de la intimidad.
Ortega sin embargo se apiada de su actor y abre una puerta a la esperanza para
que pueda salir de un universo que transcurre al capricho de lo que dicta un
autor, o los sueños de una espectadora.
La dirección se desliza desde una leve naturalidad hacia una
declamatorio con aire romántico que tiñe toda la peripecia de una nostalgia
intima, muy ligada a un texto con intenciones líricas, y las suficientes pinceladas
dramáticas para que los acontecimientos del pasado tengan impacto en el
presente.
El inicio de la función tiene el poder de una teatralidad
que te atrapa hasta que se produjo un giro inesperado para introducir un nuevo
factor narrativo. La tenue iluminación cambió en un segundo para avisarnos de
un cambio drástico. Ahora toda la atención recae sobre un primer plano
protagonizado por la aparente lectura de un cuento y el espectáculo decae gracias
a la entrada en escena de una narración oral qu dura demasiado tiempo, y somete
a la historia a una deriva que va mucho más allá del uso que Chejov hacía de la
acción indirecta, cuando los eventos
destinados a tener una gran carga dramática ocurrían fuera de escena. En este
caso la narración, un elemento tan legítimo como cualquier otro, adolece del
suficiente grado de intensidad dramática para aguantar con solvencia la
presencia en el escenario porque, como afirma Claudio Tolcachis, cuando la voz
es el material esencial y único es imprescindible acudir a algún elemento que transforme
al narrador oral en actor de teatro, algo que vaya mucho más allá de proyectar
la voz con diferentes intenciones. Un aliño técnico o artístico para que el
espacio sonoro sea un nuevo significante de carácter escénico, al estilo de la
contundente banda sonora de Nicolás
Aguarod y su determinación por ilustrar la tensión propia de la tragedia.
Afortunadamente la representación se eleva de nuevo cuando
la narración oral abandona la escena y todo vuelve a tener el sentido dramático
del inicio, para dejar en evidencia que la carga dramática de los
acontecimientos narrados tienen mucha más incidencia emocional si se dilucidan
en los territorios propios del teatro y la acción principal, aunque esté fuera
de la escena toma vida dentro de ella, gracias a la credibilidad de un trabajo
actoral que crece en la sobriedad, mantiene buen ritmo en la dicción, y hace
apelaciones indirectas al público hasta alcanzar
un equilibrio entre dos mundos diferentes. Alfonso Desentre transita por una
variedad de territorios con una coreografía gestual que nunca traspasa la
frontera de lo exagerado, mientras Isabel Rodríguez hace gala de una contención
corporal absoluta en la que resaltala dulzura de su expresión y una mirada que
a la postre, con modificaciones mínimas y precisas, consigue dibujar el arco
dramático de un personaje que libera sus miedos y de ese modo, la función
cumple con ese objetivo que Paco Ortega cita en el programa de mano utilizando
las palabras de Arthur Miller: “El teatro no puede desaparecer porque es el
único arte donde la humanidad se encuentra a sí misma.”
‘El laberinto’
Producción: Teatro del Espejo. Texto, dirección y espacio
escénico: Paco Ortega. Actores: Isabel Rodríguez y Alfonso Desente. Diseño de
Iluminación: José Antonio Royme. Composición musical: Nicolás Aguarod.
Viernes 17 de enero de 2025. Teatro del Mercado.
Etiquetas: Alfonso Desentre, critica teatro, el pollo urbano, Isabel Rodríguez, José Antonio Royme, Nicolás Aguarod, Paco Ortega, Teatro del Espejo
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