Ternera encebollada
Venía de comprar los ingredientes para la receta de ternera encebollada que solía hacer mi madre: Una cantidad razonable de ternera y de cebollas grandes. Lo vi caminando por la calle Silvestre Pérez. Era un tipo menudo, de movimientos rápidos pero intermitentes, tenía el pelo cano de sobre pasada la cuarentena y una barba de quien ha visto mucho y esta dispuesto a contarlo casi todo. Acarreaba una maleta marrón con la que traspasó la puerta del Pequeño Teatro de los Libros. Lo seguí, me gustaría decir que por pura intuición pero me temo que solo fue prosaica curiosidad.
Los libreros, aunque estaban tan intrigados como yo, me recibieron con sonrisas de canción «Un señor con barba ha pasado por delante de nuestras narices» dijo Ciro. «Se ha subido al círculo mágico de los libros» siseo Carolina, «y esta anunciando a voz en grito la mercancía que lleva en su maleta»
La retahíla se escuchaba en todos los rincones de la librería: «Traigo un cojín con forma de luna, un metro cuadrado de mar en calma, el cascarón de un gran velero, el banco verde de un parque verde, nubes, crepúsculos y llamas. Aquí me presento, soy Jesús, un vendedor sin balanza, ni báscula, ni caja registradora, un vendedor de mar, de viento y de agua, un vendedor de cuentos contados, cantados y hasta recitados, cuentos de enanos en busca de una playa, la canción de los pájaros como campanillas, los versos de una princesa tanto más tristes cuantos más cachivaches ocupaban su jardín y desolaban su corazón. Historias de planetas escondidos en los libros de astrofísica, de caminos recorridos por los viajeros y sus diarios, de los olores a puchero, de las recetas de la abuela.»
Dejé mi bolsa de la compra y me senté en el suelo, al ladito del pianista Miguel Ángel que interpretaba una sonata. Tras la última nota, todas las historias anunciadas pasaron una a una por delante de nuestros ojos. Las primeras se asomaron tímidas por las rendijas que dejaban las palabras, las siguientes juguetearon entre los niños y, cuando las más atrevidas chispearon entrelazando versos y estrofas, Jesús el narrador, que nos tenía embelesados, hizo un minúsculo mohín con su naricilla, olisqueó con insistencia y dibujó una sonrisa de Carpanta.
El tufillo a guiso de buen caldero flotó en toda la librería, un aroma que tuvo la virtud de guiarnos en caminito hasta un pequeño infiernillo de gas que calentaba una enorme perola. Ciro había utilizado la ternera y las cebollas que yo había comprado en el Mercadona para preparar un magnífico estofado que removía parsimonioso con un cucharón de madera «Esto ya esta listo» afirmó el librero.
Los niños, los adultos, los libreros, el narrador y el pianista formamos una cadeneta de regreso al escenario, caminamos pertrechados de cubiertos, vajillas, pan, bebidas y dulces postres de repostería. Los invitados hambrientos, Carol sostenía la cacerola, Ciro repartía las raciones, el narrador jugaba con versos y el pianista interpretaba canciones, ritmos de otros tiempos, de banquetes pretéritos. El guiso estaba para chuparse los dedos y toma pan y moja, tanto mojamos y tanto comimos, que cuando los niños, los adultos, los libreros, el narrador y el pianista terminamos las viandas, nos dejamos mecer por una profunda siesta, una siesta para viajar por los anaqueles, adentrarse en las páginas de los libros y disfrutar de las aventuras que allí se cuentan, pero eso, querido lector, eso es otra historia.
