La curvatura de la córnea

09 julio 2023

Wallapop

 

Wallapop

Mi padre siempre decía que nuestros antepasados tocaban el tambor, y que yo debería tocarlo para mezclar el ritmo de la familia con otros músicos. Pero es que no había manera. El tambor no estaba hecho para mí, por mucho que lo aporreara. El caso es que a base de darle que te pego un día tras otro al final formamos un grupo: Kiko con la bandurria de su abuelo, El jefe era ambidiestro de castañuelas, Santos sabía seis acordes de la guitarra, y Çascarita que cantaba muy alto.
El primer concierto lo dimos en la esquina del colmado de Juan con la tienda de Juani, frente por frente con la puerta de la iglesia. En menos de media jornada laboral nos sacamos el sueldo de un oficial de tercera, y eso que solo tocamos dos canciones que interpretábamos en bucle: Bigotes de minino y La guaracha de la muchacha.
El cura cuando acabó la misa se plantó delante de la banda y dejamos de tocar. Estaba enfurecido. Entre gruñido y gruñido gritaba que tocábamos que daba pena, y que los borricos de sus feligreses soltaba la plata en nuestra caja de recaudaciones y así ya se sentían en paz al cubrir la cuota de limosna que mantenía a salvo sus conciencias, y vacío el cepillo de San Carpancio. Allí se acabó nuestra carrera musical. No tuvimos tiempo ni para ponerle nombre a una banda que jamás regresará a los escenario porque esta mañana he vendido el tambor en Wallapop.

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