La curvatura de la córnea

28 diciembre 2018

El Comediante o una manera de vivir la vida



Todavía recuerdo la irrupción de Marcel Tomás en la Sala Bicho a finales del mes de mayo de 2014 con aquel torrente de muecas de un hombre incompleto con ramo de flores en la mano, aquella función me dejó tan buen sabor de carcajada que no podía perderme su regreso con el espectáculo El Comediante que se celebró en la misma sala en mayo de 2017, así que tal vez debería explicarles los motivos que me han llevado a repetir, ¿por qué he vuelto a ver el espectáculo El Comediante?

Marcel Tomás y la compañía Cascai Teatro regresaron a Zaragoza aunque esta vez no fue en un espacio alternativo, El Comediante se representó en el Teatro de la Esquinas y ese, mucho más que el excelente recuerdo de literalmente llorar de la risa fue, tal vez, el primer motivo para repetir: Chequear la influencia del espacio en el espectáculo, si la dimensión del escenario, los bastidores laterales, el tipo de asiento para el público o incluso el propio público provocarían una reacción diferente en mi ánimo.

La primera diferencia la encontré nada más pisar la sala porque allí, al alcance de los ojos de los espectadores, podíamos ver el vestuario y parte del atrezo que se iba a utilizar en la obra en lo que parecía una declaración de principios, de transparencia (utilizando el lenguaje político), un decir: Aquí tienen ustedes mis herramientas para construir la comedia.

La segunda diferencia fue la aparición de Marcel Tomás que aprovechó las escaleras del patio de butacas para hacer uno de esos descensos, tan aclamados en las vedettes, en los que parece que el artista baja desde el mismo cielo para entretener al personal.

Y hasta aquí mantuve mi posición analítica y fría porque muy pronto me vi envuelto en la dinámica de la función, en esa partida de ping pong que Marcel Tomás y Toni Castellano utilizan para polarizar sus energías comediantes, e invitarnos a reflexionar sobre la diferencia que hay entre las expectativas con las que todos hemos soñado y la tozuda realidad. En cuanto brotó la primera carcajada me di cuenta que no tenía sentido establecer una comparación entre aquel sabor inicial que recordaba de este espectáculo en la Sala Bicho, un sabor relacionado con el estreno del paladar al saborear un producto fresco y artesano, esa sensación de presenciar un yo me lo guiso yo me lo como o eso que van diciendo los cursis: Working in progress. Así que me quité las gafas de escudriñar la composición, la dramaturgia, olvidé el microscopio de analizar el mecanismo interno de la función y me desparramé en mi butaca azul para disfrutar de situaciones, aventuras y chascarrillos que ya conocía pero que me llegaron con la intensidad de las historias bien contadas que una y un millón de veces culminan en la sonrisa, la risa y la carcajada, tres medicamentos imprescindibles para curarnos de tanta realidad y de tantos enfadados por encima de sus posibilidades.

Confesaré que tenía cierto miedo a enfrentarme de nuevo a esa parte de la función donde todo se centra en la evocación de tiempos pasados, es una cuestión personal influenciada por la fechas navideñas y esa dicotomía entre caer sin miedo en la tentación de la añoranza o fijar la vista en el obstinado presente, ya ven como de alguna manera hemos vuelto al territorio que separa la expectativa y la realidad. Pero pasé bien el trago gracias al buen trabajo de Marcel Tomás que con sus gestos, la luz de su mirada y esa sonrisa que a veces se sorprende, otras te avisa de su complicidad cuando deja brevemente al personaje y muestra al actor que hay detrás para, de una manera mágica, conectar con el espectador.

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