Mirar para verme
Las luces del escenario atenuaron su intensidad mientras el foco cenital bañó mi jubón de luz amarilla. El pánico se instaló en las cuerdas vocales. No podía ver al público pero lo intuía. Tragué saliva. El mal trago llegó hasta las tripas. Recordé la tartamudez infantil. Las palabras rebotaban sobre la lengua y los labios para formar cataratas. Un marasmo de contenidos incapaz de circular desde el cerebro hasta los sonidos.
El silencio de la sala era apabullante. Me sentí sólo, tan sólo como en la vida. El escenario era la prolongación de la gota malaya que taladraba las horas de transito entre el sueño y la realidad. Desde aquel altar sólo buscaba amor y de nuevo se cernía el fracaso. Durante semanas entregué mi alma al personaje, busqué sus ademanes y me adentré en sus deseos. Un calvario para conseguir un gesto mínimo de cariño. La atención del público, su energía, un aliento para superar el siguiente tramo del camino. Por eso me vaciaba cada noche frente a esa masa amorfa de ojos y manos. Un salto mortal en el que sustituía mis valores de baratillo por las palabras de los libretos. La terapia tenía el riesgo de la confusión: Discurrir por la vida con los mismos argumentos que utilizaban los personajes en la ficción de la trama. Nunca funcionó. La tensión que necesitaba para la vida de madrugadas y ocho horas de trabajo no estaba en la imaginación de los grandes autores. Tal vez por eso me conformaba con moldear la ficción. Construía un personaje para crear un vínculo con el mundo exterior, le daba forma material y esperaba. Las heridas que la vida me había causado nunca sanaron en la quimera de párrafos sólidos y firmes.
Surfear sobre sentimientos reales con las mismas herramientas que utilizaba para mis personajes — siempre certeros a la hora de situarse en la marca y recibir la luz que los abocaba al mundo — era una tortura de la nunca supe regresar a tiempo. Tanto deseo por sobrevivir se convertía en un lastre que me arrastraba hasta las profundidades donde el amor, el cariño y la amistad sólo eran cachivaches que me ahogaban. Juegos florales que entretienen un cuarto de hora y llenaban el trastero de los sentimientos para toda la vida. Baratijas que nunca supe gestionar.
Un señor de la cuarta fila carraspeó. La respiración del público estaba a punto de convertirse en murmullo. La pausa dramática se alargaba en exceso. Tomé aire y continué con lo único que sabía hacer desde la fragua de un escenario: Repetí las palabras que otros habían escrito para remover sentimientos y así, modificar para modificarme, escuchar para escucharme, mirar para verme.
(Continuará)
El silencio de la sala era apabullante. Me sentí sólo, tan sólo como en la vida. El escenario era la prolongación de la gota malaya que taladraba las horas de transito entre el sueño y la realidad. Desde aquel altar sólo buscaba amor y de nuevo se cernía el fracaso. Durante semanas entregué mi alma al personaje, busqué sus ademanes y me adentré en sus deseos. Un calvario para conseguir un gesto mínimo de cariño. La atención del público, su energía, un aliento para superar el siguiente tramo del camino. Por eso me vaciaba cada noche frente a esa masa amorfa de ojos y manos. Un salto mortal en el que sustituía mis valores de baratillo por las palabras de los libretos. La terapia tenía el riesgo de la confusión: Discurrir por la vida con los mismos argumentos que utilizaban los personajes en la ficción de la trama. Nunca funcionó. La tensión que necesitaba para la vida de madrugadas y ocho horas de trabajo no estaba en la imaginación de los grandes autores. Tal vez por eso me conformaba con moldear la ficción. Construía un personaje para crear un vínculo con el mundo exterior, le daba forma material y esperaba. Las heridas que la vida me había causado nunca sanaron en la quimera de párrafos sólidos y firmes.
Surfear sobre sentimientos reales con las mismas herramientas que utilizaba para mis personajes — siempre certeros a la hora de situarse en la marca y recibir la luz que los abocaba al mundo — era una tortura de la nunca supe regresar a tiempo. Tanto deseo por sobrevivir se convertía en un lastre que me arrastraba hasta las profundidades donde el amor, el cariño y la amistad sólo eran cachivaches que me ahogaban. Juegos florales que entretienen un cuarto de hora y llenaban el trastero de los sentimientos para toda la vida. Baratijas que nunca supe gestionar.
Un señor de la cuarta fila carraspeó. La respiración del público estaba a punto de convertirse en murmullo. La pausa dramática se alargaba en exceso. Tomé aire y continué con lo único que sabía hacer desde la fragua de un escenario: Repetí las palabras que otros habían escrito para remover sentimientos y así, modificar para modificarme, escuchar para escucharme, mirar para verme.
(Continuará)
Etiquetas: Relato
2 Comments:
La soledad del actor cuando está en escena, con la sala llena de gente...
Bello
Besicos
Hola Belén
Esa deliciosa soledad...
Salu2 Córneos.
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