Cantar, bailar y chapotear bajo la lluvia
La película “Cantando bajo la lluvia” se estrenó en 1952 y
con el tiempo se ha convertido en uno de esos materiales culturales que
traspasan generaciones para formar parte de una memoria colectiva capaz de tararear
la famosa melodía en la que Gene Kelly canta y baila bajo la lluvia. El Teatro
Tívoli de Barcelona acoge desde primeros del mes de septiembre la versión
musical con Ángel Llácer en la dirección, Manu Guix en la dirección musical y
las coreografías de Miryan Benedited.
Lo esencial de la trama, más allá de la historia de amor con
final feliz, es la preocupación ante las incertidumbres que se producen en los
tiempos de cambio o transición, esos paréntesis en los que lo viejo no acaba de
irse mientras lo nuevo todavía no se ha asentado, ese miedo a cambiar que a
veces nos hace perder la partida.
La dramaturgia del musical aprueba el reto de traducir el
lenguaje cinematográfico original al lenguaje propio del teatro tanto en los
aspectos técnicos como en los artísticos que la compañía sitúa al mismo nivel
cuando algunos representantes de la parte técnica salen a escena parea recibir
los mismos aplausos dedicados al elenco artístico.
El cine está presente en la representación porque se incluyen
imágenes que solucionan la necesidad narrativa de acudir al flashback, al
visionado de las películas que ruedan los protagonistas y, especialmente
acertada por su comicidad, es la secuencia en la que Ángel Llácer interpreta al
inventor que ha unido imagen y sonido. Pero desde el punto de vista técnico el
momento más esperado es la secuencia de la canción de “Singing in the rain” que, con un atrezo tan simple como media
docena de farolas, es capaz de hacernos soñar cuando la lluvia se hace realidad
sobre el escenario para formar charcos donde los zapatos de los bailarines se
dedican a salpicar (o no tanto) el patio de butacas.
La función principal de las canciones de un musical es
empujar la acción, ahí radica la esencia del espectáculo. La adaptación y
traducción de las letras al castellano suenan frescas, naturales y cumplen a la
perfección las exigencias narrativas. El trabajo de Marc Artigau es
especialmente brillante en la creación de los trabalenguas que recita el
entrenador de pronunciación y repiten la pareja de protagonistas masculinos
hasta construir un delicioso número. La preocupación para que las
modificaciones de las canciones sean en beneficio del lenguaje teatral se puede
apreciar con claridad en el número “Good morning”. En la versión original hay
un momento en el que los buenos días se cantan en diferentes idiomas mientras
los protagonistas cambian de vestuario para que los tópicos nos den pistas del
país al que se refieren, en el caso de España es inevitable y se acuda al
simbolismo de los toros. En la versión teatral, la parte multilingüe de la
canción se convierte en melodía instrumental aliñada con imágenes en blanco y
negro que nos llevan por todo el mundo, mientras los bailarines muestran
coloridos vestuarios que nos recuerdan a esos mismos lugares. Pero entonces, me
pregunto ahora, si el trabajo de adaptación y traducción es realmente bueno,
¿por qué la canción que da título a la
obra se interpretó en inglés? Creo que
la razón es que todos sabemos que la historia se encuentra en un momento clave,
y precisamente por eso la acción narrativa se detiene para subrayar el inicio
de un gran amor, nos encontramos ante una explosión de felicidad y todos lo
sabemos, por eso no hace falta traducir la letra, porque el texto en realidad no
aporta nada al desarrollo de la trama y así, interpretada en el inglés
original, se convierte en una potente herramienta de conexión entre el
escenario y los recuerdos que brotan entre las butacas donde el público
susurra, tararea o silba la tonada original.
La coreografía chispea sin cesar para conseguir que el aroma
de la película esté siempre presente. La ejecución es una explosión de fluidez,
equilibrio y precisión, enérgica cuando la acción acelera, pausada en los
momentos de calma, protagonista total en muchos momentos, pero también tapiz de
fondo para dotar de densidad los aledaños de algunos diálogos. Es como si el
baile formara parte de la vida.
