La curvatura de la córnea

28 mayo 2011

“Un día me esperaba a mí mismo” de Miguel Ángel Ortiz Albero


Ya casi había llegado la noche del día que las autoridades señalaron como día del libro. Sobre la mesa de la editorial Jekyll & Jill un solo libro y un poco más allá su autor. Nunca he leído a Apollinaire, le confesé a Miguel Ángel Ortiz Albero. No es necesario conocer la obra del poeta francés para leer la novela, respondió. Entonces tomé el libro entre mis manos y caí en la tentación de su amable rugosidad que ahora, pasado el tiempo, tiñe la portada de marengo; el aroma contenido entre cuatro hojas azul horizonte y la amable invitación a la lectura que me lanzaron un par Q mayúsculas desde las líneas cuarta y sexta de la página 13. Desde entonces he tenido muchas veces el libro entre mis manos por el puro placer de sentir su caricia en las yemas de los dedos. El tacto como preámbulo a la lectura.
La novela trenza palabras a cuatro voces que discurren, que serpentean entre comas, remansos y descansillos, un delicioso ornamento en las frases, como si el autor se hubiera disfrazado de orfebre y disfrutara del virtuosismo de narrar con filigrana, y deslizarse y fluir y dejar que las cursivas cambien la topografía de la novela, que la tipografía sea la pórtico para que entre el collage, la imagen y los objetos.
“Un día me esperaba a mí mismo” es una novela bélica. A lo largo de la lectura he recordado las veces que mi padre esquivo mis preguntas en torno a la guerra, solo una vez, tan solo una vez me dijo que la guerra era un paisano de su pueblo alejándose bajo una nevada, un compañero al que jamás volvió a ver. Mi padre, que fue soldado, no podía hablar de la guerra, para hablar de las calamidades del frente hay que tener otra mirada, por ejemplo la mirada de Apollinaire, una mirada al dictado de Ortiz Albero para sumergir en lo poético la visión final que mi padre tuvo de la guerra: “En silencio y bajo la nieve de puros pétalos marchan como hojas del otoño los hombres de rostros demacrados y quebrados en sollozos”
La virtud subyugante de este libro, y que lo hace imprescindible, es la mirada del poeta sobre los horrores de la guerra que va más allá del sentimiento patriótico, o cualquier otra consideración en torno a los conflictos bélicos. Un punto de vista que, filtrado por el amor y enajenado por el enamoramiento, sublima el lenguaje para transformar en sinfonía el sonido de las ametralladoras.
La belleza formal de “Un día me esperaba a mí mismo” es abrumadora, en sus páginas navegaras entre las frases que el autor llena de deliciosos recovecos para construir un bello escenario en el que, tras la tramoya del amor, se representa el crudo y despiadado drama de la guerra. Esa belleza formal propicia un acercamiento sin aderezos ideológicos o morales a los falsos héroes ensalzados por la propaganda oficial que bastante tienen con sobrevivir en las trincheras y a los buitres que merodean allí donde crece la desgracia para sacar provecho de ella.
El autor de la novela tenía razón cuando me dijo que no era necesario haber leído a Apollinaire para leer esta novela, sin embargo, ahora que voy a leerlo, lo haré bajo el poderoso influjo de este libro. Y yo también me pregunto, como hizo Ángel Sobreviela en su reseña sobre esta novela, ¿Cómo dar las gracias a un libro que nos conduce hacia otros libros?
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El sábado 28 de mayo Miguel Ángel Ortiz Albero firmará libros en la Feria del Libro de Zaragoza. Vayan hasta la caseta número nueve dónde esta ubicada la librería El Pequeño Teatro de los Libros, compren este delicioso objeto, pidan al autor una rúbrica y disfruten de la belleza tipográfica de la dedicatoria. De las letras manuscritas del autor mi preferida es la “a” que, por arte de la plástica parece una “z” jugando al hula-hop.

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2 Comments:

At 31 mayo, 2011 08:45, Blogger Jekyll and Jill said...

¡Muchas gracias, Javier! :)
¡Un abrazo!

 
At 16 julio, 2011 23:26, Blogger Javier López Clemente said...

Gracias a los editores de esta delicia... os seguimos la pista
;-)
Salu2 a pares.

 

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