Un pase milimetrado
El día de Santa Cecilia de 1971 todos los vecinos de las Barriadas del Sur estaban en mi casa. Los hombres acarreaban los bultos más pesados, los armarios de los dormitorios, los muebles del comedor, el sofá de escai. Las mujeres trajinaban los enseres de la cocina, la ropa de cama, las vestimentas de toda la familia para el invierno, el verano y el entretiempo. Una marabunta de niños trasegábamos el menudeo de cajones, arcones y altillos. Mis padres revisaban los trabajos y decidían los cachivaches que se quedaban «para el trapero», y cuales subían a la caja del Ebro de morro corto y chapa roja. «En un viaje nos llevamos todo» insistía mi padre una y otra vez mientras ataba cuerdas, desplegaba lonas y protegía con mantas todos los bártulos de la familia. La tristeza inundó mi mirada al ver el gigantesco paquete formado por el atrezzo que había acompañado mi vida hasta entonces, los decorados de la casa dónde nací, un hogar de dos pisos con patio, conejeras y dos cortes, una para el cerdo y otra para mis sueños.
La romería empezó después de almorzar. Mi padre al volante, mi madre de copiloto, los vecinos en procesión detrás del camión y toda la chiquillería a caballo entre los bultos. Yo me senté en lo más alto, al lado de la cabina, desde allí pude contemplar como dejábamos atrás el esbariza culos de La Casilla, el arenero del Gurugú y la plaza del colegio dónde jugábamos al marro. «Pero si el Barrio del Piojo esta ahí al lado» decía mi madre todas las veces que protesté por la mudanza. Y era cierto, la distancia entre las dos casas no llegaba a un par de kilómetros, un trecho escaso que yo sentía como una brecha profunda que me obligaría a cambiar de colegio, de amigos y de equipo de fútbol.
El Barrio del Piojo era una pequeña calle asomada por uno de sus extremos a un riachuelo sin nombre, y que empezaba en la esquina del Bar Gol dónde nos esperaban nuestros nuevos vecinos dispuestos a finiquitar el traslado antes de la hora de comer. Los voluntarios eran tantos que los zagales optamos por ira hasta el huerto del Belles, un descampado en perenne barbecho que desde hacía años se usaba como zona de juegos, campo de batalla, arrullo de enamorados y a veces, todo a la vez.
Llegamos a la carrera. Nada mas pisar la hierba pateé el balón, cuando parecía inevitable su desaparición por el barranco del Malacara, El Pirri se elevó en un magnífico salto, durmió el vuelo del esférico con su pecho, lo golpeó alternado rodillas, hombros y empeines hasta dejarlo bien quieto bajo sus botas Kelme. Detrás de él, el Casifeo con la camiseta del equipo local, los tres hijos del Genaro con la equipación del Betis y Paco El Cocodrilo con zamarra de portero, guantes y rodilleras. A mis espaldas las respiraciones entre cortadas de mis amigos el Pinche, el Agachao y Agapito el Maletas.
«Necesitamos un lateral derecho, chaval» me dijo el Pirri tras devolverme la pelota con un pase milimetrado.
La romería empezó después de almorzar. Mi padre al volante, mi madre de copiloto, los vecinos en procesión detrás del camión y toda la chiquillería a caballo entre los bultos. Yo me senté en lo más alto, al lado de la cabina, desde allí pude contemplar como dejábamos atrás el esbariza culos de La Casilla, el arenero del Gurugú y la plaza del colegio dónde jugábamos al marro. «Pero si el Barrio del Piojo esta ahí al lado» decía mi madre todas las veces que protesté por la mudanza. Y era cierto, la distancia entre las dos casas no llegaba a un par de kilómetros, un trecho escaso que yo sentía como una brecha profunda que me obligaría a cambiar de colegio, de amigos y de equipo de fútbol.
El Barrio del Piojo era una pequeña calle asomada por uno de sus extremos a un riachuelo sin nombre, y que empezaba en la esquina del Bar Gol dónde nos esperaban nuestros nuevos vecinos dispuestos a finiquitar el traslado antes de la hora de comer. Los voluntarios eran tantos que los zagales optamos por ira hasta el huerto del Belles, un descampado en perenne barbecho que desde hacía años se usaba como zona de juegos, campo de batalla, arrullo de enamorados y a veces, todo a la vez.
Llegamos a la carrera. Nada mas pisar la hierba pateé el balón, cuando parecía inevitable su desaparición por el barranco del Malacara, El Pirri se elevó en un magnífico salto, durmió el vuelo del esférico con su pecho, lo golpeó alternado rodillas, hombros y empeines hasta dejarlo bien quieto bajo sus botas Kelme. Detrás de él, el Casifeo con la camiseta del equipo local, los tres hijos del Genaro con la equipación del Betis y Paco El Cocodrilo con zamarra de portero, guantes y rodilleras. A mis espaldas las respiraciones entre cortadas de mis amigos el Pinche, el Agachao y Agapito el Maletas.
«Necesitamos un lateral derecho, chaval» me dijo el Pirri tras devolverme la pelota con un pase milimetrado.
Etiquetas: Relato
10 Comments:
Perfecta frase final con la que acabas el relato y que resume como ante el miedo del cambio surge la acoplación e integración de una manera muy normal y lógica para un chaval.
¡Ayyy el futbol! cuanto nos ha dado.
No se como puedes conseguir enganchar tanto en tan poco tiempo. No hay mas que empezar a leer un poco, para no poder dejarlo de hacer hasta la última de las palabras. Un pase milimetrado para un relato casi perfecto.
Felicidades Alicate
J
Bonito relato y bonitos recuerdos. Da un poco de pena pensar que ahora los niños no juegan en la calle, los videojuegos han cambiado todo. Un abrazo.
Qué fácil les resulta a los niños reparar y empezar sus relaciones...
Hola Retruécano.
Me parece que esa perdida de naturalidad en las relacniones es la línea que separa la infancia de todo lo demás.
Salu2 Córneos.
Hola George
Si el efecto que consigue el texto es el que dices, ay ay ay, estoy muy contento, y por cierto ¿casi perfecto? vamos anda jajajajaaj
Salu2 Córneos.
Hola Gubia.
Supongo que con el paso del tiempo los usuarios infantiles de videojuegos también idealizaran su infancia, bueno, no estoy seguro. En cualquier caso el problema no es el medio, es la mala utilización del mismo. ¡¡¡Que tiempos en los que mi padre no me dejaba ver según que cosas en la tele!!!
Salu2 Córneos.
Hola Lamia
Esa naturalidad es lo que hecho de menos, sólo un hola era suficiente para comenzar.
Salu2 Córneos.
¡ pedazo-relato!
Mis reverencias :-)
Hola Luisa.
Ejem, ya sabes cuanto aprecio tus valoraciones y ¡¡tus reverencias!! jajajajaja
Salu2 Córneos.
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