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Actuación de PINGALIRAINA. Fotografía de Carolina
Los libreros, aunque estaban tan intrigados como yo, me recibieron con sonrisas de canción «Un señor con barba ha pasado por delante de nuestras narices» dijo Ciro. «Se ha subido al círculo mágico de los libros» siseo Carolina, «y esta anunciando a voz en grito la mercancía que lleva en su maleta»
La retahíla se escuchaba en todos los rincones de la librería: «Traigo un cojín con forma de luna, un metro cuadrado de mar en calma, el cascarón de un gran velero, el banco verde de un parque verde, nubes, crepúsculos y llamas. Aquí me presento, soy Jesús, un vendedor sin balanza, ni báscula, ni caja registradora, un vendedor de mar, de viento y de agua, un vendedor de cuentos contados, cantados y hasta recitados, cuentos de enanos en busca de una playa, la canción de los pájaros como campanillas, los versos de una princesa tanto más tristes cuantos más cachivaches ocupaban su jardín y desolaban su corazón. Historias de planetas escondidos en los libros de astrofísica, de caminos recorridos por los viajeros y sus diarios, de los olores a puchero, de las recetas de la abuela.»
Dejé mi bolsa de la compra y me senté en el suelo, al ladito del pianista Miguel Ángel que interpretaba una sonata. Tras la última nota, todas las historias anunciadas pasaron una a una por delante de nuestros ojos. Las primeras se asomaron tímidas por las rendijas que dejaban las palabras, las siguientes juguetearon entre los niños y, cuando las más atrevidas chispearon entrelazando versos y estrofas, Jesús el narrador, que nos tenía embelesados, hizo un minúsculo mohín con su naricilla, olisqueó con insistencia y dibujó una sonrisa de Carpanta.
El tufillo a guiso de buen caldero flotó en toda la librería, un aroma que tuvo la virtud de guiarnos en caminito hasta un pequeño infiernillo de gas que calentaba una enorme perola. Ciro había utilizado la ternera y las cebollas que yo había comprado en el Mercadona para preparar un magnífico estofado que removía parsimonioso con un cucharón de madera «Esto ya esta listo» afirmó el librero.
Los niños, los adultos, los libreros, el narrador y el pianista formamos una cadeneta de regreso al escenario, caminamos pertrechados de cubiertos, vajillas, pan, bebidas y dulces postres de repostería. Los invitados hambrientos, Carol sostenía la cacerola, Ciro repartía las raciones, el narrador jugaba con versos y el pianista interpretaba canciones, ritmos de otros tiempos, de banquetes pretéritos. El guiso estaba para chuparse los dedos y toma pan y moja, tanto mojamos y tanto comimos, que cuando los niños, los adultos, los libreros, el narrador y el pianista terminamos las viandas, nos dejamos mecer por una profunda siesta, una siesta para viajar por los anaqueles, adentrarse en las páginas de los libros y disfrutar de las aventuras que allí se cuentan, pero eso, querido lector, eso es otra historia.
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Actuación de PINGALIRAINA. Fotografía de Carolina
Etiquetas: Relato
6 Comments:
Estoy meciéndome al son del piano, entumecida por el olor de las cebollas, y contemplando mientras tanto cómo los niños, los adultos, los libreros, el narrador y el pianista bailan la cadeneta a mi alrededor.
Besos de noviembre.
Bonito viaje y buena receta de ternera aderezada por todo tipo de buenos ingredientes, casi cerrando los ojos me lleva el aroma encebollado...umm, creo que es hora de ir a comer.Un abrazo.
Es un placer adentrarse en una voz, dejarse mecer como hacen los niños y embobarse con los ojos como platos.
Un beso
HOla Lamia
Pero... si me parecio verte en la fila de la comida jajajajaja
¡¡Venga esos beos de un Noviembre que ya se va!! (El otro día, cuando la niebla se acostó sobre la ribera, me acordé de ti)
Salu2 Córneos.
Hola Gubia.
Hubo una vez, en esta bitácora, que los aromas volaron hasta el Ebro y más allá, hasta un puente de piedras y agua, hasta tu ventana.
;-)
Salu2 Córneos, guapetona!!
Hola Maite.
ES cierto y lo recomiendo, el viaje de la oralidad es toda una aventura.
Salu2 Córneos y un beso.
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