La meritocracia, esa mentira
La meritocracia parece una buena idea, según el diccionario
es un sistema de gobierno en el que los puestos de responsabilidad se adjudican
en función de los méritos personales. En el plano personal podría parecer que,
como escribe Fanjul, alcanzar cierta posición económica y social se consigue en
exclusiva y gracias a méritos propios.
La socióloga Littler recuerda que esta idea de meritocrática
nació como la lucha para sustituir el sistema aristocrático del Antiguo Régimen
donde los privilegiados se heredaban de generación en generación gracias a unos
parámetros de clase, raza y casta. La meritocracia ayudó a desmantelar la
jerarquía aristocrática pero, lo que durante un tiempo pareció una buena idea derivó,
según el economista Markovits, en una carrera que ha terminado por expulsar a
los pobres porque, más allá del discurso, el sueño y la teoría, los menos
pudientes tienen muy difícil cumplir el sueño meritocrático construido a base
de trabajo duro. La realidad es que llevamos décadas con un evidente aumento de
la brecha entre las diferentes capas sociales gracias a aumento de la
desigualdad económica reflejada en los ingresos y la riqueza que, a la postre,
son las herramientas que nos permitirían un mejor acceso a la formación, algo
imprescindible para alcanzar un destino mejor.
El economista H. Frank afirma que, en medio de este panorama
donde aumenta la desigualdad, la idea de meritocracia se utiliza para que el
sistema social parezca justo cuando en realidad no lo es. En ese sentido, la
meritocracia inexistente se engrasa con ideas que apelan al emprendimiento, al coaching o al pensamiento positivo que
venden la idea de que si no consigues lo que te propongas, la culpa es
estrictamente tuya, algo que casa perfectamente en medio de este capitalismo
especialmente individualista y de competición donde el camino hacia los sueños
se realiza en solitario y contra todos los demás, algo que tienen poco que ver
con el progreso colectivo.
Todas estas reflexiones se centrifugan en el círculo vicioso
que se crea gracias a una sociedad claramente desigual alimentando la idea de
una meritocracia inexistente. Y entonces recuerdo al director de orquesta
Dudamel cuando habla de la música como un mecanismo revolucionario que, gracias
a la armonía, consigue que un grupo variopinto de personalidades camine en la
misma dirección, un proyecto en el que todos siguen la misma partitura pero en
la que cada músico aporta su personalidad y virtuosismo en busca de un objetivo
común.
¿Qué hacer? La respuesta a largo plaza casi siempre es la
misma y, para empezar a disminuir la desigualdad, tendríamos que apostar por
una educación pública eficiente que llegue a todos los estratos sociales y que el
acelerón tecnológico que se avecina no complique todavía más un mercado laboral
que, dada su precariedad, no podrá constituirse en la fuerza necesaria para una
cohesión social fuerte. Fanjul termina su artículo acudiendo a una cita del
Presidente de los Estados Unidos Joe Biden: “La mejor respuesta política a la
desigualdad es conseguir una mayor inversión pública, gravando más a los ricos”
Etiquetas: artículo
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