La curvatura de la córnea

25 abril 2020

Amar las palabras entre la luz y la geométrica



Me quedé varado en el título del último poemario de María José Castejón Trigo: Amar las palabras. Las palabras están perdiendo la vocación de acariciar y ahora, que se lanzan como dardos envenenados con mayúsculas chillonas o mutiladas por los teclados de los teléfonos móviles, amar las palabras es más necesario que nunca, palabras que sanan con caricias, ritmo y pensamiento.
El poemario comienza dedicado al padre que deslumbra y protege, un padre Sol que todo lo ilumina, incluso desde lo más oscuro de la muerte su presencia está viva, desde allí, desde su rostro que es arte. Y esa luz se va derramar en todos los poemas, hay luz y color, y reflejo, y estrellas y firmamento. Abunda la luz que a veces se derrama y otras se concentra en puntos delimitados. Los versos, como el arte, se convierten en regla de medir, número y orden, porque encontramos una voz que utiliza la escuadra y el cartabón para ser precisa pero también para el revoloteo y así, dibujar un mundo plastificado por el bronce, donde las palabras luchan por tener significado y los poemas, como artefactos artísticos, pretenden unir esas palabras con un imaginario poético que a veces no alcanza a responder a mis preguntas, pero eso es un acicate para dar la vuelta a la hoja y allí me encuentro una guerra de triunvirato de quienes manejar el mal mientras el agua aúlla como un perro acalorado, hasta que me imagino a Dios apostado sobre el prisma que descompone la luz, de nuevo la luz, en una explosión de colores cuando los versos definen los confines de un mundo entrar el mar y un arco iris monocromático, una contradicción de colores que demuestra que no hay respuestas definitivas, que cuando los versos parecen verdades absolutas: “Me vestí de luto y encontré el amor”, en realidad todo es un disfraz para el baile y nada más exacto y preciso que bailar. Y la voz narrativa vuelve a la precisión, esta vez en la geometría donde no hay reproche, porque lo mismo vale una recta curva que una recta recta, quizás la vida, si fuera geométrica, sería más vida.
El lector ya empieza a acostumbrarse a ese zigzag que va de lo preciso a los sentimientos, de la proporción a la desmedida, y nada tan desmedido como el fuego y la llama, pero la voz narrativa guarda en la recámara el recurso geométrico que acota la emoción a un cuadrado que, aunque parece concentrar y recluir, es una invitación a rebotar y huir. La salida es el universo, un estanque si eres un pez, un árbol si eres un mono. La voz se remansa y respira, los versos se alargan un poquito para dejar que amanezca como una victoria sin importancia. Pero solo hay que pasar de hoja para que la voz narrativa vuelva a la agitación de un salto hacia la ira y entonces me detengo y pienso: ¿No será que cada reencuentro nos aleja un poco más de la vida? Que hay discusiones falsas pero también concisas, precisas, opacas y sin encanto.
El poemario parece derivar a territorios tan oscuros como el saber que me muero y que morirse nunca está de más aunque no sepas a dónde ir porque la leyenda y el tiempo siempre se revelan indescifrables: Lo que era y fue sin ser. Es como regresar al principio, de la vida y del poemario, buscar la voz, la lengua y el aliento que por el camino han dejado un suelo mojado por el llanto. Quién sabe si la voz narrativa quiere volver al padre, al jardín de las estrellas de una compañía que sabemos imposible desde el primer poema y que el último certifica: Tu muerte. La vida cautiva y en paz se desmorona ante la muerte y nunca es la respuesta que buscamos. La vida se va, da igual si fue mentira o fortuna. La vida se va y la única certeza es la muerte y tal vez por eso, “Amar las palabras” es un poemario de luz geométrica que ilumina la distancia que va de la vida a la muerte.

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