La curvatura de la córnea

02 junio 2018

Mater Dolorosa o ¿qué signifca ser español?


Mater Dolorosa de Álvarez Junco analiza el fracaso de los liberales del siglo XIX en la tarea de construir una identidad nacional como referencia política y cultural. El autor, para llegar hasta esa conclusión, despliega una magnifica cartografía en torno a la idea de “España” y al concepto “nacionalismo español” al que sitúa en el lugar preciso mediante tres definiciones esenciales que serán el marco referencial para este viaje por los avatares de la identidad.

Nación es el grupo humano que comparte características culturales comunes sobre las que construye el poder político, o la contradicción de relacionar dos conceptos completamente distintos: La subjetividad de la aspiración política como un acto de voluntad y la objetividad de los rasgos culturales.

Nacionalismo es un principio político que precisa de dos ingredientes: El sentimiento individual de identificación con la comunidad étnica en la que se nace y otorgar a esa comunidad el poder soberano sobre el territorio.

Nacionalista es aquella persona que encuentra en la realidad social e histórica unas características colectivas y estables en el tiempo caracterizadas por rasgos culturales, étnicos y religiosos que subrayan la diferencia.

Estos tres conceptos son el paisaje de un viaje que, centrado en el siglo XIX, dará muchos saltos en el tiempo para averiguar los motivos que impidieron construir una identidad nacional liberal y como esa idea germinó en la maceta de los católicos situados a la derecha del espectro político. El viaje, que también recorrerá polvorientos caminos locales, se estructura sobre tres grandes autovías nacionales: Antecedentes, cultura y creencias hasta finalizar con un diagnóstico global del nacionalismo español que, lejos de ser un punto y final, es la invitación a seguir el camino. Pero dejémonos de preámbulos y que comience la aventura: ¿Qué significa ser español?

Antecedentes

La primera idea de España es geográfica y proviene del mundo romano hasta que los visigodos le añadieron un significado étnico que idealizaba el territorio para compartir un espacio étnico y, desde 589, la religión católica. Los musulmanes añadieron el exotismo a una tierra de frontera que buscó el contrapeso del peregrinaje compostelano como la leyenda que potencia la empresa militar y política contra los musulmanes en una cruzada bajo el grito “¡Santiago y a ellos!” Pero “España” era imposible en una península dividida en reinos independientes hasta que  los Reyes Católicos nacionalizaron el territorio mediante el matrimonio y la guerra. Sin embargo la muerte de Juan, su primogénito varón, impidió ampliar la unión geografía en un ámbito político común y precipitó el final de la dinastía nacional de los Trastámara con el desembarco de los Habsburgo germánicos encabezados por un Carlos V educado muy lejos de un sentimiento nacional español. Fue su hijo, Felipe II quien, a caballo de la contrarreforma, identificó su monarquía con una España elegida por Dios como el semillero ideal para escribir una historia general mezclando orgullo colectivo, falsedades y certezas para construir una identidad nacional en torno al territorio, la lengua y la religión.

La identidad nacional en el siglo XV orbitó  en torno al culto a la monarquía como la expresión de un pueblo hasta que llegaron los Borbones del siglo XVII y renovaron los símbolos. Carlos III estableció la bandera roja y amarilla que,  sin referencias simbólicas borbónicas, legitimó a la monarquía como el elemento esencial para la construcción de la nación,  sin embargo Álvarez Junco nos recuerda que esta primera identificación borbónica con la nación dejaba fuera al pueblo y se basó casi exclusivamente en el binomio rey-nación hasta idolatrar, más allá de la idea abstracta de nación, a la persona concreta del rey[1]. Pero la monarquía, lejos de propiciar un estado unido, partía de la disgregación medieval y de unos Habsburgo que veían a España como parte de una unión dinástica por agregación mediante matrimonios o herencia. Fue el Conde-Duque de Olivares quien se obsesionó con la idea de centralizar el reino, una tarea a la que se sumó la homogeneidad cultural del siglo XVIII para justificar la existencia de un estado llamado España. Las élites ilustradas de las cortes de Cádiz quisieron acelerar ese proceso gracias al conflicto con Francia entre 1808 y 1814, diluir el pasado fragmentario para formar una nación libre, soberana y compacta y convertir a la guerra de independencia en el origen del patriotismo étnico para sustituir la mitificación la Numancia frente a los romanos y los conceptos previos de reino y monarquía por los nuevos  de patria, pueblo y nación. Pero la guerra de la independencia no fue una guerra de independencia

