La curvatura de la córnea

27 febrero 2021

Réquiem por un campesino español o el repaso de la conciencia

 


Réquiem por un campesino español es una de esa obras que llevan un spoiler explícito en el título, la diferencia con otras crónicas de muertes anunciadas, es la referencia a una misa de difuntos que se hace sin difunto, en la celebración de un réquiem el protagonismo no recae en el difunto que no está presente, los protagonistas son los demás, en este caso: El Mosén, el sacristán, los que transitan el poder y quizás usted, querido e improbable lector, yo y el resto de los ciudadanos de este país, que alguna responsabilidad tenemos en que se mantenga el drama de que todavía haya difuntos que no están presentes.

La primera alegría al regresar al patio de butacas del Teatro Principal fue comprobar que se había recuperado el pasillo central que, con la sustitución de las butacas de hace un tiempo, había desaparecido para aumentar el número de localidades y de paso restarle un puntito de elegancia a un espacio del que podemos presumir los zaragozanos. Mientras esperaba el comienzo de la función hacía cábalas sobre qué camino tomarían los personajes ¿El acento estaría en sus significados simbólicos o ahondarían en la relación de amistad que fragua toda una vida en común?

Ramón J. Sender escribió esta novela durante su exilio en el año 1953 y, aunque el título original fue Mosén Millán, su versión definitiva cambió en 1960 con Réquiem por un campesino español, lo que provocaba un giro en la percepción de la obra aunque Mosén Millán seguía siendo el hilo conductor de una historia que conocemos gracias al dibujo que traza su memoria  en torno a un triángulo simbólico: El Mosén que representa a la iglesia católica, Paco en funciones de pueblo español y don Valeriano, don Gumersindo y el duque en el papel del poder que bascula entre el cacique y el capitalismo, por eso, aunque el título evoca la muerte de un labriego, en realidad nos encontramos ante una revelación histórica… bueno igual voy muy rápido y  tal vez sea mejor parar pies y cabeza para olvidarme de los simbólico y atender a la relación personal y de amistad entre Mosén Millán y Paco el del Molino, dos personas que han vivido juntas los sacramentos del bautizo, la comunión y la boda, ceremonias que celebran la vida, pero también el tortuoso camino hacia extremaunción que anuncia la muerte. En esas cábalas andaba mi cabeza antes de que se levantara el telón, divagando en dualidad con la que te puedes acercar al texto de Sender: Entre lo simbólico y la vida, entre estudiar que papel jugó la Iglesia Católica en la Guerra Civil de 1936 o la relación entre dos amigos.

La adaptación que representa Teatro Che y Moche de la novela de Ramón J. Sender construye la tensión narrativa de una manera asimétrica, mientras el actor Joaquín Murillo da vida a Mosén Millán, Saúl Blasco se encarga de dar voz y gesto a todo el resto de los muchos personajes que pasan por las tablas del teatro. Esa es una decisión arriesgada porque difumina el centro de atención que provoca el dúo entre Millán y Paco, o si lo prefieren entre la Iglesia y el pueblo, de manera que los recuerdos del cura se transforman a nuestros ojos en muchas voces y muchos gestos y así, la narración en lugar de mantener la tensión entre dos planos de la realidad, se relaja por la multiplicidad de espejos en los que mirarse. Pero esto es solo una observación personal porque todo lo que ocurre en escena tiene una gran calidad dramática, la actitud paternal del Mosén en la piel de Joaquín Murillo y el despliegue técnico que Saúl Blasco realiza en un amplio abanico de registros que aborda, maneja y domina con determinación. Es el excelente trabajo actoral en que me permite seguir a pie juntillas todo lo que allí se cuenta, en un espacio escénico muy apetitoso y con tanta memoria colectiva acumulada en ese recibidor de madera que se coloca en el interior de las iglesias, ya saben, a los dos lados las puertas laterales para el ir y venir de los fieles, mientras la gran puerta central solo se abre para los acontecimientos especiales como el trasiego de vírgenes y  patronos, o el jolgorio de bodas y pena de entierros. Los elementos teatrales ganan y me llevan a un viaje mágico que rastrea el recuerdo y la conciencia de un cura de pueblo que tal vez no sabe manejar los vericuetos morales de algunas de las ovejas de su rebaño. El pasado y el presente se buscan, se cruzan y se alejan hasta que llega la hora de la verdad, la verdad que todos sabemos, esa verdad que, para seguir viviendo a veces tenemos que olvidar, disfrazar y, si eres creyente, confesar ante el Altísimo, y tal vez por eso, porque ya he olvidado lo que significa confesarse, la duda me acompañó cuando abandoné el teatro. No terminé de entender cuál había sido el viaje vital, moral o intelectual que había hecho Mosén Millán, aunque quizás la respuesta la tenía delante de mis narices, en la escena final, cuando comienza la misa de Réquiem y quién sabe, tal vez el difunto ya no sea el anunciado Paco el del Molino, sino el alma arrepentida de Mosén Millán, el verdadero protagonista de esta historia. 

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