La curvatura de la córnea

19 julio 2021

La meritocracia, esa mentira

 


La meritocracia parece una buena idea, según el diccionario es un sistema de gobierno en el que los puestos de responsabilidad se adjudican en función de los méritos personales. En el plano personal podría parecer que, como escribe Fanjul, alcanzar cierta posición económica y social se consigue en exclusiva y gracias a méritos propios.

La socióloga Littler recuerda que esta idea de meritocrática nació como la lucha para sustituir el sistema aristocrático del Antiguo Régimen donde los privilegiados se heredaban de generación en generación gracias a unos parámetros de clase, raza y casta. La meritocracia ayudó a desmantelar la jerarquía aristocrática pero, lo que durante un tiempo pareció una buena idea derivó, según el economista Markovits, en una carrera que ha terminado por expulsar a los pobres porque, más allá del discurso, el sueño y la teoría, los menos pudientes tienen muy difícil cumplir el sueño meritocrático construido a base de trabajo duro. La realidad es que llevamos décadas con un evidente aumento de la brecha entre las diferentes capas sociales gracias a aumento de la desigualdad económica reflejada en los ingresos y la riqueza que, a la postre, son las herramientas que nos permitirían un mejor acceso a la formación, algo imprescindible para alcanzar un destino mejor.

El economista H. Frank afirma que, en medio de este panorama donde aumenta la desigualdad, la idea de meritocracia se utiliza para que el sistema social parezca justo cuando en realidad no lo es. En ese sentido, la meritocracia inexistente se engrasa con ideas que apelan al emprendimiento, al coaching o al pensamiento positivo que venden la idea de que si no consigues lo que te propongas, la culpa es estrictamente tuya, algo que casa perfectamente en medio de este capitalismo especialmente individualista y de competición donde el camino hacia los sueños se realiza en solitario y contra todos los demás, algo que tienen poco que ver con el progreso colectivo.

Todas estas reflexiones se centrifugan en el círculo vicioso que se crea gracias a una sociedad claramente desigual alimentando la idea de una meritocracia inexistente. Y entonces recuerdo al director de orquesta Dudamel cuando habla de la música como un mecanismo revolucionario que, gracias a la armonía, consigue que un grupo variopinto de personalidades camine en la misma dirección, un proyecto en el que todos siguen la misma partitura pero en la que cada músico aporta su personalidad y virtuosismo en busca de un objetivo común.

¿Qué hacer? La respuesta a largo plaza casi siempre es la misma y, para empezar a disminuir la desigualdad, tendríamos que apostar por una educación pública eficiente que llegue a todos los estratos sociales y que el acelerón tecnológico que se avecina no complique todavía más un mercado laboral que, dada su precariedad, no podrá constituirse en la fuerza necesaria para una cohesión social fuerte. Fanjul termina su artículo acudiendo a una cita del Presidente de los Estados Unidos Joe Biden: “La mejor respuesta política a la desigualdad es conseguir una mayor inversión pública, gravando más a los ricos”

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