El nacionalismo español bautizó la guerra con los franceses como guerra de la independencia de forma arbitraria porque Napoleón nunca quiso convertir a España en una provincia, solo quería cambiar la dinastía reinante, una modificación institucional que los españoles conocían muy bien tras las sucesivas mudanzas en el trono de Trastámaras, Habsburgos y Borbones. El conflicto fue una guerra internacional provocada por los aires expansivos de la revolución francesa y la modificación de las alianzas tradicionales entre Francia & España y Portugal & Inglaterra, frente a una nueva triple alianza anglo & hispano & portuguesa. Por lo tanto nos encontramos ante un acontecimiento muy alejado de una liberación nacional que confronta dos identidades diferentes que exaltan lo propio frente a lo forano. En  realidad se expresaba un odio “a lo francés” y a las reformas emprendidas por la nueva dinastía bonapartista desde dos planteamientos diferentes: Por un lado la visión conservadora que nos habla de una cruzada antirrevolucionaria contra el ateísmo ilustrado jacobino francés, pero al mismo tiempo encontramos el planteamiento liberal que asocia el conflicto al anti absolutismo[2]

En cualquier caso, El patriotismo étnico pasó a ser patriotismo nacional en 1808 gracias a una doble ruptura con el Antiguo Régimen de las monarquías medievales y con la Edad Moderna de la monarquía absolutista. Sin embargo, mientras los liberales pensaban en la reorganización de un estado mediante cambios sociales y políticos, había una parte de la población que no pensaba en términos ni de nación, ni de reformas. En esa disputa, los constitucionalistas necesitaban construir un mito político que rivalizara con la sacralización del monarca; pero las élites ilustradas no estaban especialmente preocupadas por impulsar la nueva forma de identidad nacional entre unas clases populares a las que percibían como un pueblo ignorante capaz de producir errores contra sus propios intereses. Esa tensión fue clave cuando terminó la guerra y la idea que se instaló en el imaginario popular fue que el pueblo había redimido al país mientras las élites antipatriotas lo habían vendido a las ideas revolucionarias francesas.

Cultura

Aunque derrota de Napoleón en 1815 significó la restauración monárquica, Europa ya no era la misma, había cambiado gracias a la revolución francesa y a un nuevo concepto de nación a partir de las comunidades lingüísticas establecidas durante la Edad Media y a las que se les añadía la “voluntad general” para destilar una identidad nacional moderna y sustentada en grandes territorios, una monarquía acreditada y un pueblo definido. Ese gran momento de afirmación cultural necesitaba apuntalar un programa político y fabricar una tradición de mitos y símbolos.

La construcción liberal del mito español buscó una nación única pero se encontró dos problemas y un ambiente favorable: El primer problema era la reforma constitucional y el segundo la necesidad de renovar la historiografía para que la nueva definición de España tuviera un relato histórico basado en un comunidad estable e imperturbable a través de los milenios, una empresa claramente alejada de los intereses científicos propios de la historia y de una pasado medieval caracterizado por la fragmentación del territorio.  Sin embargo, los aires románticos, que alimentaban los caracteres nacionales de otros países europeos, fueron un excelente caldo de cultivo para construir una cultura española que representó el papel del exotismo encarnado en la “belleza, el honor y la pasión” El resultado final salió de la pluma del historiador Modesto Lafuente con una obra en 30 volúmenes, una versión canónica de la historia de España que alentó la imaginación de autores como Ortiz de la Vega al que se le ocurrió situar el Paraíso Terrenal, como dirían los excelsos humoristas argentinos Les Luthiers, “en el mismo centro” de la Península Ibérica y honrar a Adán y Eva con el privilegio de ser los primeros españoles.