Don Lockwood es una estrella de cine mudo interpretado por
Iván Labanda que, con un buen trabajo de engarce, empuja la acción. Es evidente
que su trabajo es el más difícil aunque solo sea porque Gene Kelly proyecta una
sombra muy alargada desde el celuloide, y sin embargo Labanda demuestra oficio
y cumple a la perfección con su papel.
Kathy Selden es la guapa y joven principiante que se enamora
de la estrella de cine, y que Diana Roig resuelve con una sobresaliente
interpretación en la que hace gala de una magnifica voz, excepcional en la
ejecución de las coreografías y una prestancia en escena en la que parece volar.
Ricky Mara se sitúa al mismo nivel de interpretación en su
papel de Cosmo Brown, el amigo fiel, la energía del optimista y el apoyo sin
límites. El artista que desde la segunda fila de la fama se permite ser el contrapunto
que salpimienta todas las acciones con humor y comicidad, Cosmo es ese amigo
con el que todos soñamos y quizás por eso es el que más aplausos se lleva a lo
largo de la representación.
Mireia Portas le da un giro espectacular a la figura de la
diva tan insoportable como inocente (o no tanto) de Lina Lamont. Es importante
que nos detengamos un momento en el rol que juega este personaje en la función
porque su arco interpretativo cuanta con una modificación que juega a favor del
desarrollo narrativo del musical creando un final esperanzador para todos,
incluso para los perdedores. La historia original saldaba la participación de Lina
Lomont con una derrota ejemplarizante frente a la victoria intachable de la
fama y el amor. Sin embargo, la Lina Lomont de la función aprovechará sus
problemas de dicción para llevar al personaje mucho más allá, a terrenos muy
cercanos al clown que, cuando todo se pone negro, es capaz de recrearse en su
destino, hacerlo suyo sin complejos y mostrarlo delante de todos sin ningún
rubor. Para alcanzar este nuevo objetivo dramático, la actriz Mireia Portas
rompe la cuarta pared, se enfrenta al público y realiza un generoso ejercicio
de comicidad sin trampa ni cartón: Insistir y aguantar en el error hasta para
que el público se parte de la risa. Ese número tal vez sería suficiente para
que Lomont se quedara en los corazones del público, sin embargo la dramaturgia
del espectáculo lo lleva más allá gracias a un número musical que le permite
reivindicarse, porque ela también tiene derecho a participar en el nuevo cine
sonoro que anuncia su muerte como estrella del cine mudo, ese nuevo lugar
creativo en el que se precisa hablar, cantar y bailar a la perfección mientras
ella, la gran Lina Lamont será una artista venida a menos porque no tiene la
capacidad para adaptarse al nuevo avance tecnológico que la va a dejar fuera de
foco. Pero la dramaturgia viene a salvarla con un gesto valiente que permite a
Lina Lamont, con todas sus torpezas, recibir una estruendosa mezcla de
carcajadas y ovación, esa es la mejor demostración de que el mundo del
espectáculo no hay ni límites, ni etiquetas, que nadie tiene la fórmula mágica
para conseguir que el público se emocione.
“Cantando bajo la
lluvia” enseña lo positivo de envolver las circunstancias que nos pueden
cambiar la vida con grandes dosis de humor y esperanza, que cualquier momento
de renovación tendrá un buen final si lo enfrentas con optimismo y que, más allá de las personas que cantan y
bailan a las mil maravillas, la vida siempre guarda un lugar para los que solo
somos capaces de chapotear bajo la lluvia.
Etiquetas: Ángel LLacer, Cantando bajo la lluvia, Diana Roig, Iván Labanda, Manu Guix, Miryan Benedited, musical, reseña teatro, Ricky Mara, teatro, Teatro Tivoli
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