Soy un paticorto
Eres un paticorto. Me lo dijo un compañero de instituto en
una de aquellas noches de juerga y, aunque era verdad, el pobre me dio mucha
pena porque entonces descubrí el mecanismo de defensa de aquellos que viven
ahogados en sus propios miedos. Es verdad, soy un paticorto, pero también era
mucho más simpático que él.
Los ratones de campo del parque de Doñana han reducido un
tercio de su peso en 40 años, las salamandras de mejillas grises de los montes
Apalaches han encogido un 8% desde 1960 y la ballena de los vascos a mermado un
metro desde los años ochenta. Las causas son diversas y globales y casi todas
están provocadas directa o indirectamente por los humanos. ¿Eso explicaría esta
sensación de pérdida de volumen, consistencia y densidad que siento desde el
pelo cano de mi cabellera en la que ya asoma un ligera tonsura hasta los dedos
gorditos de mis manos incapaces de saltar con soltura en los trastes de la
guitarra del Mi mayor al Si Bemol al ritmo de tres por cuatro, o como las
rodillas y la espalda empiezan a necesitar de ungüentos para restablecer el
bienestar después de una caminata o unos cuantos largos en la piscina?
Pero no es solo una cuestión física. Noto la pereza de mi
pensamiento y, si no hace tanto intentaba procesarlo todo como una hormigonera,
ahora, al ejemplo de mi madre cuando limpiaba las lentejas, rechazo broncas,
gritos y odio para refrescarme con agüita güena, nutrientes sanos y toneladas
de risas que acolchen este encogerme de a poquitos, mientras las certezas que
explicarían esta decadencia física y mental, se diluyen en el inabarcable
océano de los recuerdos.
Soy un paticorto que se encoge y tal vez ese sea el
mecanismo biológico que, como le ocurre al salmón del rio Tenojoki, tan solo
sea un cambio adaptativo para tener una mayor posibilidad de sobrevivir.
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