El despropósito desde el punto de vista histórico es evidente porque ese acercamiento no permite entender el pasado como el paso previo para construir una identidad nacional y solo que deja claro la utilización de la historiografía para alcanzar un objetivo político, cuando la afirmación de la conciencia española y la construcción nacional tenía tres posturas diferentes: El nacional-catolicismo situaba a los Reyes Católicos en la plenitud nacional. Los liberales por el contrario consideraban a los Reyes Católicos como un desvío del curso natural de los acontecimientos hasta la alcanzar la decadencia del siglo XVII; y los ilustrados que asentaban su mitología nacional en la exaltación de los Comuneros levantados contra la tiranía monárquica y el dominio extranjero de los Habsburgo.

Las historias nacionales también se nutren de invenciones colectivas que hacen de la ficción una herramienta más en el entramado de la construcción nacional. En ese terreno nos detendremos con brevedad en la literatura, la pintura y la música.

La literatura romántica de la época estuvo muy alejada de los intereses revolucionarios liberales y apostó por la divinidad creadora de una nación ideal para ensalzar los grandes hechos históricos, y en esa tarea brilló José Zorrilla que reconstruyó un pasado español fijado en la noche de los tiempos.

La pintura histórica rompió los moldes que exaltaban a las casas dinásticas cuando Goya centró su mirada sobre la sublevación y los fusilamientos madrileños del 2 de mayo de 1808 en los que resaltó las figuras del fusilado y el pueblo en acción de combate.

La música nacionalista intentó crear una ópera nacional con unos libretos que atendiera al entorno histórico creado por Modesto Lafuente y con ese empeño se inauguró el Teatro Real en 1850, pero la repercusión en el público fue escasa frente al éxito de las óperas italianas. Así que la originalidad española se plasmó en la mezcla de cantos populares con singularidades regionales que, integradas sin problemas dentro del españolismo, se les añadió el teatro bufo denominado “género chico” (cuyo mayor exponente fue la Zarzuela) para conformar un espectáculo que, aunque fundamentalmente estaba despolitizado, se nutrió de expresiones conservadoras y personajes muy alejados de la alta idea de patria liberal y que sin embargo afirmó la identidad nacional gracias a canciones como de “España vengo” que fue muy popular en la guerra de Cuba. Al mismo tiempo se produjeron composiciones musicales de autores como Albeniz, Falla, Granados y Turina con una producción en torno a temas morisco-andaluces de gran éxito internacional y que se identificaban como “lo español”

Entre religión y nación

Si la Edad Media supuso un grado de tolerancia desconocido en Europa entre cristianos, judíos y musulmanes, la llegada de los Reyes Católicos se caracterizó por la instauraron de la Inquisición en 1478, la expulsión de los judíos en 1492 y el incumplimiento en 1502  del pacto con los musulmanes de Granada con respecto a la garantía de practicar su religión. Carlos V aumentó la intolerancia en 1520 con el bautismo obligatorio. Felipe II, dentro de la ola contra reformista de Trento, limpió la impureza medieval con los decretos de expulsión de los moriscos de 1609 y 1614 para identificar el catolicismo y la monarquía hispana como una irrenunciable identidad colectiva. De esta manera, si el luteranismo apostaba por una comunicación silenciosa, directa e individual con dios, el catolicismo mantenía al pueblo al margen de los debates teológicos fomentando las ceremonias públicas, la devoción extensiva de santos, cristos y vírgenes con una especial preocupación por ocupar el espacio público para reafirmar la fe de la comunidad. En realidad, recuerda Álvarez Junco, más que una religión, la fe católica fue una construcción cultural que, mientras evitaba la explicación teológica, fomentaba una religiosidad ruidosa y festiva.

Pero el catolicismo también se sufrió con una contradicción: Enfrentar su vocación universal  con la construcción de una identidad geográficamente limitada en la que, desde el siglo XVII, el poder de la monarquía de los Borbones pugnaba contra el poder católico hasta expulsar a los jesuitas de la península en 1767. Sin embargo estas tensiones en torno el poder político no pretendían reducir el sentimiento religioso, por eso, importantes sectores eclesiales que no perdonaron a los reformistas ilustrados, crearon, entre 1793-1795 el embrión del conservadurismo español contemporáneo que, al grito de “Dios, patria y rey”, daría origen al nacional-catolicismo.

