La espera de Ignacio Escuín y la mía
Ignacio Escuín presentó ayer su último poemario en la librería El Pequeño Teatro de los Libros. “Habrá una vez un hombre libre” ha sido publicado en la editorial Huacanamo Poesía.
Fernando Sanmartín glosó las andanzas culturales y la obra del autor, lo hizo con alabanzas medidas y alguna que otra discrepancia, una postura que cargó de credibilidad a todo lo que de bueno nos contó del libro. Mencionó la importancia del segundo poema, un texto titulado “La noche”. Horas de vigilia al pie de la cama. Noche hospitalaria. Largas noches donde se barajan las cartas de dolor mezcladitas con lo cotidiano. Ese poema fue el avisó. Sanmartín habló de otros versos, de la arrebatadora desnudez de quien se enfrenta a terrenos fronterizos, esos en los que un mal paso te lleva al precipicio. Pero pronto regresó a la ruta que ya había esbozado y que se condensa en los trece últimos poemas bajo el título de “La Espera”.
El libro de Ignacio Escuín me espera bajo la luz del flexo. Aún no he leído la dedicatoria, esperaré hasta mañana. Creo que en esas páginas voy a encontrar algunas de las claves para comprender mi propia espera.
La revelación fría de la muerte, ahí esta, lo sabes, no hay otra salida. De repente la esperanza. La luz que ilumina el camino. Las lágrimas en la planta de neurocirugía del Hospital Obispo Polanco de Teruel. El viaje al pasado, un recorrido por la historia de antes de nosotros, cuando ellos eran los rebeldes de sus propias causas y los enamorados. Mi padre, después del segundo derrame cerebral, se quedó cuatro días sin palabras, entonces supe cuanto tiempo había desperdiciado llevándole la contraria por el puro placer de discutir. Volvió a hablar pero ya no era lo mismo. Me detuve antes de llegar. Escuché su respiración. Pasen al box número cuatro. Recuerdo la voz distorsionada que nos avisaba por el altavoz instalado en la sala de espera, después venía el peregrinar por los pasillos, a veces me perdía, era un estúpido mecanismo de defensa. La espera ha concluido. El día que mi madre murió el teléfono sonó a las cinco y cuatro minutos de la mañana, me despertó el Himno de la Alegría y pensé que llegaba tarde al trabajo. La primera vez que el dolor escapó fue por el pinchazo del hambre, sonreí porque mi padre siempre lo decía: El muerto al hoyo y el vivo al bollo, en este caso un bocadillo de pechugas de pollo. A mis padres no les gustaba la incineración. Ahora son vecinos, están separados por media docena de calles. Desde que mis padres han muerto ya no soy el mismo, a veces me siento sólo: Sin padre ni madre ni perrico que me ladre.
Fernando Sanmartín glosó las andanzas culturales y la obra del autor, lo hizo con alabanzas medidas y alguna que otra discrepancia, una postura que cargó de credibilidad a todo lo que de bueno nos contó del libro. Mencionó la importancia del segundo poema, un texto titulado “La noche”. Horas de vigilia al pie de la cama. Noche hospitalaria. Largas noches donde se barajan las cartas de dolor mezcladitas con lo cotidiano. Ese poema fue el avisó. Sanmartín habló de otros versos, de la arrebatadora desnudez de quien se enfrenta a terrenos fronterizos, esos en los que un mal paso te lleva al precipicio. Pero pronto regresó a la ruta que ya había esbozado y que se condensa en los trece últimos poemas bajo el título de “La Espera”.
El libro de Ignacio Escuín me espera bajo la luz del flexo. Aún no he leído la dedicatoria, esperaré hasta mañana. Creo que en esas páginas voy a encontrar algunas de las claves para comprender mi propia espera.
La revelación fría de la muerte, ahí esta, lo sabes, no hay otra salida. De repente la esperanza. La luz que ilumina el camino. Las lágrimas en la planta de neurocirugía del Hospital Obispo Polanco de Teruel. El viaje al pasado, un recorrido por la historia de antes de nosotros, cuando ellos eran los rebeldes de sus propias causas y los enamorados. Mi padre, después del segundo derrame cerebral, se quedó cuatro días sin palabras, entonces supe cuanto tiempo había desperdiciado llevándole la contraria por el puro placer de discutir. Volvió a hablar pero ya no era lo mismo. Me detuve antes de llegar. Escuché su respiración. Pasen al box número cuatro. Recuerdo la voz distorsionada que nos avisaba por el altavoz instalado en la sala de espera, después venía el peregrinar por los pasillos, a veces me perdía, era un estúpido mecanismo de defensa. La espera ha concluido. El día que mi madre murió el teléfono sonó a las cinco y cuatro minutos de la mañana, me despertó el Himno de la Alegría y pensé que llegaba tarde al trabajo. La primera vez que el dolor escapó fue por el pinchazo del hambre, sonreí porque mi padre siempre lo decía: El muerto al hoyo y el vivo al bollo, en este caso un bocadillo de pechugas de pollo. A mis padres no les gustaba la incineración. Ahora son vecinos, están separados por media docena de calles. Desde que mis padres han muerto ya no soy el mismo, a veces me siento sólo: Sin padre ni madre ni perrico que me ladre.
Etiquetas: Nacho Escuín, Relato, reseña
4 Comments:
Supongo que entonces es estar como definitivamente solos delante del futuro y del pasado también.
Los mecanismos de escape son el engranaje de la sabiduría de nuestra naturaleza: hambre, sueño, cansancio...
Besos
"Yo no seré yo
hasta que tú, muerte
te unas con mi vida" J.R.J.
En muchos sentidos te has quedado solo Javi,totalmente solo...no hay consuelo...
saludos
Hola Luisa y perdona por el retraso en la respuesta ;-)
Ante la soledad solo nos queda la recreación del pasado. Es como cuando imaginamos nuestra vida futura en las noches en vela, pero ahí construímos en el aire. El pasado, aunque selectivo, se nutre de materiales que han estado vivos.
Salu2 Córneos.
Hola Alejandro.
Sirmpre Juan Ramón compañero.
:-)
El círculo que propone el poeta tiene la encerrada la sabiduría, pero Alejandro, deberíamos entretener el cotarro antes de cerrar la forma geometrica.
Salu2 Córneos.
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