Para comprender como los conservadores terminaron de mezclar su tradicional religiosidad con la idea moderna de nación hasta conseguir que la identidad nacional española se fundiera con el catolicismo, es muy importante señalar que el pueblo en 1808, en lugar de reclamar en las calles el mito nacional de los liberales, vitoreaba al rey, la religión y la institución eclesial. De esta manera la guerra de independencia resumió la identidad española en “católica” y la francesa en “atea” y así convertir la guerra en una guerra santa donde la providencia designó a España el papel de salvar al mundo. De este modo, a base de insistir en la religión, el concepto nación solo permaneció en manos de los liberales gaditanos que, aunque también eran creyentes con un gran número de clérigos entre los diputados, entendían que una cosa era ser católico y otra muy diferente construir una identidad nacional basada en la religiosidad. Esa fue la rendija que marcó la diferencia fundamental a la hora de construir el concepto de nación española: Los liberales quisieron terminar al mismo tiempo con la tiranía extranjera y nacional, mientras los absolutistas pretendieron una nación basada en los principios tradicionales de monarca y religión representados por el regreso de Fernando VII y la restauración del Antiguo Régimen. Y eso fue lo que ocurrió, al menos hasta el pronunciamiento de Riego en 1820 y el espejismo de un trienio liberal que terminó con otra intervención extranjera: Los cien mil hijos de San Luís llegaron a España para restaurar el absolutismo en una confrontación que tampoco se vivió como una guerra nacional entre españoles y franceses, sino entre católicos, de nuevo la religión, y revolucionarios. De esta manera, la derrota liberal dejó el panorama despejado para una luna de miel entre la iglesia y el trono que duró hasta la muerte de Fernando VII en 1833 cuando los carlistas, con una concepción extrema del absolutismo, rechazaron a su hija Isabel como legítima heredera porque veían en su hermano Carlos al rey ideal para mantener el Antiguo Régimen, una posición que, sin mucho calado ideológico formal, se sustentaba en  la creencia tradicional de una patria personificada en el rey y la religión. Por lo tanto, la guerra carlista por el trono, lejos de una cuestión de identidad nacional, era un nuevo  enfrentamiento entre religión y libertad, entre la malvada modernidad y la cosmovisión de la iglesia que defendía el sagrado orden social que emana del Evangelio: Somos libres e iguales porque somos hijos de dios.

El asalto liberal contra esta política católica llegó con la ola revolucionaria que en 1848 inundó Europa. Pero en España, contando con el paréntesis que la monarquía de Amadeo de Saboya (1870-1873) le dio a la respetabilidad del nacionalismo, la gran oportunidad perdida para que confluyeran en  el nacionalismo liberal con el católico fue la guerra de Melilla de 1895 sin embargo, cuando se discutió sobre la esencia de España, los liberales cuestionaron el papel histórico de la iglesia y acusaron a los Reyes Católicos como los responsables de la decadencia del país. La contraofensiva católica defendió el catolicismo español como el poder que procedía de dios, se radicaba en la comunidad y se transfería a los gobernantes de manera que la esencia de la nación se centraba en la religión, esa la tabla de salvación frente al peligro revolucionario. Este pensamiento, que a la larga generaría el nacional-catolicismo, precisaba de una nueva construcción histórica para situar el mito nacional al mismo nivel que la Biblia y así, autores como Balmes, describieron una España que surgía con la retirada de las aguas del diluvio universal, y  con unos habitantes que ya eran religiosos incluso antes de la expansión de las prédicas cristianas por el mundo. Pero esta construcción tenía una pega visigoda para designar el origen monárquico del mito nacional, al fin y al cabo, los visigodos eran arrianos en origen y por eso todas las alabanzas se centraron en Recaredo y su conversión al catolicismo en el 587, pero la pega visigoda no cesaba ahí por la dificultad de olvidar su estrepitoso y fulgurante final frente a los musulmanes. Así que la identidad de una España monárquica y católica sobre la figura de espada medieval de Pelayo y su confianza en la Virgen para luchar contra los musulmanes en pos de una reconstrucción nacional que llegó hasta los Habsburgo subordinando sus actos a la religión, hasta que los Borbones la humillaron con la intención de someter a la iglesia. La meta final, la gran epopeya nacional culminó con la sublevación contra Napoleón y aquí la historiografía es unánime a la hora de subrayar el papel liberador que jugó la iglesia. Como hemos visto, todo un discurso histórico para situar a iglesia por delante de España, subrayar que la religión católica formó la nación española y, por lo tanto, una construcción incompatible con la visión liberal de la historia. Esta discrepancia esencial será un ingrediente que revelará la difícil tarea de una construcción nacional común.

Estas dos visiones de la historia enfrentaron en las Cortes Constitucionales de 1868 al calor del debate en torno a la libertad religiosa. Castelar representaba la postura laico-liberal y Manterola la católico-conservadora. Frente a la idea de una España que no era nada sin el catolicismo, la respuesta era que el estado no podía tener ningún tipo de religión porque el estado ni se confiesa, ni comulga, ni muere. Este momento histórico, muy condicionado por los doce meses de “La Comuna” de Paris que se percibía como el anticristo por su intención de llegar a una revolución social “internacional”, terminó con la restauración en el trono del borbón Alfonso XII y Cánovas como jefe político que, enfrentado a los católico-nacionales por la cuestión de la unidad religiosa, no pudo evitar la confesionalidad del estado aunque consiguió la autorización privada de otros cultos.

Estos dos mundos culturales evolucionaron hacia un cierto reconocimiento tácito de cierta parte de la razón en los otros y que Juan Valera sintetizó en una idea: La decadencia no era culpa ni de la iglesia ni de la monarquía, sino de una especie de desastre interior de la propia nación. Este pesimismo, que se acentuó tras la derrota colonial de 1898 en Cuba, se compensó ligeramente con llegada del papa León XIII y una cierta apertura hacia el mundo moderno que invitaba a los católicos a abandonar la senda del absolutismo y apoyar el sistema parlamentario. En España esta idea fraguó en el partido Unión Católica que defendía los conceptos de “patria, religión y propiedad” De esta manera la iglesia nacionalizaba su mensaje adaptándolo al irremediable mundo contemporáneo de las naciones.

Pero asimilar el nacionalismo no era tan fácil y precisó de un largo proceso para aquellos que, sintiéndose “españoles”, todavía se identificaban con la iglesia, el rey o con sus identidades locales cuando el mundo había olvidado las estructuras medievales para construir estados nacionales. El siglo XIX terminaba y la derecha había completado el proceso de fundir catolicismo y nacionalismo que culminará en la dictadura de Franco.

Éxitos y fracasos del nacionalismo

Aunque Álvarez Junco afirma que el sentimiento de frustración que arrastraba la España del siglo XIX no tenía su alimento en un fracaso del devenir histórico, es cierto que el estado liberal español fue incapaz de implantar la idea de identidad nacional entre la población que sufría una sensación de inferioridad porque España, después de jugar el estatus de gran potencia internacional durante tres siglos, había terminado con una imagen debilitada justo cuando Napoleón había sido definitivamente derrotado y un nuevo aire de restauración absolutista recorría en Europa y sin embargo, el Congreso de Viena de 1815, encargado de repartir los nuevos equilibrios mundiales, no atendió a las demandas españolas sustentadas sobre el sentimiento patriótico que le había proporcionado la victoria contra Napoleón y así, mientras el resto de Europa comenzaba una expansión imperial que terminó por ser el fundamento y la demostración del poder de las naciones, España se situaba en un segundo plano incapaz de mantener el imperio americano y sin definir su identidad nacional aunque los liberales,  impresionados por la actitud del “pueblo” ante los franceses, no podían evitar que los medios rurales defendieran el Antiguo Régimen y, ante esa contingencia, renunciaron a las aspiraciones originales de 1812, optaron por moderar el mensaje político y reconocieron la religiosidad del pueblo español envanecido en su propia ignorancia.

La idea nacional de identidad fracasó porque no penetró ni en el estado, ni en sus instituciones, ni en el conjunto de la ciudadanía hasta convertirse en una característica del siglo XIX porque, con independencia de si el estado era absolutista, liberal, republicano o monárquico, una gran parte de la opinión no reconocía ni la legitimidad ni la autoridad de un estado incapaz de crear una red de servicios públicos centralizados que terminaran con los poderes locales maquillados por el nuevo caciquismo como el velo que ocultaba los antiguos privilegios feudales. El estado-nación era una frustración y Álvarez Junco los resume y simboliza con el fracaso de una escuela pública que nunca llegó a ser obligatoria y gratuita por falta de presupuesto, de manera que fue  la iglesia quien asumió la tarea de una educación diseñada para implantar la doctrina cristina en un país que terminó el siglo XIX con un 60% de analfabetismo frente al 5% de Alemania.

La creación del primer símbolo nacional siempre es la bandera: La roja y gualda en 1785 pertenecía a la marina de guerra, se extendió a las plazas marítimas y en Cádiz alcanzó la representación de quienes resistían frente a los franceses para convertirse en la enseña liberal hasta el regreso de Fernando VII que la evitó. En la primera guerra carlista representó al ejército isabelino y una ley posterior la convirtió en emblema del ejército de tierra hasta entusiasmar a la población en la guerra de Marruecos. Los revolucionarios de 1868 la elevaron a bandera nacional para disgusto de los carlistas y de los demócratas que la hicieron tricolor con una franja morada en honor a los comuneros de Castilla. Rojigualda y Tricolor se usaron en la breve primera república de 1873 hasta que la restauración colocó la rojigualda en los edificios oficiales. La segunda república optó por los tres colores y el franquismo retorno a la los dos colores.

El himno también fue militar, una marcha de granaderos que se usaba en los actos donde participaba el monarca mientras el himno de Riego sonaba en actos liberales, sin embargo en la guerra de Cuba las tropas se acompañaban por una marcha zarzuelera. El himno se hace oficial en 1808 y se pierde la gran oportunidad de añadirle una letra que alentara los valores patrios.

La puntilla para el sentimiento nacional llegó en 1898 con la irrupción de Estados Unidos, un país sin historia, primera potencia económica mundial y dispuesto a expandir su influencia política a costa de la vieja e histórica monarquía española que, aunque intentó reforzar el patriotismo utilizando el conflicto en el Caribe y el Pacífico, todo se quedó en poco más de la utilización de diminutivos en canciones como “soldadito español” o “banderita tu eres roja, banderita tu eres gualda” Y por ese camino hasta el patriotismo castizo de la dictadura de Primo de Rivera bajo la idea de que la política desunía tanto como unía la patria, un lema que dejaba definitivamente en el olvido aquellas viejas aspiraciones constitucionalistas de 1812. Mientras tanto las nuevas generaciones se embarcaban en otros proyectos incompatibles con el españolismo como el internacionalismo obrero o los nacionalismos periféricos que nacen al calor de las minorías cultas regionales dedicadas, en semejanza con los nacionalistas estatales, a inventar una tradición cultural que diera paso a un contenido político.

De esta manera 1898 es un año clave para el nacionalismo español que nació laico y progresista pero derivó hacia la expresión del nacional catolicismo hasta alcanzar su plenitud durante la  guerra civil y la larga dictadura franquista gracias a los conceptos excluyentes de España y antiEspaña. Y en esa dicotomías estuvimos hasta que llegó la transición de los años setenta del siglo XXI que dejó pendiente la definición de un sentimiento nacional integrador, de manera que el actual nacionalismo español tiene que pasar el reto de distanciarse de franquismo para asociarse con el patriotismo constitucional, una cuestión que el libro de Álvarez Junco ya no aborda y que precisa de un estudio tan profundo y acertado como el que Mater Dolorosa realiza en torno al nacionalismo español del siglo XIX.



[1] Los liberales de las cortes de Cádiz de 1812 no entendieron esa particularidad que llevó al pueblo a apodar a Fernando VII como “El Deseado”
[2] La visión anti absolutista es muy difícil de sostener con tan solo recordar la gran acogida popular que tuvo Fernando VII tras disolver las Cortes de Cádiz y alejar las reformas liberales e ilustradas.

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